El hijo perdido

En lo más profundo de los Bosques Oscuros los abedules y las hayas se erigían hacia el cielo de tal modo que sus copas parecían arañar las nubes. Se contaba la historia de un chico, de nombre Ijumalah, que antiguamente había encontrado uno de los árboles más altos de los Bosques Oscuros. Era un roble de tronco retorcido, que con los años había adoptado una curiosísima forma: se podía subir por sus intrincados recovecos como por una escalera.

Ijumalah, cuyo querido hermano acababa de perderse en el reino de los muertos, deseaba trepar por el árbol. Imaginaba que, desde arriba, podría contemplar todo el mundo, hasta la lejana Agua Grande, el mar, y también hacia bien abajo, hasta el reino de los muertos que se extendía bajo la penumbra de los bosques. Durante siete días y sus correspondientes siete noches, Ijumalah subió por el roble hasta alcanzar la copa. Allí la nieve cubría el follaje. El chico levantó la cabeza y, en efecto: divisó el mundo entero; vio los infinitos desiertos de arena del Oeste y los mares espumosos del Este. Descubrió las Tierras de Aluvión más allá de los Bosques Oscuros y pudo otear por encima de las montañas los confines de todos los territorios. Vio todas las almas que había en el mundo, cada planta, cada árbol y cada animal. Pero el reino de los muertos permaneció oculto a sus ojos.

En medio de su dolor, se le aparecieron los espíritus de los árboles que anidaban entre las ramas del roble. Le preguntaron qué era aquello que buscaba y no podía divisar desde allí. E Ijumalah les respondió que ansiaba ver a su amado hermano. Los espíritus susurraron durante un rato en el viento, antes de responderle que tenía razón: no encontraría a su hermano muerto en ningún rincón del mundo. Para hallarlo, Ijumalah debía mirar a su propio corazón y, si tenía suerte, éste sería tan grande como lo era el mundo contemplado desde el árbol más alto.

Pero el chico no se dio por satisfecho. A pesar de que tenía un corazón tan grande como el mundo que le rodeaba, éste estaba repleto de dolor y en él ya hacía mucho tiempo que había perdido a su hermano, a sí mismo, y sí, a todos a los que amaba. Ijumalah quería ver a su hermano redivivo ante él, aunque para ello tuviera que adentrarse en el mismo reino de los muertos. Los espíritus de los árboles le contestaron que, para ello, sólo había un camino. El reino de los muertos, murmuraron, no se encontraba lejos, sino justo debajo de él. Con que saltara, era suficiente. Y el chico saltó… Saltó directamente al reino de los muertos, donde por fin reencontró a su hermano fallecido.

Aryjén había tenido que contar aquella leyenda en numerosas ocasiones desde que su segundo hijo la escuchara por primera vez. De pequeño, a Kaveh le apasionaban las historias y las escuchaba con los ojos brillantes hasta que la voz del narrador lo transportaba tan alto, hasta las nubes, como el viejo roble había hecho con Ijumalah. Ningún otro niño, tampoco Kejael, el primogénito de Aryjén, era tan aficionado a las leyendas épicas y a los cuentos. «Si todo hubiera acabado ahí», pensó Aryjén sintiendo un pinchazo en el pecho. Y tuvo que recordar el día en el que Kaveh había decidido vivir sus propias experiencias. También él había salido en busca del árbol más alto de los Bosques Oscuros. Y aquella búsqueda le había supuesto una caída de dos metros y un brazo dislocado, y a su madre casi un ataque al corazón. «Por todos los espíritus sagrados», le había reñido Aryjén, «¿a qué muerto tenías que visitar tú en el reino de los muertos?».

«A nadie», había respondido él. «Sólo quería ver el mundo entero».

En aquella época tenía siete años. Y ahora, que ya había sobrevivido a sus propias temeridades hasta hacerse casi un hombre, había salido una segunda vez a explorar el mundo. Y en este caso no lo pagaría únicamente con un brazo dislocado.

Aquel pensamiento hizo que la reina de los elfos libres palpara la mano de su marido.

—¿Cuándo vendrá? —murmuró Aryjén y escudriñó el bosque intentando sacudirse la preocupación de encima.

El rey Lorgios suspiró despacio y le apretó la mano, como hacía siempre que trataba de contagiarle un sentimiento de tranquilidad, aunque él fuera incapaz de dormir por las noches, cosa que su mujer sabía perfectamente.

De pronto sus dedos se tensaron.

—Allí está —murmuró poniéndose derecho. También Aryjén adoptó de nuevo el porte de una reina cuando una figura encorvada se asomó entre el verdor del bosque.

La anciana caminaba muy deprisa, a pesar de que se apoyara en un bastón. No había que olvidar que era una humana y, por tanto, para los elfos tenía la misma elegancia de un cuervo cojo. En realidad, también tenía la apariencia de un cuervo.

Aryjén inclinó la cabeza apenas perceptiblemente cuando la adivina llegó a su presencia, mientras el rey Lorgios cruzaba las manos y las levantaba hacia la frente en señal de respetuoso saludo. Él tenía gran consideración por la vidente de los pueblos hykados. Aryjén, en cambio, contemplaba con aire mayestático a aquella anciana de rostro tan arrugado como la corteza de un árbol y de cuya calva tatuada de azul nacía un único mechón de pelo blanco.

—Se te saluda, Celdwyn, vidente del pueblo hykado de Lhorga —dijo el rey Lorgios.

La anciana sonrió ensimismada y se impulsó con su bastón.

—Se te saluda, Lorgios, rey de los elfos libres. Reina Aryjén —Celdwyn bajó la vista y, un momento más tarde, la posó de nuevo sobre Aryjén.

El cabello oscuro de Aryjén, anudado en una artística trenza, rodeaba su frente como una diadema. El rostro de la reina ya no era el de la muchacha que Celdwyn todavía recordaba tan bien. Algunas arrugas bordeaban sus profundos ojos claros, pero la reina de los elfos libres conservaba su hermosura. Con los años se había acentuado incluso la finura de sus facciones.

También el rey Lorgios se había hecho mayor. Lo evidenciaban sus ojeras. Pero por lo demás conservaba aquel aspecto lozano que siempre le había hecho parecer más joven que Aryjén. Celdwyn sonrió. Kaveh era como su duplicado, mientras que Kejael, el mayor, había heredado la elegancia de su madre.

—¿Vamos abajo? —preguntó el rey Lorgios haciéndose a un lado. Ante ellos había una suave cuesta que conducía a un claro, cercado por altas y finas hayas. Celdwyn echó una mirada curiosa y observó cómo, a partir de un gesto de la mano del rey, entre las luces y las sombras del bosque se hacía visible un pueblo.

La vidente siguió a la pareja real hacia el pueblo élfico. Los niños corrieron hacia ellos y observaron con timidez y chupándose el pelo cómo los tres caminaban por la aldea. Cabañas redondas como sombreros de hongo estaban diseminadas aquí y allá, pero el verdadero pueblo élfico se extendía sobre las copas de los árboles.

Las hayas crecían según la voluntad —o, mejor dicho, la magia— de los elfos. Por eso, a Celdwyn no le sorprendió que Lorgios y Aryjén se dirigieran hacia un árbol, cuyo tronco era tan ancho que tres hombres no habrían podido rodearlo y se enroscaba en espiral hacia arriba. La hiedra silvestre tapaba la madera y una alfombra de musgo se extendía sobre la desigual corteza del árbol cubriendo aquella especie de escalera.

El árbol se había ensanchado formando una plataforma recubierta por un tupido techo de hojas. Distintos niveles de ramas en constante movimiento llevaban hasta la copa, donde se divisaban diferentes dependencias, protegidas por techos y paredes de musgo, ramas y follaje. Decían que en las casas de los elfos no podía entrar ni una sola gota de lluvia. Y Celdwyn lo creyó.

Cuando llegaron al cuarto de estar del rey, el característico aroma élfico se apoderó de ella, de tal manera que se quedó un momento quieta, cerró los ojos y aspiró con profundidad. El olor flotaba en el ambiente como lo hace el perfume de la lluvia o el de un cálido día de verano; pero se descomponía en cuanto uno trataba de olerlo, como sucede con un recuerdo lejano que se siente pero es inútil intentar agarrar. Celdwyn había pensado más de una vez que aquel aroma no provenía de los sahumerios, sino que realmente se debía a la magia del propio bosque. Pues ¿no era allí todo una ilusión…? O, mejor aún, ¿algo que en efecto estaba, pero que no podía tomarse como real?

—Siéntate —pidió Lorgios a la adivina.

Con un gesto de agradecimiento, Celdwyn se sentó en las pieles extendidas sobre la madera lisa. Había sillas y divanes, tapizados con telas y cuero, pero siguiendo una vieja tradición élfica los invitados y anfitriones se repartían el suelo como un símbolo de que la tierra sobre la que se estaba a todos pertenecía.

Lorgios y Aryjén tomaron asiento frente a Celdwyn. La vista de tan singular ambiente y el comportamiento de la pareja real confirmaron a la adivina lo influyentes que eran los elfos. Su cultura, aunque se ocultara tras innumerables misterios y sortilegios mágicos, había llegado a la cima. Desde hacía ya tiempo, temía la anciana…, pues como en todos los reinos del mundo esa cima un día se vendría abajo. Tal vez, muy pronto, si no se hacía algo para evitarlo.

—Os agradezco vuestro recibimiento —comenzó Celdwyn—. Imagino que conocéis el motivo de mi visita.

Lorgios asintió con seriedad. La luz que penetraba por las cortinas de follaje cubría su rostro de oro y le hacía parecer todavía más joven.

—Las voces del bosque no nos ocultan nada.

También Celdwyn asintió.

—¿Quién iba a pensar que un chica de los hykados encontraría el cuchillo mágico? ¿Que la vieja magia de la piedra elegiría a una humana? A pesar de que… por ella corre sangre de los dos pueblos…

—Eso hemos oído —respondió Aryjén—. Desgraciadamente no sé quién era su madre. Con toda probabilidad no pertenecía a nuestro pueblo.

Celdwyn hizo un gesto de comprensión.

—Me he ocupado de que fuera ella también la que se marchara con el cuchillo. No podía caer en manos equivocadas.

—Nos preocupa el asunto —murmuró Lorgios—. ¿Estás segura de que esa niña… tomará el camino adecuado?

—Seguro —Celdwyn sonrió y por unos segundos mostró sus dientes manchados—. Cumplirá su tarea y hará lo que le dicte su conciencia, estoy segura. Además, hay algo que ha llegado a mis oídos: que vuestro hijo ha ido en su busca. Si la encuentra, estoy convencida de que la ayudará a decidir adecuadamente.

Celdwyn reparó en que las caras de los elfos se pusieron más tensas.

—Se escapó en secreto —gruñó Lorgios—. ¡Y con él esos dos salvajes, esos bribones de gemelos que a lo largo de los años han comido más que todo el resto de los niños del pueblo juntos! Y Erijel… El hijo de mi hermana no deja a Kaveh solo en ninguna de sus aventuras. De esa manera, Kaveh no pone exclusivamente su vida en peligro, sino también la de sus caballeros. Su ánimo está libre de miedos, si bien sería mucho más sensato que los tuviera.

Celdwyn seguía sonriendo, aunque su mirada era seria.

—Rogaré a mis dioses y también a los espíritus de los elfos para que guarden a vuestro hijo y a sus caballeros. En todo caso, deseo que Kaveh y sus compañeros acaben con bien… y no den al traste con todo aquello que con tanto esfuerzo hemos planeado.

La expresión del rey se ensombreció considerablemente.

—¡Ese necio de mi hijo! Busca a la Criatura Blanca y está lleno de ideas absurdas. Nunca ha comprendido que saber esperar es una virtud, que se logra mucho más con paciencia que con actos impetuosos.

—¿La Criatura Blanca? —Celdwyn entrecerró los ojos—. ¿Qué es eso?

Aryjén no movió ni un rasgo de su rostro, sin embargo sus facciones parecieron cubrirse de un fino velo de preocupación.

—Hay una profecía de nuestras videntes. Habla de una criatura que, por medio de una artimaña, quitará la corona Elrysjar al rey de Korr, y lo hará sin verter sangre. Por eso es la Criatura Blanca, limpia de pecados. Y me temo que, como toda buena historia, fascinó a mi hijo. A Kaveh se le metió en la cabeza que daría con la Criatura Blanca y la conduciría hasta el rey. Cree que la chica que encontró el cuchillo es la elegida.

—¿Aunque el cuchillo mate al rey y se vierta sangre por tanto?

Lorgios suspiró pasándose la mano por la frente y las trenzas castañas.

—La parte sobre la sangre no vertida seguramente la ha olvidado. No entra en su joven cabeza, llena de héroes y valor alocado —el monarca apretó los labios para no seguir mostrando su rabia.

Celdwyn percibió lo desesperado que se hallaba el rey de los elfos libres. De hecho, los hijos eran el mayor cúmulo de preocupaciones para un padre y una madre, pensó con una mirada de conmiseración. Si aquel príncipe atolondrado regresaba a casa sano y salvo, Lorgios y Aryjén se convertirían en los elfos más felices de la Tierra.