Kaldera

Entre las interminables Tierras de Aluvión de Korr y el Reino de los Bosques Oscuros no había apenas pueblos ni ciudades. Lo cierto es que los habitantes del Reino de los Bosques y los de Korr no estaban muy bien avenidos, aunque tampoco había estallado la guerra entre ellos. Una sarta de prejuicios y un odio que duraba generaciones habían transformado la paz de ambos países en una implícita batalla de rivalidades. Incluso entre los elfos de los pantanos y los elfos libres de los Bosques Oscuros reinaba la discordia. Y, sin embargo, una ciudad había logrado sobrevivir en la frontera de Korr cercana al Reino de los Bosques: sus casas asemejaban piedrecillas salpicadas sobre la tierra amarilla y sus calles caracoleaban bajando las pronunciadas pendientes de los barrancos que hacían tan inhóspita la planicie entre la ciénaga y el bosque. Si bien desde arriba la ciudad parecía tan sólo una aldea más bien agreste, la mayor parte de la misma había ido arraigando en el ancho valle de abajo con forma de caldera. De ahí su nombre.

Pero había otra causa más para aquel topónimo. Porque en las empinadas callejuelas, en las abruptas y ocultas vías se podía encontrar de todo: ricos y miserables, delincuencia y codicia, ladrones, humanos, elfos; sobre todo, elfos expulsados de otros lugares. La ciudad era una caldera en la que se cocinaba la delincuencia como una sopa que a veces se derramaba, de tal modo que el príncipe de Kaldera se quemaba los dedos y enviaba a sus soldados a poner orden. Entonces el caldo reposaba por un tiempo.

Kaldera se había convertido en la capital de todos los pueblos. En ella, elfos y humanos de los bosques y de los pantanos vivían en constante disputa. Para muchos, Kaldera era un cobijo pasajero o un destino comercial; para otros, exiliados o mercaderes establecidos, la ciudad significaba un nuevo hogar.

La vida de Scapa se había desarrollado sólo en Kaldera. Prácticamente no recordaba su temprana infancia, la época en que las calles todavía no eran su ambiente natural. Un día se encontró en las callejas del barrio bajo, escrutó el latido de la ciudad y comenzó a acomodarse a él. Su pasado se había evaporado hasta el instante en que se topó con Arane. 

Como todas las mañanas, Scapa despertó con los sonidos de la ciudad. El tintineo de las ollas, las llamadas de los mercaderes, los gritos y carcajadas de los niños se deslizaban a través de la cortina roja y lo apartaban de sus sueños.

Se sentó, todavía muy dormido. Tenía la boca seca. Ya hacía calor. La humedad cubrió su piel como una fina capa transparente. Le colgaban mechones de pelo sobre la cara. Se deshizo las tres coletas que le sujetaban el cabello por detrás y se las hizo de nuevo, más tirantes.

Arane yacía dormida en el colchón, las rodillas dobladas y el rostro cubierto por los rizos. Parecía más baja de lo que era, y sobre todo, de menor edad. Se la podría haber tomado por un chico a causa de su pelo corto, si no hubiera sido porque llevaba falda.

—Arane. Despierta —Scapa le dio un ligero empellón con la empuñadura de su daga.

La chica remoloneó y escondió la cara bajo la manta enrollada.

—¡Despierta! ¿Cómo puedes dormir con el calor que hace? —Scapa sonrió.

Durante un breve espacio de tiempo no se oyó nada bajo la manta. Por fin, y en voz muy baja, Arane formuló una pregunta:

—¿Vas tú a buscar agua?…

—Eres una perezosa, ¿lo sabes? —replicó él mientras se ponía la camisa y se abrochaba el cinturón. Después, se sujetó la daga. A continuación, agarró el cubo de metal abollado que había en un rincón de la habitación y desapareció tras la cortina.

No había mucho hasta la fuente más cercana. Scapa corrió por las calles, torció dos o tres veces y alcanzó por fin la cola que se había formado frente a la fuente.

Por muy ducho que fuera en las artes del pillaje, por muy versado que estuviera en los trucos del hurto y la rapiña, no soportaba que alguien pretendiera colarse. Así que se dispuso a aguardar con paciencia.

Un día similar a aquél había comenzado la vida de Scapa el ratero. El sol refulgía abrasador sobre los techos altos de las casas, pero allí abajo, en los rincones más recónditos de la ciudad, apenas penetraba un rayo despistado. El aire era pesado, costaba respirar.

Un niño corría por las callejas del barrio. No llevaba zapatos y tenía los pies mugrientos a causa de los guijarros y el polvo de la calzada. La mañana de aquel caluroso día de verano, en el que incluso las moscas zumbaban atontadas en las paredes de las casas, había muerto su madre.

Llevaba corriendo varias horas, siempre adelante, para huir del viciado ambiente del cuartucho en el que yacía el cadáver de la mujer. Seguramente se la había llevado la mala comida, el agua putrefacta, tal vez una epidemia. Scapa no lo sentía. El dolor, lo sabía, era un lujo de los ricos. Además, su madre le pegaba a menudo. No, no estaba triste, y sin embargo… se sentía solo, de pronto estaba perdido y descalzo en medio del mundo. Era una sensación angustiosa.

Llegó a un mercado. Riadas de humanos y elfos pasaban por delante de él, las miradas lo rozaban sin que nadie lo advirtiera. Durante un rato contempló el ir y venir de las gentes. Tenía asumido que no poseía ni dinero ni trabajo y, por tanto, sólo le quedaba mendigar. O podía correr el riesgo y hacer lo que hacían los demás que estaban en su lugar: podía robar.

Se aproximó despacio a un puesto. Telas, cinturones, vestidos y zapatos se agolpaban sobre las mesas y colgaban de los toldos multicolores. Despacio, muy despacio llegó al puesto, como un perro se acercaría al hueso que le tendiera un extraño.

El mercader parloteaba tan excitado con un cliente que unas perladas gotas de sudor brillaban en su frente. Ni siquiera veía a Scapa. Iba a ser muy sencillo. Sólo un tirón. Un pequeño tirón y a correr.

Scapa se detuvo temblando al borde del puesto. Por un momento creyó que iba a quedarse paralizado del susto; cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro. ¿Se arriesgaba?

Echó un vistazo disimulado en todas direcciones. Nadie le miraba. ¿O sí? Observó al mercader de nuevo. ¿Cuánto tardaría en descubrir que Scapa le había robado? ¿Saldría tras él?

De pronto, el mercader se giró hacia el chico. Por espacio de un segundo ambos se miraron a los ojos. El rubor enrojeció las mejillas de Scapa. Le dio la impresión de que tenía en la frente escritas sus intenciones. Sin pensarlo más, agarró un par de botas de la mesa y salió huyendo.

—¡Eh! ¡Al ladrón! ¡Al ladrón…! —los airados gritos del mercader se perdieron tras él. Mientras se escabullía entre la espesa multitud, alargó la mano y robó una daga, sólo por seguridad, no fuera a ser que alguien le siguiera. Jamás había tenido un arma en sus manos. La sostenía con tanta familiaridad como si se tratase de una cuchara, eso estaba claro. Y fue una suerte que no tuviera que usarla aquel día.

Un rato después, se paró jadeando y se metió en un viejo tonel que estaba al borde de la calle. Le rodeaban los habituales ruidos de la ciudad. Cuando se puso los zapatos —que le iban muy grandes y sólo le estuvieron a medida cuando ya tenían muchos agujeros—, se convirtió en uno de los innumerables rateros que malvivían en las calles de Kaldera.


*    *    * 


—Tened la bondad, honorable señora. Servios cuanto queráis —Scapa le alargó el cubo de agua a Arane con un gesto de cortesía.

Ella se sentó sonriendo; le gustaba que Scapa la tratara así. Bebió un buen trago porque el calor le había dado sed. Luego dejó el cubo, cogió agua con la palma de su mano y se lavó la cara. Ya parecía más despierta, se levantó y se apartó los mechones húmedos de la frente.

—Y ahora vamos a visitar a Afarell —dijo.

—El manojo de llaves —recordó él.

La chica señaló su cinturón, por el que se había pasado una bolsa de lino, y confirmó:

—Ya lo tengo aquí dentro.

Juntos abandonaron la casucha. En realidad, no era una casa de verdad. Los pisos superiores se habían venido abajo durante uno de los incendios tan habituales en Kaldera. Nadie se había dado cuenta de que un cuarto de la planta baja había quedado intacto, y Arane y Scapa se habían mudado allí antes de que otro descubriera sus ventajas como dormitorio. Con el paso del tiempo las casas vecinas se habían ido poblando de nuevo y sobre el edificio incendiado habían construido una azotea en la que mendigos y niños de la calle pernoctaban las noches de verano.

Scapa y Arane recorrieron las estrechas callejuelas y llegaron a una vía empedrada. Un tiro con un buey vino a su encuentro y tuvieron que apartarse a un lado. El dueño del carro era sin ningún género de dudas un recién llegado a la ciudad. Con cuatro ruedas y un buey era complicado abrirse camino en Kaldera. Cuando el carro pasó bamboleante por su lado, el chico echó una mirada por debajo de la lona: fruta de todo tipo ordenada cuidadosamente en cestas de mimbre. Una vez que la lona se cerró de nuevo y el carro se alejó de allí, Scapa le entregó un melocotón a Arane y luego mordió con deleite el que mantenía en su mano.

Mientras desayunaban, continuaron la marcha. Un gato gris saltó hacia ellos y rozó ronroneante las piernas de Arane. En la penumbra de una casa, dos chuchos buscaban alimento entre las basuras. Unos pasos más allá, un elfo de los pantanos ataviado con ropas de muchos colores vendía cachorros. En la siguiente esquina, sentados alrededor de un tonel de madera, humanos y elfos de los pantanos jugaban a las cartas.

Scapa y Arane saltaron por encima de charcos azules y verdes cuando cruzaron bajo las cuerdas para tender la ropa de los tintoreros. En la estrecha calle se escurrían sobre ellos sábanas violetas y camisas de varios colores, y tuvieron que andarse con ojo para no volcar ningún recipiente de colorante. Unos niños aparecieron de improviso y se pusieron a recoger con sus cubos el agua de los charcos. A aquellos que recogían los restos de tinte de las calles, también para teñir ropa (de mucha peor calidad, por supuesto, y a un precio mucho más bajo), todos allí los apodaban «escurrecharcos». Como pasaban mucho tiempo bajo las telas teñidas, tenían numerosos goterones en el rostro y el cabello, y recordaban a los integrantes de la raza élfica de los pantanos, que se pintaban con fango. Muchos eran de la misma estirpe, incluso. Uno de ellos apretó los dientes y refunfuñó cuando Scapa y Arane pasaron por allí: aquél era su territorio. Ambos se dieron prisa en superar los últimos charcos. Una gota cayó sobre la chica y pintó una lágrima violeta en su mejilla.

Detrás del barrio de los tintoreros, se abría una ancha escalera que se hundía en las profundidades de la ciudad. Había muchas escaleras como ésa, y por un buen motivo: eran más cómodas de franquear que las calles, algunas tan empinadas que muchos las tomaban por impracticables. Los altos peldaños de piedra por los que Scapa y Arane bajaban estaban desgastados por las pisadas y en parte desmoronados. A derecha e izquierda se erguían las casas y hasta torres, tan pequeñas y ladeadas que debían estar inhabitadas con toda seguridad. Balcones y terrazas se inclinaban sobre las escaleras, algunos estaban tan torcidos que amenazaban con venirse abajo en cualquier momento. En realidad, era muy usual que ocurrieran esos derrumbes que cerraban el paso en muchas ocasiones, hasta que llegaba la gente, se agenciaba unos cuantos ladrillos y tablones de madera para su uso particular, y el camino volvía a estar transitable.

Al final de la escalera, Scapa y Arane torcieron por una esquina y se encontraron de pronto con la luz dorada del sol. Así sucedía a menudo en Kaldera: en muchos lugares la oscuridad se mantenía a lo largo de todo el día, y de golpe uno se topaba con un solo rayo que había penetrado por equivocación hasta los últimos confines del barrio bajo. Ante ellos se abría un mercado. Para paliar la luz del sol, habían extendido unos toldos de color claro que colgaban de buhardilla a buhardilla, y el aire vibraba a causa de los abanicos de papel que la gente agitaba sobre sus rostros sudorosos.

Scapa y Arane se introdujeron entre la muchedumbre. El fuerte aroma de las hierbas medicinales y las especias expuestas se adueñó de su olfato: Scapa logró distinguir entre todos el olor del cilantro, el jazmín y el hinojo. Unos pasos más allá el pescado en salazón atenuó el aroma de las hierbas. Un comerciante pregonaba el frescor de sus anguilas. Scapa pisó algo resbaladizo y miró hacia abajo: tripas de pescado. Arrugando la nariz, frotó el zapato contra el suelo y luego se dejó llevar por el vaivén de la marea humana.

En el mercado podía encontrarse casi de todo. Mientras Scapa y Arane se sumergían entre los demás paseantes, iban observando los puestos a su paso. Ropa y zapatos, fruta, cereales, panes recién horneados, pescado y hasta pollos… Pero lo mejor de todo eran los olores. Ambos inspiraban con fuerza: frutas, bollería, hierbas, y en muchos puestos, alimentos que venían de muy lejos y cuyos nombres ni Scapa ni Arane conocían.

Pronto se aproximaron a un nuevo mercado, que se abría junto al otro, pero que no tenía nada que ver con él. Pertenecía a los elfos de los pantanos. 

Los comerciantes no eran ni tan vocingleros ni tan inquietos como sus colegas humanos. Los elfos se sentaban indolentes ante sus puestos, fumaban sus largas y extrañas pipas y observaban a la gente que pasaba junto a ellos como si lo hicieran desde muy lejos.

Súbitamente, también la multitud se había transformado: ya no les rodeaba aquella ruidosa humanidad, sino casi en exclusiva un montón de elfos de tez gris. El ambiente se había llenado con su idioma rápido y suave. Un músico entonaba una melancólica canción y algunos de los que pasaban junto a él canturreaban la melodía. Era evidente que se trataba de una tonada élfica muy conocida.

También los olores habían disminuido, pues la mayoría de los mercaderes comerciaban con joyas, imitaciones de broches de oro y hebillas de plata, pipas de cazoleta pequeña y lámparas de aceite pintadas. Una joven elfa vendía pulseras y adornos para los tobillos fabricados con bolas de madera, tan bonitos como sólo saben hacerlo los elfos. A pesar de ello, a ningún humano se le ocurriría ponérselos. Era tan impensable como que un chico se pusiera ropa de mujer. Porque, aunque ambas razas convivían en aquellas sinuosas callejas, vivían en mundos diferentes.

Algo más allá, al desembocar el mercado en una plaza abierta, los rodeó un grupo de actores y acróbatas. Niños elfos se doblaban en arriesgadas contorsiones, trepaban unos encima de otros y formaban pirámides de piernas y brazos. Flautistas ataviados con ropaje de colores y con campanillas en los pies bailaban sus propias melodías y dos malabaristas con los rostros grises pintados de blanco daban saltos y volteretas mientras unas pelotitas flotaban por encima de sus manos como si estuvieran encantadas.

Scapa y Arane siguieron su camino sin impresionarse lo más mínimo. Sólo en una ocasión el chico no pudo evitar una ligera sonrisa, cuando una bailarina con un cinturón lleno de cascabeles le regaló una amapola. Una vez que los espectadores se quedaron aplaudiendo a sus espaldas, la flor fue a parar, como si se tratara de una pulsera, a la muñeca de Arane.

Una escalera lateral comunicaba la plaza con una calle inferior, rodeada de altos edificios estucados. Resultaba difícil hallar casas así en lo más profundo de Kaldera. Eran el hogar de gente rica que, a pesar de su posición, quería mantenerse en el anonimato: los famosos peristas.

Scapa y Arane se detuvieron ante una de aquellas casas, en cuyo escudo de latón, ricamente decorado, estaba escrito:

AFARELL. TRUEQUE Y COMERCIO.