La leyenda verdadera
Durante un rato Arane permaneció junto a Scapa, sentada en el suelo; llamó a Fesco, abrazó a los dos y observó con los ojos húmedos el rostro desconcertado de Fesco. Murmuró lo mucho que había cambiado y lo feliz que estaba de volver a verlo también a él. Luego cogió a ambos del brazo y les dijo:
—Debéis de estar hambrientos. Venid, ¡vamos a comer!
Se pusieron de pie y Arane los condujo a una gran sala con chimenea justo al lado del salón del trono. Unos criados encendieron una araña de cristal que colgaba sobre una mesa de piedra esculpida sobre zarpas de leones. Luego alimentaron la chimenea con los leños que había en los dos dragones de hierro que se encontraban junto a ella. Pronto toda la sala se sumió en una luz centelleante.
—Sentaos…, sentaos a mi lado —dijo Arane, corrió hacia un trono ricamente tapizado a la cabecera de la mesa y ordenó a los criados que estaban apostados en la puerta, en silencio, que trajeran dos sillas más. Scapa y Fesco se sentaron junto a ella—. Tenéis que explicármelo todo —señaló Arane—. Todo lo que ha ocurrido en estos tres años. ¿Cómo van las cosas en Kaldera?
Durante un rato Scapa sólo pudo contemplarla. Su sonrisa era la misma de antes, pero ahora se abría en una cara del todo distinta. Mayor.
—El cielo sobre Kaldera sigue siendo ancho y profundamente azul —dijo por fin, en voz muy baja—. Los comerciantes están más gruesos que entonces. Cada día hay ejecuciones, por las tardes se celebran fiestas. La Zorrera… —Scapa se paró—. Durante tres años Kaldera ha sido mi tumba —susurró. Una sonrisa extraña se adueñó de su cara.
Arane le miró, incapaz de decir una palabra, hasta que entró una larga fila de criados y colocó sobre la mesa soperas humeantes, platos argénteos cubiertos por campanas y fuentes rebosantes. Los ojos de Scapa se abrieron de gozo ante los maravillosos manjares que se alineaban frente a ellos: había un asado muy crujiente, albóndigas doradas, verduras rehogadas, frutas glaseadas, nueces e hidromiel élfico. Emocionada y orgullosa a un tiempo, contempló Arane la sorpresa de los dos chicos. Scapa no se atrevía ni a moverse, por si aquella suculenta comida pudiera evaporarse como en un sueño. Sus manos estaban demasiado sucias para tocar tan sabrosas viandas, y sentía un poco de vergüenza.
—¡Vamos! ¡Servios! —Arane tomó el plato de Scapa y puso en él tres albóndigas. Luego las cubrió con una salsa espesa y oscura, cuyo simple aroma provocó en el joven un escalofrío de felicidad, y le añadió dos gruesas rebanadas de pan. Colocó de nuevo el plato frente a él y cogió el de Fesco, que también llenó por completo—. ¡Comed! Vamos, comed todo cuanto queráis —dijo, ofreciéndole a Scapa una sonrisa algo insegura—. Sé lo que te gusta comer. En muchas ocasiones llegabas a zamparte una hogaza entera. Comed con los dedos —se rió—. Comeremos como antes. ¡Como siempre!
Se levantó, se inclinó sobre la mesa y tomó con los dedos una rebanada de pan. La salsa goteó sobre el tablero, luego sobre sus dedos, y cuando se sentó de nuevo, tenía manchado su elegante vestido. Tiró la cabeza hacia atrás y engulló la carne. Ya no podía ni reír con los carrillos tan llenos, y la salsa le resbalaba por las comisuras de los labios.
Scapa no lo dudó ni un segundo más… Su hambre era demasiado grande y aquel ágape, suculento en extremo. No se preocupó lo más mínimo por los cubiertos que había junto a su plato. Cogió una albóndiga con la mano y se la tragó de tres mordiscos. La copa de hidromiel se la bebió de un sorbo. Enseguida llegó una criada desde una esquina y le llenó la copa de nuevo.
También Fesco estaba demasiado hambriento para andarse con finuras. Dejaron los platos relucientes y luego pasaron directamente a las fuentes. La salsa del asado se derramó sobre la mesa, las albóndigas dejaron sus manos pringosas. Scapa comió y olvidó todo lo demás hasta que una mano delicada se posó en su antebrazo.
—No comáis demasiado deprisa si habéis pasado mucha hambre —Arane le miró—. ¿Te acuerdas de aquella vez en Kaldera cuando robamos al frutero? No habías comido en mucho tiempo y luego te zampaste un saco entero de manzanas, y te pusiste fatal.
Scapa se tragó unas verduras casi sin masticar y dijo:
—No era un saco entero.
—No es preciso que os atraquéis de comida —la mirada de Arane se posó en Fesco—. ¡Aquí podréis seguir comiendo hasta el fin de vuestras vidas!
Scapa y Fesco se miraron. De pronto tuvieron que reír. Rieron y rieron hasta que Fesco comenzó a escupir almendras y las lágrimas inundaron los ojos de Scapa.
¡Comer allí hasta el fin de sus vidas! Era absurdo. Tan inesperado. Tan increíble era la vida que Scapa ya no sabía siquiera si lloraba y reía de alegría o de tristeza. La vida le había tomado el pelo durante tres años. Se apoyó con los brazos sobre la mesa y miró a Arane. No había cambiado, le resultaba todavía más familiar que el ambiente de Kaldera; y sin embargo era completamente distinta. Una desconocida. Una reina.
—¿Cómo ha ocurrido todo? —murmuró—. ¿Cómo llegaste a…?
Arane se inclinó hacia él. Su rostro estaba tan pegado a su cara como en su sueño.
—La leyenda es real, Scapa. Esto, que nos hayamos vuelto a encontrar, ¡estaba escrito! ¡Era nuestro destino! Aquello con lo que siempre soñábamos, aquello que siempre supimos empieza ahora. Nuestra vida en Kaldera fue sólo un instante diminuto del tiempo que nos pertenece —susurró ella.
Scapa extendió la mano. Quería tocarla para darle a entender que seguramente sería así, porque en realidad todavía no podía creerlo a pies juntillas.
Sintió su mejilla suave. Le dibujó rastros de la salsa sobre la tez. Ella retrocedió, con la palma de la mano se quitó las señales y se rió.
—¡Estáis los dos asquerosos! —y enseguida ordenó a los sirvientes que preparasen los baños. Luego recorrió a Scapa lentamente con la mirada como si quisiera retener para siempre todos los detalles.
El corazón de él se contrajo. Esa misma mirada había empleado aquel aciago día ante la garita de vigilancia, cuando creyó haberla perdido para siempre.
—Venid —se levantó.
Los dos chicos la siguieron, después de que Fesco cogiera dos nuevas albóndigas, se metiera una en el bolsillo y engullera la otra.
* * *
Arane los acompañó por pasillos iluminados. Había alfombras rojas sobre los suelos. Los cuadros cubrían las paredes. Por todas partes aparecían criados, hacían una profunda reverencia ante Arane y no se atrevían casi ni a echar una mirada a los chicos. Cuando llegaron a una pequeña sala, Arane asió la mano de Scapa y le dijo a Fesco:
—Aquí te espera tu baño —luego hizo una señal a dos criadas.
Inmediatamente ambas se aproximaron a él, le hicieron una reverencia y le mostraron una puerta. Fesco carraspeó:
—Sí, claro… Gracias —y siguió a las mujeres.
—¿Y qué pasa con…? —balbuceó Scapa, pero Arane cerró sus dos manos en torno a las suyas y lo llevó decidida hacia otra puerta.
—Tú te bañaras en mi baño preferido —dijo, volviéndose hacia él, y empujó la puerta.
Entraron en un cuarto muy luminoso, rodeado de cristales. En las paredes había bancos y sillas de piedra, decorados con elementos de nácar y porcelana. Sin embargo, era en el centro de la habitación donde se hallaba lo más asombroso de todo: cinco peldaños conducían a una hondonada en el suelo en la que burbujeaba el agua caliente. Azulejos turquesas y dorados dibujaban un mosaico bajo las olas leves. Alrededor de la gran bañera había varias criadas con toallas de hilo, pétalos de flores y jabones, que se arrodillaron ante ellos. Arane no se fijaba en ellas y, sin apartar la vista de Scapa, que todo lo observaba lleno de estupor, las mandó marchar. Se fueron en una larga fila, pero dejaron las toallas en un banco próximo a la alberca.
—¿Realmente te pertenece to…?
Arane asintió.
—Todo es mío. Y ahora —añadió despacio—, también tuyo.
Se puso ante él. Desabrochó los botones laterales de la capa del joven y se la quitó de los hombros. La tela cayó al suelo.
Miró su rostro.
—Pareces mayor. Hablas de otra manera. ¿Ha pasado realmente tanto tiempo?
Scapa fue incapaz de responder. No habría sabido cómo hacerlo.
Arane bajó la cabeza y desabrochó su jubón. Entonces le quitó el cinturón, donde llevaba su puñal y el punzón. Levantó la capa del suelo y llevó sus cosas a un banco. Desde atrás vio Scapa cómo Arane, tras dudar unos instantes, palpaba el cuchillo, pero su mano se echó hacia atrás enseguida al sentir lo caliente que estaba.
—Haré… que te laven tu capa —dijo y la colocó delicadamente sobre el cinturón y el cuchillo de piedra.
Mientras, Scapa fue quitándose el jubón, los pantalones y las botas, y metió el pie hasta el primer escalón de la piscina.
—¡El agua está caliente! —gritó perplejo.
Arane asintió sonriente.
—¿Qué te creías, cabeza de chorlito? ¿Que burbujeaba de frío?
Cuando se volvió, él se dejó caer con un sonoro chapoteo en el agua. Las olas sobrepasaron el borde de la piscina y mojaron el suelo. Metió la cabeza bajo la superficie, salió resoplando y se apartó el pelo de la frente. Cuando abrió los ojos, Arane estaba sentada al borde de la piscina, mirándolo.
—Nunca me había bañado en un sitio así —dijo él—. Y… —se olió el brazo—. El agua huele.
—Lo sé —respondió Arane—. En Kaldera nos bañábamos en verano en los canales, ¿te acuerdas? Una vez, en el puente de Grejonn, la cabeza de un delincuente se cayó al agua. Sentí verdadera repugnancia. Y tú la empujaste con un tablón para que yo pudiera nadar.
Scapa recordaba muy bien aquel día. Todavía veía el rostro abotargado del muerto viniendo hacia él, los rizos despeinados de Arane brillando al sol y lo moreno que tenía el cuello. De pronto anhelaba deshacer su peinado tan elaborado y transformarla de nuevo en la Arane sucia y morena que siempre había sido.
—Hoy en mi alberca no nadan cabezas —comentó la chica con una sonrisa.
Él bajó el rostro y puso cara de mal humor.
—¿Estás segura? —de pronto alargó los brazos hacia su falda. Arane dio un grito y luego cayó con todos sus ropajes al agua.
Había gritado tan alto que un montón de criadas se precipitaron en el cuarto.
—¡Majestad! —gritaron espantadas—. ¡Majestad! ¿Todo va bien?
Tratando de coger aire, Arane sacó la cabeza del agua. La falda, con todas sus sobrefaldas y cancanes, se había hinchado y llenaba la piscina casi por completo.
—Sí —jadeó—. Sí… Oh, sí. Todo va bien —y comenzó a reírse sofocada. Las criadas se inclinaron desconcertadas y cerraron de nuevo la puerta tras ellas. Era la primera vez que Scapa las había oído hablar y se dio cuenta de que eran humanas.
Arane flotó hacia él mientras se apartaba los mechones de la cara. Él se rió al verla tan desamparada.
—¡No me puedo mover! —dijo palmoteando su falda—. ¡Tu vestido está por todas partes! Dime, ¿es una tienda de campaña lo que llevas?
—¡Estás como una cabra! —resopló Arane—. ¡Completamente chiflado! —y extendió las manos como si quisiera impulsarse sobre él. Pero rodeó sus hombros y lo atrajo hacia ella. El agua chorreaba por su barbilla. A su alrededor las olas de la piscina provocaban un vaho que se levantaba hacia el techo. Scapa ciñó su talle con las manos. El muchacho sintió cómo respiraba. Ella aproximó la punta de su nariz con cuidado a la suya y le besó.
Por espacio de un segundo, Scapa creyó encontrarse de nuevo en los canales de La Zorrera. Arane estaba empapada y no dejaba de temblar, y él también; sin embargo, los labios que ahora le besaban ya no estaban fríos sino calientes. El vapor cálido los cubría como una manta. Scapa hundió a Arane más en el agua.
Le soltó la redecilla de perlas doradas de su cabeza y sus rizos cayeron en cascada, húmedos y desordenados. La melena le llegaba hasta la espalda. Scapa aproximó sus manos a la diadema de piedra con intención de quitársela también.
Arane separó sus labios de los suyos y retrocedió con rapidez. Por un breve espacio de tiempo una expresión de frialdad se apoderó de sus ojos, pero desapareció tan de inmediato que Scapa no supo precisar si la había visto realmente. Ella le miró irritada.
—¿Qué pasa? —murmuró el chico—. Quítate esa cosa de la cabeza. Es… enorme.
—¡No! —dijo Arane y se separó un poco más de él mientras sus manos asían la corona—. Es una locura. ¡No puedo quitármela! ¡Y tú no debes tocarla! No me la quito jamás.
Scapa arrugó el ceño.
—¿No te la quitas nunca? —preguntó en voz baja.
—¡Es la corona Elrysjar! Soy su portadora. ¡No puedo quitármela sin más como si fuera un vestido!
Como él no respondió, Arane se levantó y se dio la vuelta. Con pasos dificultosos, pues su vestido ahora pesaba más que ella, comenzó a salir del agua.
—Arane —gritó Scapa—. ¡Arane! Espera, quédate aquí. Tengo que hablar contigo.
Fue detrás de ella y cogió sus manos. La muchacha se volvió. Parecía muy convencida de su decisión y sus ojeras habían adoptado una tonalidad más gris.
Scapa bajó la cabeza. No le iba a resultar fácil decir lo que deseaba.
—Es sobre la chica que ha venido conmigo. Tienes que prometerme que no va a sucederle nada —mientras Scapa estaba allí, tal vez Nill… No, no quería pensar en ello. En un tono más bajo que el anterior, murmuró—: Por favor, déjala marchar. No ha hecho nada.
Arane miró hacia un lado, levantando la barbilla.
—Lo haría encantada, sólo por concederte ese deseo. Pero no puede ser. Te ha dicho que tenías que matarme. Llevaba el cuchillo mágico de los elfos libres. ¡Había planeado atentar contra mi vida! No puedo dejarla libre, Scapa, tienes que entenderlo. Es imposible.
—¡Pero ella creía que tú eras el rey de Korr!
—Es que soy el rey de Korr —contestó Arane—. ¡Soy la portadora de la corona, Scapa! No hay más rey que yo.
Era como si quisiera dejarle muy claro a quién tenía delante. De pronto, volvió a su mente la imagen de los colgados en las ciénagas… Aquel pensamiento le hizo sentirse mal. Aflojó la fuerza de sus manos.
—Esa condenada chica…, sea quien sea, quería matarme.
—Yo también quería matar al rey. Para vengar tu muerte.
Ella le puso una mano en la mejilla, pero el roce le resultó muy lejano.
—Lo que te ha traído hasta mí ha sido nuestro destino común —susurró ella—. Tu fidelidad. Pero esa chica pretendía atentar contra mí. Y si era tu amiga —Arane tomó aire—, si tú la conocías bien, pues lo siento —Scapa vio que apretaba los dientes, igual que hacía siempre que se sentía enojada o descontenta por algún motivo. Luego torció la cabeza y estrechó los ojos—. ¿No es una elfa? Me ha dado la impresión de que era una pequeña y sucia bastarda…
—Es…
Arane rozó con sus dedos los labios de él para que no continuara hablando.
—En realidad, da igual. No debemos preocuparnos por nadie más que por nosotros mismos, ¿no es cierto? Piensa sólo en qué es más importante para ti: ¿la vida de ella o la mía?
Como si con eso ya estuviera dicho todo, lo soltó y se dio la vuelta.
Cuando salió de la piscina, se colocó la pesada cola de la falda por encima del brazo y llamó a sus criadas.