La zorrera

E

n los cinco días siguientes, Scapa, Arane y sus aliados lograron varias docenas más de adeptos a la causa. Recorrían las calles en grupos, se quedaban parados delante de cada niño o niña y le preguntaban: «¿Torron te exige un impuesto de protección?». Y a todo aquel que asentía, le informaban: «Ahora podrás luchar por tu libertad. Te pagaremos todo lo que has tenido que entregarle a Torron. Si tienes valor».

Llegaron a reunir a más de setenta niños de la calle. En todos los rincones de Kaldera corrían los rumores sobre la guerra de bandas que se fraguaba como una tormenta. Había murmuraciones sobre traidores que corrían a contárselo a Torron, amenazas de que los hombres de Torron matarían a todos los niños que se interpusieran en su camino. Pero todo aquello no pudo parar lo que Scapa y Arane habían comenzado. Se estaban preparando, implacables y firmemente decididos, como innumerables chicos y chicas más.

El último día antes del ataque, el cielo amaneció oscuro y pesado sobre Kaldera. La calima veraniega sobrevolaba el barrio bajo, no se movía ni una hoja y la humedad de una tormenta cercana se mezcló con los olores de la ciudad. Por la noche comenzó a lloviznar ligeramente, y pronto llovió a raudales. Se formaron charcos, que se transformaron en rojos riachuelos recorriendo las callejas y llegaron a inundar algunas zonas. Los hombres que encendían las farolas debían dar grandes zancadas para ir de lámpara en lámpara. En algunos barrios el agua estaba tan alta que tuvieron que dejarlas apagadas.

Scapa, que no había dormido esa noche, estaba observando con la cortina roja abierta cómo el agua enfangada superaba el nivel de la puerta e inundaba el suelo de la habitación. Cuando llegó a sus zapatos, no se hizo a un lado.

—¿Cómo que elfos? —susurró una voz tras él.

Sin responder inmediatamente, se soltó sus tres coletas. Se sujetó los mechones delanteros más tirantes, luego se arrodilló y cogió con la mano agua del suelo. Se frotó la suciedad de las mejillas y de la frente y se secó con la manga.

—Todos los brazos son necesarios —contestó al fin.

Arane, que hasta entonces había estado sentada en su silla con las piernas en alto, se levantó y sus pies chapotearon en el agua que seguía adentrándose en la habitación.

—¡Elfos! —pronunció con desprecio yendo hacia Scapa. Lo agarró fuertemente por el brazo—. ¡Has permitido que chicos elfos peleen junto a nosotros! Si no nos traicionan ahora mismo, ¡al final conviviremos juntos en La Zorrera!

Arane tenía aspecto de sentirse consternada, pero Scapa ni siquiera la miró. Sus ojos contemplaban la oscuridad. De vez en cuando la lluvia relucía bajo el reflejo de la luna, se abría camino por la noche en hilos plateados. Era tan hermoso que Scapa casi se emocionó.

—Al final serán los elfos los que se queden con el poder en La Zorrera y entonces ¡Kaldera pertenecerá a esos malditos comefangos!

Scapa se dio la vuelta.

—¿Tan poca confianza tienes en nosotros dos que crees que no vamos a ser capaces de conservar La Zorrera?

El hecho de que Scapa le contestara con total serenidad y sin la vehemencia que ella había imbuido a sus palabras la puso todavía más rabiosa. Le temblaron las aletas de la nariz.

—Pero ¡no es asunto de los elfos! Es nuestra guerra.

—Y la quieres ganar, ¿o me equivoco? —Scapa la miró de arriba abajo—. Para eso vendrá bien que nos ayude alguien más. Elfos, humanos… qué más da lo que sean. Lo fundamental es que al final logremos lo que queremos.

Arane respiró despacio. El enojo se fue retirando de su cara y tan sólo le restó un ligero mohín de disgusto en la boca. Scapa observó el cambio de sus sentimientos con paciencia. A veces le daba la impresión de que ella podía gobernar sus emociones, cosa que estaba ocurriendo ahora mismo. Como si todo lo que mostrara de sí misma sirviera exclusivamente a una determinada estrategia.

De pronto sintió que un nudo le subía por la garganta y tuvo que tragar con esfuerzo.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó en voz baja. El tono de su voz se había hecho frágil.

Arane le devolvió la mirada.

—¿ qué quieres que haga? —susurró la chica.

—Yo no quiero que luches —Scapa carraspeó y añadió—: las cosas se pueden poner muy feas.

—Lo sé —dijo Arane sin pestañear—. Creo que debería pelear con vosotros. Tú mismo lo has dicho: todos los brazos son necesarios.

¿Por qué le echaba en cara sus propias palabras? ¿Así le agradecía su preocupación? A veces odiaba la seguridad con la que hablaba.

—Jamás has tenido una espada en tus manos —comentó con sequedad.

—Tú tampoco.

—Pero yo tengo experiencia en el manejo de la daga. No es tan diferente hacerlo con una espada, una lanza o un… garrote —se miró los pies. De pronto le inundó un miedo cerval. ¿Qué sucedería si él, si Arane realmente morían esa noche? Por un momento deseó no haberse enfrentado a Torron. Deseó que Arane nunca hubiera dicho lo que todos sabían en Kaldera: que Torron los extorsionaba. Y que había que levantarse contra él—. Podrías encargarte de la vigilancia cuando vayamos a La Zorrera —propuso Scapa—. Sí, eso será lo mejor, ¡haz la guardia!

Arane lo contempló durante mucho tiempo. Era como si las lágrimas brillaran en sus ojos. Tal vez, lágrimas de temor; pero, sobre todo, lágrimas de orgullo. La chica asintió despacio.

—De acuerdo. Sí, está bien.


* * *


Una marea humana bajaba por las calles. A izquierda y derecha de Scapa se iban añadiendo nuevos grupos. Pinturas de ceniza y fango ocultaban sus rostros temerosos, transformándolos en máscaras de muerte. Más y más figuras salían de la oscuridad, sigilosas, agazapadas, y se unían al ejército. De cada calleja, de cada rincón de la ciudad se deslizaban nuevas sombras formando filas a la espalda de Scapa. De Scapa y Arane.

Ella se volvió hacia los chicos y chicas que los seguían a través de la lluvia nocturna, obstinados y al mismo tiempo sumisos, lo que hizo saltar su corazón de alegría. Echó un vistazo a Scapa. La ropa mojada se le pegaba al cuerpo, llevaba los hombros rectos y la cabeza inclinada. Por espacio de breves segundos la luz de una farola se derramó plateada sobre él, luego el chico se sumergió en la oscuridad de nuevo. Arane cogió su mano y la apretó con fuerza. Él le devolvió su misma mirada ardiente. «Pelea», dijeron los ojos de ella. «Pelea por los dos y con la fuerza de ambos».

Muchachos y muchachas caminaban deprisa, sus pies batían el agua de los charcos. ¿Cuántos eran? ¿Cuántos quedarían al final de esa misma noche?

El retumbar de un trueno rompió la oscuridad y se quedó allí encerrado, en lo más profundo de la ciudad, como un eco siniestro.

Scapa se detuvo.

Drummmmm…

A sus pies se hallaba La Zorrera, como un monstruo en una tumba. De forma intermitente, unos focos se proyectaban en su dirección, espiaban desde las ruinas como ojos vigilantes y recordaban a todos que el monstruo de piedras y cascotes todavía no estaba muerto del todo.

Antiguamente La Zorrera había sido un palacio con innumerables estancias y largos corredores, con torreones, azoteas y balcones. Un rico criminal lo había mandado construir siglos atrás. Una riada, tal vez un incendio —algunos rumoreaban que una guerra de bandas— había arruinado el imponente edificio. Era la ruina más grande que existía en Kaldera.

Nadie había intentado volver a ponerla en pie, o levantar nuevas casas sobre ella, ya que toda la zona estaba tomada por ladrones y delincuentes. Permanecían allí incluso tras el derrumbe de las casas, como las ratas, y se ocultaban en las ruinas más profundas, que les ofrecían más seguridad que cualquier otro cuarto. Tiempo después, Torron y los suyos ocuparon el palacio derruido y le pusieron el nombre de La Zorrera.

El trueno hizo temblar la tierra. Las gotas de lluvia rebotaban cada vez más deprisa, más alto sobre los charcos. Esa noche Kaldera era un pozo negro, pegado a la tierra, en el que se almacenaba el agua de lluvia como en la pleamar.

—Adelante —susurró Scapa. Lo repitió en voz alta—: ¡Adelante! ¡A trabajar!

Algunos habían llevado consigo un pico o una pala. Chicos y chicas levantaron una alcantarilla para que la lluvia pudiera penetrar en la canalización. Luego encendieron sus faroles y se deslizaron uno después de otro por el mojado conducto.

El agua espumosa alcanzó a Scapa y subió hasta sus caderas. Sintió que la corriente helada se lo llevaba, casi se le doblaron las rodillas. Arane saltó a su lado. Llevaba un farol en la mano, pero la luz no desveló el mínimo movimiento en su rostro.

Durante un rato, muchachos y muchachas vadearon los canales. El agua nauseabunda les salpicaba las piernas. Las piedras que tenían sobre ellos goteaban constantemente y en algunos lugares la lluvia caía a chorro formando cortinas de agua a través de los túneles.

Drummmmm.

El trueno provocó una vibración profunda, densa, por los canales y todas las piedras parecieron lamentarse.

Scapa no tenía ni la más remota idea de cuánto tiempo llevaban recorriendo el agua salobre cuando vio algo a su derecha: una ramificación, medio metro por encima del agua, que conducía en la dirección en la que sospechaba que estaba La Zorrera. Pero una reja cerraba el camino.

Fue fácil romper la cerradura oxidada con su pico. Toda la puerta cayó de sus goznes y se hundió en el agua. Scapa se izó sobre las piedras y penetró el primero por el seco corredor. Luego ayudó a Arane y a los demás.

El túnel era tan estrecho que no cabían dos personas juntas, pero la parte superior estaba lo bastante alta para poder ir erguidos. En el suelo se divisaban montones de basura putrefacta. Riadas de ratas venían hacia ellos, pero cuando veían el reflejo de los faroles salían huyendo.

Al final del canal se toparon con un trozo de pared que les cerraba el camino. Con los picos y palas pudieron derribar las piedras con tanta facilidad como el esqueleto de un animal corrompido. Un rato después, habían hecho un agujero lo suficientemente ancho para que pasara una persona delgada. Todos se quedaron callados.

Scapa le cogió el farol a Arane. Nadie se extrañó cuando penetró por el agujero. Sólo se oía el rumor de la lluvia.

Por fin, Scapa apareció de nuevo. Dio un paso atrás y dijo en voz muy baja, de tal modo que sólo los compañeros más cercanos pudieron oírle:

—El camino está libre. ¡Apagad vuestros faroles!

Dejó sitio para que pudieran introducirse por el agujero uno tras otro. Ellos apoyaron sus herramientas en la pared y apagaron las luces, obedientes. Arane iluminaba con su farol, que era el único que quedaba encendido, el camino a través del hueco.

Pronto estuvieron casi todos al otro lado. Scapa se dio la vuelta hacia Arane. Vio que la chica estaba temblando. Iluminada por el farol, su cara tenía el brillo de la cera.

—A la hora de huir —dijo él—, serás tú la que tenga que sacarnos de este sitio. Espera aquí y… espera aquí —ella le abrazó con fuerza. Scapa se pegó a su cuerpo como si fuera la última vez; ocultó su cara en sus cabellos mojados y percibió que Arane, igual que él, tenía miedo. Su corazón palpitaba a un ritmo frenético—. Cuando todo haya ido bien, vendré a buscarte —añadió.

Ella apenas asintió. El último niño pasó por detrás de ellos y se escurrió por la hendidura. Arane se inclinó hacia él. Temblando, abrió la boca, pero no consiguió articular palabra. Entonces, cerró su mano en torno a su cuello y le besó. Él sintió sus fríos labios sobre los suyos, como un soplo.

Después, también él desapareció detrás de la pared derruida y Arane se quedó sola a la luz de su farola. La tormenta retumbaba sobre ella.