El plan
S
—¡Fesco! Arane se volvió y entrevió al chico que les saludaba con la mano entre la gente que pasaba. Scapa ya había corrido a su encuentro.
—¡Fesco, menos mal!
—¡Scapa! —el chico casi chilló, abrió los brazos y estrechó a Scapa con tanta fuerza que por un momento éste tuvo dificultades para respirar. Cuando Arane llegó junto a ellos, Fesco se quitó la gorra agujereada de la cabeza e hizo una reverencia—. Buenas, Arane —murmuró. Aquella chica silenciosa que hacía guardia tras Scapa como un segundo par de ojos le imponía un poco de respeto.
—¡Por todos los dioses, ya creía que te habían pillado! —Scapa observó al chico de arriba abajo. Fesco era un palillo con una afilada cara de ratón, cuyas piernas y brazos se balanceaban constantemente. Tenía una capacidad para el hurto maravillosa. Se había vuelto a poner la gorra sobre sus rizos pelirrojos y eso le hacía parecer mucho más alto. Y eso que le sacaba por lo menos una cabeza a Scapa, aunque tampoco él era bajo para su edad.
—Por los pelos —murmuró Fesco frotándose la nariz con la mano—. Ayer por la noche creí que me trincaban de veras. Me persiguieron por media ciudad, ¡esos cerdos de los soldados! Al final me tuve que esconder en un cesto —respiró hondo y miró en todas direcciones—. Ya te digo… ¡Soy capaz de meterme en cueros dentro de La Zorrera antes que espicharla en un calabozo mohoso!
Scapa sonrió irónicamente, y ése era el mayor honor que podía esperarse de él.
—¿Y? —añadió Fesco—. ¿Qué hacéis vosotros dos aquí? ¿Hay un nuevo plan?
El rostro de Scapa se ensombreció. Guiñó los ojos al mirar hacia la gente iluminada por el sol.
—No, todavía no he pensado lo que tenemos que hacer. Debemos organizar algo mejor que esos ataques que no conducen a nada. Lo de las armas es… —se interrumpió a media frase. Agarró el brazo de Fesco con dedos temblorosos, la mirada posada en la muchedumbre—. Fesco… ¿te ha seguido alguien?
—¿Qué? ¿A mí? No, yo, eh…
—¡Allí delante está Gregov! —susurró Scapa.
Fesco se dio la vuelta sobrecogido, Arane se erizó como un gato a punto de saltar. Entre la gente apareció el rostro de un hombre. Las patillas y el tatuaje azul que le cubría la calva casi en su totalidad le hacían inconfundible: era Gregov, el matón que Torron llevaba pegado a todas horas como una moscarda se pega a una fruta podrida. Tras él marchaba un puñado de hombres con los rostros congestionados. Estaba claro que habían corrido.
—¡Desaparezcamos! —musitó Scapa.
Fesco se puso la mano en la cabeza para no perder la gorra. Un segundo después habían huido de allí.
Pero fue demasiado tarde. Oyeron gritos a sus espaldas. Fesco se agazapó para que su cabeza de pelo encrespado no sobresaliera por encima de la gente y siguió dando grandes zancadas como un caballo galopando. Scapa corría tras Arane. Todo se había diluido tanto a izquierda como a derecha, sólo los rizos danzarines le indicaban el camino. Una cesta de mimbre arañó sus hombros. Tras él se armó un buen alboroto cuando ésta cayó al suelo; el contenido, granos o nueces, se diseminó por el suelo.
Arane dobló por una calleja. De golpe, fue como si la tierra se tragara la luz del sol y pasaron unos segundos hasta que Scapa pudo distinguir algo en medio de la oscuridad: muros sucios, techos bajos, cuerdas de tender la ropa. Habían llegado al final de la calle cuando detrás de ellos resonaron los pesados pasos de los hombres de Torron que avanzaban de casa en casa.
Scapa jadeó mientras corría aún más veloz. Las ocho monedas de cobre que le habían quedado tras la compra de la mañana tintineaban en su bolsillo. Una se escurrió por un agujero de la tela y se cayó al suelo. Luego otra. Y otra más.
—¡Maldita sea! —Scapa apretó su mano contra el fondo del bolsillo y continuó corriendo.
Arane volvió a torcer, Fesco iba el primero. Derecho a una calle sin salida. Arane tropezó contra su espalda e inmediatamente Scapa chocó contra ambos.
—¡Diablos! ¿Por qué te metes aquí dentro, idiota? —resopló Arane. Sus mejillas estaban coloradas por la carrera.
A Fesco le temblaba todo el cuerpo, casi no podía responder.
—Aquí dentro —dijo entre bufidos, entrando en un estrecho portal.
En el interior había una familia comiendo. Hombres, mujeres y una docena de niños, alrededor de una sopera humeante y varios cuencos. Les miraron interrogantes cuando los tres irrumpieron en la estancia.
—Ehmm… ehmm… —balbuceó Fesco—. ¡Venid!
Bordeó a las personas y subió por una estrecha escalera. Arane y Scapa se dieron prisa en seguirle, pues un hombre se acababa de levantar en actitud amenazadora y trataba de alcanzarlos.
En el piso de arriba había tres habitaciones, una al lado de la otra. Fesco corrió a la primera y se asomó por la ventana. Oyeron las pisadas del hombre que subía por la escalera. Abajo, Gregov y los compinches de Torron acaban de hacer acto de presencia.
Fesco no se cansaba de repetir siempre la misma maldición y cada vez sonaba más desesperada. Se retiró de la ventana justo cuando se abrió la puerta y el hombre se precipitó en el cuarto.
—¿Quiénes sois? Condenados chiquillos, ¿qué hacéis en mi casa? ¡Voy a llamar a los soldados!
—¡Métete tus amenazas donde te quepan! —tras la imprecación, a Fesco le dio tiempo hasta de hacerle al hombre una mueca de burla; luego, de un salto, fue a parar a la cornisa de la ventana y, de allí, se izó al tejado con la intención de correr por él. Scapa y Arane decidieron seguirle sin ni siquiera pensárselo.
Estaban uno al lado del otro sobre la estrecha repisa cuando, bajo ellos, los hombres de Torron los descubrieron y comenzaron a gritarles. Mientras, el dueño de la casa se había agenciado una escoba y ahora trataba de golpearles con ella.
Arane saltó hacia arriba y se quedó colgada del tejado. Scapa la empujó desde abajo poniendo las manos en sus pies. Luego se izó también él. Arane y Fesco lo cogieron de las manos y tiraron. Por un breve espacio de tiempo sus pies se quedaron colgados ante la ventana y recibieron un escobazo, luego Scapa rodó sobre su tripa y se levantó.
Los tres tenían serias dificultades para avanzar sobre las tejas. Además, a su espalda, el guirigay continuaba. Scapa se dio la vuelta y vio que la enorme cara roja de Gregov sobresalía por el borde del tejado y los contemplaba demudado por la ira.
Llegaron a un canalón y se escurrieron por él a tanta velocidad que les ardían las palmas de las manos. Aterrizaron en medio de la calle. A su izquierda sonaban voces airadas y, sobre ellos, las pisadas en el tejado se oían cada vez más cercanas.
Tomaron rumbo a la derecha, se precipitaron por una esquina, corrieron, corrieron, a pesar de las punzadas que sentían en el costado. Finalmente saltaron por encima de una pila de escombros y piedras que tapaba un hueco entre dos casas y se adentraron en una zona de sombra. Un rato después, varios hombres pasaron junto a ellos sin descubrirlos.
Permanecieron mucho tiempo pegados a un muro, tratando de coger aire. El sudor les caía por sus caras congestionadas.
—¡No nos han pillado de milagro! —se atrevió a decir Fesco.
Scapa continuaba escrutando cualquier sonido. Pero ya sólo los rodeaban los ruidos habituales de la ciudad. El peligro había pasado. Jadeando, apoyó la cabeza contra la pared. Tenían que vencer a Torron, ¡aunque sólo fuera para que acabaran esas cacerías sin sentido!
Fesco se quitó la gorra y sacudió el polvo.
—Por lo menos hemos conseguido que el imbécil de Gregov sudara un poquito.
Arane se puso derecha y con mucha solemnidad se apartó un mechón de la frente.
—Nos encontraremos esta noche. Todos los de la banda. Scapa y yo tenemos un plan.
El muchacho la miró sorprendido: todavía no sabía nada al respecto.
* * *
Arane encendió las tres lámparas de aceite que tenían. Las colocó alrededor de la habitación para que tuvieran la mayor cantidad de luz posible. Había extendido colchones por todo el suelo para que la mayor parte de los visitantes pudiera sentarse en ellos esa noche. Rodeándose las piernas con los brazos, Scapa estaba allí sentado, cavilando, mientras ella seguía arrastrando los colchones de un lado a otro tratando de dar con la mejor posición.
—¿Y crees que funcionará? —preguntó despacio.
—Por supuesto. Siempre que demos con las personas adecuadas. Que también sean capaces de luchar. Y si no nos descubren antes de tiempo.
—Uhmmm… —Scapa cruzó las manos. Luego volvió a separarlas y comenzó a chasquear los nudillos. Cuando oyó gritos fuera, saltó de golpe y, con la daga en la mano, descorrió la cortina roja.
—¿Scapa? —murmuró alguien.
—Pasa.
Fesco traspasó el umbral. Venía con cuatro chicos. Saludaron en voz baja mientras concedían a Arane tímidas miradas. A un gesto de ella, se dejaron caer en los colchones quitándose la gorra.
Pronto aparecieron más visitantes. Fueron llegando en grupos, de cinco en cinco, de seis en seis; a veces, tan sólo de tres en tres. Por fin, el cuarto estuvo lleno. Debían de ser por lo menos veinticinco personas. La mayoría estaban sentados, los demás se habían apoyado en la pared. Casi todos eran chicos, pero de vez en cuando había alguna chica, morena por el sol y con los cabellos enredados. Un murmullo recorría la habitación, pero nadie levantaba la voz más de lo necesario. El miedo a ser descubiertos por los hombres de Torron les había seguido hasta allí.
Arane se sentó en la única silla que tenían, con las manos cruzadas. Contempló al grupo con serenidad hasta que Scapa saltó a la mesa, junto a ella. Entonces, todos se callaron.
—Gracias por haber venido —comenzó el muchacho—. Desgraciadamente el ataque de ayer a la guardia no dio los resultados que esperábamos. Me alegro de ver a muchos de los que participaron. Siento que otros, por los que temía, no estén aquí —su mirada recorrió las filas de los presentes. El reflejo de la luz ondeaba sobre sus caras morenas o pálidas, delgadas o redondas—. Pero tal vez haya otra manera de conquistar La Zorrera y vencer a Torron. Tenemos un plan —sintió la tensión a su alrededor e intentó evaluar la impresión que estaba causando en sus compañeros: la mayor parte de ellos parecían muy dispuestos. Por fin se lanzó a desvelar la idea en la que había puesto todas sus esperanzas. La dijo rápidamente y sin énfasis—: Cogeremos las armas de Torron.
—¿Qué? —gritó Cev, un chico mayor, levantándose de un salto—. ¿Qué quieres decir?
—Justo lo que he dicho —contestó Scapa—. Por favor, escuchadme antes de hablar.
Poco a poco el murmullo se apagó.
—Hay un modo de acceder a La Zorrera sin ser descubierto por los hombres de Torron. ¿Sabéis cómo logró entrar el lobo en casa de la liebre? No podía echar la puerta abajo, por eso trepó por la chimenea… Pensadlo —nadie dijo nada. Scapa miró a Arane durante unos segundos. Ella correspondió con intensidad.
—La canalización —susurró el chico y levantó la vista—. ¡Los conductos! ¡La Zorrera misma tiene que tener conductos antiguos que conduzcan hasta su interior! ¡Por ellos llegaremos sin ser vistos hasta la fortaleza de Torron! —el asombro general dio alas a Scapa. Cerró la mano en un puño—. Una vez dentro, encontraremos el arsenal. Cogeremos todo lo que podamos cargar y ¡atacaremos desde dentro! Tomaremos por sorpresa a Torron y a sus hombres. Para cuando quieran ir a buscar sus armas, ya no las tendrán. Así, no sólo solucionaremos el problema de armarnos con lanzas, espadas y garrotes, sino que también evitaremos que los hombres de Torron se las vean con nosotros armados hasta los dientes. ¡Sólo así conseguiremos vencer!
—¿Eso significa que vamos a entrar en La Zorrera totalmente desarmados? —preguntó Cev sin poder creérselo.
—Sí. Necesitamos picos y palas por si hay que excavar para dar con los conductos. Luego, nuestra vida dependerá de encontrar el arsenal cuanto antes.
—¿Cómo vamos a averiguar dónde está el arsenal?
Una sombra enturbió el rostro de Scapa.
—Las armas estarán, como el tesoro de Torron, en pleno centro de La Zorrera, donde no haya ventanas ni paredes desmoronadas. Tenemos que confiar en la suerte. Pero, en cualquier caso, eso siempre habría sido así.
Se quedó un rato en silencio. Todos parecían darle vueltas al asunto: la decisión significaría para muchos optar entre la vida y la muerte.
Scapa saltó de la mesa y se puso en el centro de la habitación. Se dio la vuelta lentamente y miró uno por uno a todos los chicos y chicas.
—Sé que varios de vosotros caeréis heridos. Algunos incluso morirán. Es un riesgo muy grande. Para todos nosotros. Arriesgamos nuestras vidas. Pero la victoria… ¡la victoria es la libertad! ¡La victoria es el poder! ¡La victoria es La Zorrera, los tesoros de Torron, una vida sin hambre y miseria! —una sonrisa desesperada se apoderó de sus rasgos—. ¿Para qué una vida cuyo único cometido es eludir la muerte el mayor tiempo posible? ¿Para qué luchar, os pregunto, para qué robar, pasar hambre y mil penalidades más si la vida no nos ofrece ni un solo instante de paz? ¡Yo os digo que vamos a apropiarnos de la paz! ¡Nos llevaremos lo que nos pertenece! Nadie puede detenernos por luchar por nuestra felicidad. El destino nos ha parido pobres. Los dioses, yo os lo digo, ¡los dioses ni siquiera saben que existimos! ¡Y escupo sobre ellos! ¡No los necesito si tengo un puño para golpear y un corazón lleno de valor! ¡No los necesito! ¡Yo decido quién soy y lo que me pertenece! Y si ahora no tomamos las riendas de nuestro destino, continuaremos siendo lo que siempre hemos sido: ¡esclavos de Torron!… ¡Sus perros! ¡Luchad! ¡Luchad con valentía y fuerza! ¡Nuestra vida está en juego!
Estallaron gritos de júbilo desde todos lados.
—¡Yo voy! —Fesco se levantó, y otros le siguieron.
—¡Yo también!
—¡Voy con vosotros!
Cev se puso en pie y dijo:
—¡No me gusta cómo hablas de los dioses!
Se hizo de nuevo el silencio. Todos observaron a Cev y Scapa en medio de una fuerte tensión.
—Creo en los dioses —dijo Cev en un tono gélido—. No se puede ir contra ellos. Pero… también creo que tienes razón. Los dioses no saben nada de nosotros. Los niños de la calle no les importan —el joven miró alrededor—. Lucharé con vosotros.
Todos le jalearon con alivio. Se levantaron a la vez, extendieron los puños y gritaron juntos.
Scapa se volvió hacia Arane. Ella sonreía.