Los riscos

-Y, bien, pequeña? ¿Tienes hambre? Espera aquí… A ver si te encuentro un pedazo de pan.

Erijel abrió los ojos y agarró a Fesco de la camisa antes de que éste pudiera ni tan siquiera rozar su bolsa de provisiones.

—¡Eh, eh! ¡Quítame tus garras de encima! —gritó Fesco.

—Deja que te diga una cosa, ladrón —gruñó Erijel mientras se sentaba sin soltar a Fesco—. ¡Un caballero de los elfos libres no roba jamás!

De pronto algo saltó de la camisa de Fesco y se tiró sobre Erijel. Gritando, el caballero sacudió la mano, de la que colgaba algo gris que chillaba estridentemente.

Fesco estalló en carcajadas.

—¿Qué es esto? —gritó Erijel.

Aquella cosa por fin se soltó de él, pegó un bote y trepó al hombro de Fesco. Rodeó como un rayo la nuca de su dueño y se erizó junto a su rostro.

Scapa se había levantado ya. Entrecerrando los ojos, miró a Fesco mientras le decía:

—¡Maldita sea! No me puedo creer que te hayas traído a Rana

Fesco se encogió de hombros. El animal ya había bajado de ellos para sentarse en el regazo de su amo. Éste acarició a aquella madeja de pelo gris.

—No la podía dejar sola.

—¿Qué tienes ahí? —susurró Arjas inclinándose hacia el pelirrojo.

—Una rata —respondió Fesco, acercándose el animal a la boca para darle un beso en el pescuezo—. Se llama Rana y es un encanto. ¿No es verdad, pequeña? ¿Eres o no eres un encanto?

Arjas observó con cara de asco cómo la rata lamía la mejilla de Fesco con su lengua rosa.

—Este tipo tiene una rata por mascota y piensa que las ranas son un encanto —murmuró Mareju—. Esto sobrepasa incluso a lo del viejo Yenuhar, que en casa tiene un renacuajo como animal de compañía.

Entretanto, Scapa había sacado una punta de pan de su bolsa y daba de comer a Rana. Los demás observaron al animal durante unos segundos. Era tan grande como la mano de Fesco, tenía una larga cola de color rosa, el lomo peludo y una pielecilla suave y brillante en la cabeza y las orejas redondas. Sus ojos, como canicas negras, contemplaban a los extraños con curiosidad mientras hincaba los dientecillos en el pan de Scapa. Cuando tuvo suficiente, Fesco la levantó y volvió a colocársela sobre el hombro.

—Bueno —dijo—. ¿Vamos a desayunar nosotros también?

Kaveh cogió su bolsa y se puso en pie.

—Comeremos de camino.

Se pusieron en marcha. Scapa repartió sus provisiones con Fesco, que no se apartaba de su lado… tal vez porque no tenía ni una migaja de comida. De vez en cuando, Nill echaba una miraba de soslayo a Scapa recordando la conversación de la noche anterior. Pero, de día, el chico volvía a mostrarse tan cerrado y falto de interés como si en toda su vida no hubiera intercambiado con Nill ni una palabra. La muchacha se quedó cerca de los elfos porque Kaveh la esperaba cada vez que había algún impedimento y procuraba que ninguno de los dos ladrones se aproximara a ella más de lo necesario.

Ya no tuvieron que esconderse de más jinetes, pues nadie se interpuso en su camino. A primeras horas de la mañana alcanzaron la falda de la primera montaña. Les recibió un bosquecillo de abetos pelados, que se erigían como cerillas hacia el cielo. Las cornejas volaban entre el ramaje y fueron los únicos animales con los que se encontraron. Cuando el sol se hallaba justo por encima de ellos, hicieron una pausa.

Comieron en silencio y los elfos evitaron las miradas de los demás. Parecían más nerviosos que de costumbre. Al principio, Nill creyó que seguían dándole vueltas a los cadáveres colgados del día anterior. Pero luego se dio cuenta de las miradas inseguras que Kaveh echaba una y otra vez por los alrededores. Ya en la bifurcación, los elfos no habían sabido cuál era la dirección correcta hacia Kaldera y, durante todo el tiempo, Nill había sospechado que no estaban muy al tanto de cuál era el camino, pero que no tuvieran ni la más remota idea fue un verdadero shock para ella.

Justo cuando iban a seguir, Scapa sacó un papel doblado de la bolsa y lo desplegó ante ellos: era un mapa.

—¡Dijiste que no tenías ningún mapa! —gritó Nill y se puso tras él para estudiar el plano ella misma.

—No tenía ningún mapa para daros.

También los elfos se reunieron en torno al papel amarillento. Bosques, montañas, pantanos y costas estaban surcados de tantas rayas rojas que Nill se puso enferma sólo de mirarlo. Los nombres de los lugares se hallaban escritos con una hermosísima letra caligráfica: el Reino de los Bosques Oscuros, donde entre árboles enroscados se ocultaban hombres lobo, dragones y centauros; pero también los pueblos hykados y los sitios donde era posible encontrar elfos. Las llanuras desérticas entre las cordilleras y los Bosques Oscuros eran minúsculas comparadas con las Tierras de Aluvión, que se extendían más atrás… Al verlas, a Nill se le cortó la respiración. Ciénagas maléficas, bosques de nieblas perpetuas, hoyas de arenas movedizas y acantilados afilados como cuchillos poblaron su fantasía. La propia inscripción Tierras de Aluvión de Korr ya parecía una amenaza velada.

—Nosotros estamos aquí —dijo Scapa poniendo un dedo sobre el mapa, allí donde una cadena montañosa limitaba las Tierras de Aluvión. Su dedo pasó sobre las montañas y sobre un campo de árboles marchitos—. Éstos son los pueblos de los elfos de los pantanos —explicó corriendo la uña de un letrero a otro.

Nill frunció el ceño.

—La torre del rey no está pintada.

—El mapa tiene más de tres años —replicó Scapa.

Kaveh se hizo sitio apartando a Scapa hacia un lado, de tal modo que también él pudo situar el dedo sobre el plano.

—Aquí se encontró hierro y bronce —dijo señalando una región cercana a la costa este—. Desde entonces los humanos se situaron junto al mar y explotaron minas pequeñas. Dado que el rey es un humano y seguramente proviene de la región de la costa y, además, necesita las minas de hierro con el fin de rearmarse para la guerra, imagino que su torre puede encontrarse aquí. En la costa este, frente al mar abierto.

—Será un largo camino —murmuró Erijel—. Debemos cruzar prácticamente todas las Tierras de Aluvión si queremos llegar al mar. Necesitaremos por lo menos cuatro días para las montañas, y luego… —todos le observaron interrogantes. Erijel los miró a la cara, uno a uno, serio y preocupado—. Yo calcularía dos semanas. Como poco.

Un momento después, Mareju se encogió de hombros, diciendo:

—Dos semanas, puede ser. Con nuestros víveres podríamos aguantar hasta tres.

—¿Y qué hay del viaje de regreso? —propuso Scapa, sonriendo fríamente como si ése fuera problema exclusivo de los elfos.

Tras algunas vacilaciones Kaveh señaló una aldea en medio del desierto.

—Con los elfos de los pantanos no podemos contar. Sus pueblos ya no existen. Pero los tyrmeos…

Arjas lo miró, abriendo los ojos de par en par.

—¿Los tyrmeos? ¿Los tyrmeos? ¿Te refieres a los disidentes? ¡No podemos!

—¿Quiénes son los tyrmeos? —se decidió a entrar Fesco en la conversación.

Kaveh miró a Nill, cuya mirada era tan interrogante como la de Fesco, y explicó con paciencia:

—Algunos pueblos de los elfos de los pantanos abjuraron de los usos y costumbres tradicionales, ocurrió hace más de dos siglos. Apostataron también de la corona y, por tanto, no se encuentran bajo el dominio del rey. Tyrmeo es una palabra del dialecto de los elfos de los pantanos, que proviene del vocablo tyra, en élfico antiguo tyrahá, y significa «descreído» o «indigno». Los pueblos de tyrmeos son bárbaros, incluso los elfos de los pantanos combatieron contra ellos y los sometieron. Pero hoy son seguramente los únicos elfos de los pantanos que viven en libertad.

Scapa soltó una carcajada corta y desdeñosa, y los demás se volvieron hacia él.

—¿No es una ironía? Los elfos que abjuraron de sus creencias son los únicos que al final sobreviven —miró a Kaveh directamente—. Parece que todavía queda gente inteligente en vuestros dominios.

—¡Los tyrmeos son pueblos de proscritos porque tomaron ejemplo de los humanos! —replicó Mareju volviéndose a Kaveh—. ¡No podemos esperar la ayuda de los tyrmeos! ¡Me apuesto lo que quieras a que, antes de que los tomen por elfos libres, se habrán pasado al bando del rey humano!

Kaveh respiró despacio.

—Ya veremos. De todas formas, es bueno que tengamos un mapa. Debemos ir hacia el Noreste —y miró las copas de los árboles para orientarse con los rayos de sol que las traspasaban.

Siguieron su marcha en silencio, todos inmersos en sus propios pensamientos e inquietudes. La mañana les fue bien pues el bosque tenía muchos claros fáciles de superar. Poco a poco fueron surgiendo grandes peñascos aquí y allá, que nacían del suelo como lenguas erguidas. Pequeñas cuestas rocosas, quebradas y paredes de piedra les dieron a entender que habían alcanzado la cordillera. Scapa, que en toda su vida no había salido de las estrechas callejuelas de Kaldera, olfateaba asombrado aquel aire diáfano y prestaba atención al constante ir y venir del murmullo del bosque. También Kaveh y sus caballeros permanecían muy atentos. Allí todo les parecía muy distinto a los Bosques Oscuros: tenían la sensación de que estaba muy vacío, pues los árboles se encontraban muy distantes unos de otros, los troncos eran muy finos y los trinos de los pájaros sonaban apagados. Parecía que los bosques estaban muertos, o, por lo menos, sumergidos en un sueño profundo. No se hizo presente ningún espíritu: ni en el viento, ni en el rocío, ni en los árboles.

De pronto, un alto muro de piedra les cortó el paso. Arjas y Mareju examinaron si se podría subir por él, pero el risco era demasiado liso y muy elevado. Decidieron rodearlo y comenzaron a caminar bajo su sombra. Para su disgusto, no daba la impresión de que fuera a menguar jamás. Llevaban más de media hora andando cuando se percataron de que la pared no sólo no se hacía más baja, sino que, por el contrario, iba siendo cada vez más alta. La roca formó un arco. Los árboles quedaron atrás y ante ellos se abrió una sima inmensa. Bajo la escarpada pared se divisaba un cañón, salpicado aquí y allá por moles de piedra que debían de haberse desprendido desde arriba. Un estrecho saliente conducía a lo largo del precipicio y desaparecía tras una curva.

Al principio el saliente era tan estrecho que Nill no pudo mantenerse sobre él con los dos pies. Luego el sendero se hizo algo más ancho y pudieron caminar normalmente, sin tener que apoyarse en la pared. Las hojas del otoño pasado cubrían el camino de piedra, pues por encima de ellos se inclinaban sobre el abismo algunos robles y hayas aislados.

Fesco, que iba el último tras Scapa, los vio el primero. Su boca se abrió, cogió aire y puso una mano sobre Rana, que permanecía arrebujada bajo su camisa. No pudo evitar tropezar contra la espalda de Scapa. El chico estuvo a punto de perder el equilibrio y su corazón se contrajo, ya que a esas alturas sus nervios estaban tan tensos como las cuerdas de un violín.

—¿Qué demonios…? ¿Pretendes tirarme al abismo? —Scapa se calló de golpe. Bajo ellos, sobre un camino algo más ancho, cabalgaba una tropa de guerreros grises—. ¡Guerreros grises! —avisó inmediatamente a los demás.

Los elfos y Nill se dieron media vuelta. Mareju, que iba delante de Nill, se escurrió de la impresión. Amagó un grito, cayó sentado y con el pie empujó un montón de piedrecillas y hojas por el borde del precipicio. Ninguno de los siete se atrevió a moverse mientras hojas y piedras caían por el abismo e iban a parar al sendero inferior. A menos de dos metros del último de los jinetes.

El guerrero se dio la vuelta, vio las piedrecillas y miró hacia arriba. Dio un grito y señaló al grupo. Kaveh también gritó: —¡CORRED!

Y eso hicieron.

Un segundo después, las flechas rebotaban contra las paredes de roca y se hundían en los resquicios de la piedra. A la carrera, sacaron los elfos sus arcos, cargaron las flechas y dispararon. Nill no se atrevía ni a girarse. No quería mirar atrás: los caballos que galopaban hacia ellos, los guerreros que gritaban, los arcos que sesgaban el aire.

El saliente hacía un recodo. Por unos instantes allí estarían a resguardo de las flechas enemigas. Kaveh y los elfos se quedaron quietos, Mareju tiró de Nill y la empujó hacia delante.

—Vosotros huid. Nosotros retendremos a los guerreros —ordenó el príncipe.

Antes de que la chica pudiera replicar algo, los elfos estaban apostados ya en el recodo.

Detrás de Nill, Scapa le ordenó:

—¡Vamos, corre!

Ella echó un nuevo vistazo a Kaveh y a los caballeros, que tensaban sus arcos, apuntaban una flecha tras otra y se defendían agazapados de los tiros mortales que llegaban desde abajo. Luego, corrió con Scapa y Fesco pegados a sus talones. Sus pies se resbalaban a causa de las piedras y el follaje. A su lado se abría la sima, que parecía interminable, como un remolino que quisiera tragárselos. Una flecha errada pasó a un dedo de la cara de Nill y se quedó clavada delante de ella, en una hendidura. La muchacha pegó un grito sofocado, dio un paso hacia atrás, tropezó y chocó contra Scapa. El golpe la hizo tambalearse. Sintió cómo los cantos de las piedras puntiagudas se rompían bajo las suelas de sus zapatos. Y cayó.

—¡NILL!

Percibió un dolor embotado cuando se resbaló y la rocalla se clavó en su tripa y su pecho como las garras de un depredador. Sus pies colgaban sobre el abismo. Un golpe de viento que venía de las profundidades se le metió por la ropa, sus codos arañaron la roca, sus manos ardieron de dolor cuando cientos de agujas penetraron en su piel.

—¡Nill! —Scapa estaba sobre ella. La asía fuertemente de un brazo y el otro lo aferraba Fesco—. Nill… ¡Nill, sube! ¡Ven! ¡Date impulso con los pies!

Muerta de pánico, la muchacha pataleó en el aire. Por fin, sus pies rozaron la roca, se apoyó en ella y, como buenamente pudo, se impulsó hacia arriba mientras Scapa y Fesco tiraban de sus brazos. Alargó el cuerpo, su torso estaba casi sobre el borde del precipicio. Algo siseó en el aire.

Sonó un chillido desgarrador… Fesco la soltó y cayó hacia atrás. Por espacio de un segundo, Nill se escurrió hacia abajo, pegó un grito y sintió un tirón horrible en el brazo y el hombro cuando Scapa logró agarrarla nuevamente. Las alforjas se le cayeron del otro hombro y oyó el ondeo de la tela cuando la bolsa se precipitó en el abismo.

Pendía sobre la sima con las dos piernas y un brazo bamboleándose en el aire mientras Scapa no dejaba de pronunciar juramentos tratando de echar una mirada a Fesco, que gritaba como un condenado.

Nill sentía el latido en sus sienes. Clavó los ojos en Scapa. El sudor brillaba en la frente del joven. Los dedos de la chica se iban escurriendo de su mano. Nill se metió la mano libre en el bolsillo y sacó el punzón de piedra. En una milésima de segundo Scapa comprendió lo que iba a hacer.

—¡No! —gritó—. ¡NO!

Jadeó, la agarró lo más fuerte que pudo, se inclinó sobre el precipicio, tanto que también él estuvo a un paso de caer, clavó los dedos en su manga, la agarró, la agarró.

—Coge el punzón —susurró Nill casi sin oírse. Las piedras se escurrieron bajo los brazos de Scapa y cayeron en el pecho de la chica.

No iba a lograr tirar de ella. No iba a poder aguantarla mucho tiempo más.

Todo había terminado.

Con un último esfuerzo, Nill levantó la mano libre lo más que pudo para salvaguardar el cuchillo.

En ese momento alguien asió su muñeca. Del susto casi suelta el punzón. Por encima de ella, apareció Kaveh.

Agarró su brazo y tiró. Despacio, poco a poco, consiguieron ambos chicos izar a Nill. Un momento después, la muchacha rodaba por el suelo, tosía, trataba de coger aire y se palpaba el cuello agarrotado por el miedo.

—Nill —jadeó Scapa inclinándose sobre ella—. ¿Estás…?

Kaveh lo empujó sin miramientos a un lado.

—¿Todo bien? Por todos los espíritus, Nill, ¿estás bien? —el príncipe de los elfos libres le sacudió el brazo con precaución, como si quisiera comprobar que todavía estaba entera.

Nill logró asentir temblorosamente.

—¿Dónde…? —dijo con voz entrecortada—. ¿Dónde están los guerreros grises?

Entretanto, habían llegado hasta allí los otros caballeros; por lo que parecía, también ilesos.

—Han dado la vuelta, hacia los bosques. Desde allí no tardarán mucho en llegar aquí —dijo Kaveh.

Nill miró aturdida hacia su hombro.

—He perdido mis alforjas.

—Da lo mismo. Guarda el punzón —dijo Kaveh mientras la ayudaba a levantarse.

Se dieron la vuelta y sólo entonces se fijaron en Fesco. El ladrón jadeaba tumbado en el suelo. Scapa, inclinado sobre él, rompió la tela de su camisa.

—¿Está herido? —preguntó Nill, todavía aturdida. No respondieron ni Scapa ni Fesco. Por fin, el cabecilla de los ladrones se echó para atrás para que todos pudieran ver la flecha. Fesco gimió ante la mirada de horror de los demás.

Scapa agarró la flecha con ambas manos. Fesco había cerrado ya los ojos esperando la inmensa oleada de dolor que iba a apoderarse de su hombro. Scapa iba sacando la flecha despacio.

El ladrón tenía tensados todos los músculos de su cuerpo y los demás se prepararon para escuchar un estridente grito de dolor, pero éste no llegó. Y Fesco fue el más sorprendido de todos.

Tan sólo un ligerísimo quejido salió de su boca cuando su compañero sacó la flecha de su axila. Sorprendidos, todos contemplaron el proyectil durante un rato. Una minúscula gota de sangre teñía el borde de la flecha metálica que había penetrado a través de la camisa de Fesco y arañado su piel.

El joven se incorporó, observó la flecha, luego el rasguño en la parte interior de su antebrazo, su camisa rota, la flecha y de nuevo el rasguño.

—Esto es todo… ja, ja, ja… ja, ja.

También Nill notó que una sonrisa de alivio se dibujaba en su boca, tan terrible era el miedo que se podía sentir por la propia vida.

—Vamos, no tenemos tiempo que perder —dijo Kaveh, al que el pánico de Fesco le daba por lo visto exactamente igual, señalando hacia delante—. La próxima vez los guerreros grises apuntarán mejor.

Fesco y Scapa se levantaron y siguieron a los elfos a paso ligero. Aunque Scapa no mostraba ningún signo de alegrarse por cómo habían ido las cosas, Nill se dio cuenta de que la preocupación había empalidecido sus facciones. «A pesar de que se lo oculte a sí mismo», pensó, «tras su máscara hay un chico tan normal como cualquiera». Y aquello le resultó a Nill casi tan increíble como la flecha que había salvado la vida de Fesco por tan sólo un par de centímetros.