Despedida y marcha
Nill corría por el bosque como una posesa. Con cada latido de su corazón a su alrededor la oscuridad parecía hacerse más honda. El viento aullaba en las copas de los árboles y tiraba pequeñas ramas y hojas marchitas sobre ella. Comenzó a nevar intensamente. Los copos caían desde la bóveda negra mate que había cubierto el cielo y danzaban sobre el bosque. Poco a poco fueron formándose coberturas blancas sobre las raíces y el musgo.
—¡Niyura! —resonaba por el bosque.
Nill se dio la vuelta. Nada. Sólo la luz opaca del atardecer y la nieve cayendo. Cuando se giró de nuevo, Celdwyn no estaba ni a dos metros de ella.
Nill posó ambas manos sobre la empuñadura de la espada.
—¿Qué quieres de mí? —gritó.
La adivina sonrió.
—Has florecido como una pequeña hierba que de pronto estalla en una flor.
Nill examinó a la figura encorvada. ¿En serio creía la anciana que eso era un cumplido?
—¡Estás loca! —resopló Nill—. ¡Déjame en paz de una vez!
Cuando trató de continuar andando, la silueta gris se movió ligera junto a ella.
—Oh, no voy a dejar tranquila a la hermosa planta que durante tanto tiempo he cuidado y regado.
Nill sintió que un escalofrío recorría su espalda. Celdwyn se estaba moviendo, pero Nill no era capaz de reconocer exactamente lo que hacía. Parecía rebuscar algo en sus bolsillos. Se produjo un siseo y de pronto apareció un farol encendido, redondo, amarillo. Nill observó la luz maravillada. ¿De dónde había sacado Celdwyn el fuego para encenderla? Eso si tenía fuego en su interior… Nill apartó la mirada de la bola iluminada y examinó el rostro arrugado de la adivina.
—No estés enfadada conmigo, Niyura, por favor —dijo la mujer en un tono bastante sensato—. Pero tienes que entender que era… necesario.
—¿Qué era necesario? ¿Qué es lo que sabes realmente? ¿Quién eres?
—Soy una confidente del rey Lorgios.
Los ojos de Nill no pudieron agrandarse más. Así que él era quien le había contado todo lo que sabía… Lo de su nuevo nombre, por ejemplo.
—Entonces…, ¿estás de parte de los elfos?
Celdwyn bajó la mirada e hizo un gesto a medias entre asentimiento de cabeza y sacudida de hombros, que igual podía significar «sí» que «da lo mismo».
—¿Y por qué —preguntó Nill dejando atrás la primera posibilidad— no me has ayudado en el pueblo de los hykados? ¡Podrías haber convencido a los humanos! — de nuevo fue presa de la ira.
—No es destino de los humanos participar en esa guerra —dijo Celdwyn escueta.
Nill respiró profundamente y señaló:
—¡La Criatura Blanca es una humana!
Celdwyn contrajo de nuevo la cara en actitud meditabunda, dibujando aquella sonrisa cuyo significado Nill era incapaz de intuir.
—Sí, ahí tienes razón. La reina es una muchacha de sangre humana. Pero, aunque ella empezará esta guerra, se trata sobre todo de una guerra de elfos. Es la guerra para la subsistencia de su raza. Da lo mismo quién combata. ¿Lo entiendes?
Nill asintió lacónica.
—Lo siento, Niyura —murmuró Celdwyn y había franqueza en su voz—. No puedo decirte nada más. Pero no quiero que odies a todos los humanos. Es estúpido aborrecer a toda una raza porque jamás podrás conocer a todos sus integrantes, ¿comprendes? Sólo a algunos humanos específicos.
—¡Y con unos cuantos específicos he tenido más que suficiente! Todos los humanos están envilecidos. Y, aun así, ¿pretendes de verdad que me caigan simpáticos?
Celdwyn la miró penetrantemente y dijo:
—Sí.
Nill levantó el rostro con desdén. Un nombre palpitaba en el interior de su cabeza, una desesperada llamada de atención; todos sus pensamientos regresaron a él. Sí, incluso él — por encima de todos, él— se había portado mal.
—No es cierto que odies a los humanos —susurró Celdwyn—. Te han hecho mucho daño. Y por eso quieres odiarlos. A menudo el odio es un recurso fácil. Pero la realidad es que los humanos han hecho que te sintieras triste e infeliz. ¿O no es así?
Por un momento Nill fue incapaz de decir nada. En su interior se abrió paso la necesidad de llorar, allí mismo y en ese instante, en plena oscuridad. Pero retrocedió un paso.
—Sí —respondió—. Y por eso los odio, son ignorantes y temen todo lo que es distinto y… y…
—¿Estás oyendo lo que dices? —preguntó Celdwyn y su voz de pronto fue cortante. De ella había desaparecido toda ternura—. ¿Estás hablando por ti misma, Niyura, o un espíritu maligno se ha adueñado de ti? —la anciana se aproximó un paso e inclinó la cabeza—. Dices que los odias a todos. ¿Y qué pasa con Grenjo?
El nombre cayó como una piedra sobre el cuerpo de Nill.
Ya había pensado en él. Cientos de veces desde que había regresado a los Bosques Oscuros. Abrió la boca, pero su voz salió ronca:
—¿Cómo le va?
—Grenjo está muerto.
La espada se escurrió de sus dedos y la hoja se clavó en la nieve.
—¿Muerto? —se sorprendió cuando empezó a ver a través de un velo de lágrimas—. Pero…, ¿cómo?
—Fue a cazar al bosque y no volvió. El verano pasado. Tal vez se cayó por un barranco, tal vez se ahogó en el río. Tal vez era su deseo, quién sabe.
Muerto… ¡Grenjo! Y Nill no lo había sabido en todo aquel tiempo. Mientras él moría, ella luchaba en medio del barro sin pensar en nada más que el punzón de piedra y su aventura.
Se limpió con la manga ojos y nariz.
—¿Era… era mi padre? —musitó.
La luz del farol parpadeó sobre su rostro.
—¿La respuesta cambiaría tus sentimientos? —susurró Celdwyn.
—No —la chica se dejó caer de rodillas. Tenía las manos completamente rojas cuando las apoyó en la nieve. No sentía el frío. Los copos se escurrieron por sus mejillas.
La luz se aproximó a ella. Una mano áspera acarició su cabeza, con dulzura.
—No odio a los humanos —aceptó Nill sin abrir los ojos. En su mente vio a Celdwyn ante ella, que asentía comprensiva. Sus labios finos formaban las palabras «Lo sé».
Quizá había pasado mucho tiempo. Quizá Celdwyn seguía arrodillada junto a ella. Nill no quería moverse ni ponerse en pie. Quería permanecer allí, pegada a la tierra. La embargaban mil recuerdos y sensaciones. Recuerdos de Grenjo, de cálidos días de verano cuando era pequeña y todavía no sabía que ella era distinta a los otros humanos. Días en los que corría a través de la hierba crecida y sobre los campos para ir al encuentro de una alta silueta de hombre que salía a grandes zancadas del bosque. Pensó en todos los humanos que había conocido y querido y que no habían correspondido a su cariño. Agwin nunca se había comportado como una madre para ella. Grenjo no le había abierto su corazón. En momentos decisivos Scapa la había dejado abandonada. La habían decepcionado tantas veces. No los odiaba. Quería quererlos. Y quería que ellos la quisieran.
¿Por qué le había dejado Scapa en la estacada?
—¡Niyú…! ¡Niyú! ¡¿Te han abandonado los buenos espíritus?!
Había varias luces ardiendo cuando Nill abrió los ojos. La cara desdibujada de Kaveh apareció sobre ella.
—¿Qué te ha ocurrido? ¡Por todos los espíritus de los árboles! ¿Estuviste con los hykados?
Alguien apretó tanto sus manos que su rostro se contrajo. Sólo entonces se dio cuenta de que el contacto no era fuerte sino cálido.
—¡Estás azul de frío!
Dos brazos rodearon su cuerpo por debajo. Todo comenzó a girar cuando la levantaron en vilo. La voz preocupada de Kaveh la acompañó mientras la llevaban a casa y se deslizaba en el sueño, y se despertó de nuevo junto a la hoguera en la casa-árbol del rey.
* * *
¡Qué silencio había! Únicamente el aullido del viento, que golpeaba la torre sin cesar, penetraba a través de la ventana del salón del trono. Era como si un prolongado lamento reinara en el aire, a veces más alto, otras más bajo, hinchándose y deshinchándose.
Scapa estaba ante la tribuna y lo miraba todo pensativo. Arane no se hallaba allí. Seguía con los preparativos para el ataque y se pasaba casi todas las horas del día encerrada en su despacho con oficiales y tyrmeos y mapas enormes. Mientras estaba solo, tenía mucho tiempo para pensar. Y ahora al mirar hacia la tribuna, recordaba una noche en la que no le había confiado a Arane lo ocurrido. Una noche en la que Nill y Kaveh habían estado frente a la tribuna y, por un instante, él pudo haber tirado su flecha o huir con ellos… Scapa no había oído nada de que los hubiera apresado de nuevo o matado, pero eso no significaba que no lo hubiera hecho. Lo más probable era que Arane se lo ocultase. O simplemente olvidara contárselo, a la vista de los grandes planes que rondaban siempre por su cabeza.
De repente, oyó una especie de pataleos en el suelo. Cuando miró hacia abajo, una rata gris saltó sobre su pie y lo observó con sus ojos redondos como canicas.
—¡Rana!—se inclinó y cogió la rata sobre la palma de su mano y, sin precisar volverse, supo que Fesco estaba a su espalda.
—Hola, Scapa —dijo Fesco. Su voz sonó extrañamente temblorosa. Scapa se volvió.
—¡Fesco! Hacía días que no te veía. Y, ehmmm, ¿cómo te va?
El joven estaba terriblemente pálido. Parecía perderse en aquel elegante traje con cuello duro y corchetes y botones y orlas recamadas, y el cabello rojo liso, peinado hacia atrás, no le sentaba nada bien.
—Oh, me va bien —dijo deprisa mientras su mirada vagaba insegura por el salón. Sus hombros parecieron levantarse un buen palmo cuando el viento ululó una vez más alrededor de la torre—. Las, eh, las criadas se preocupan por todo, muy amable de su parte, sí. Así que… ¡no tengo nada que hacer! —se rió demasiado alto y con estridencia. Rana saltó de las manos de Scapa y trepó al hombro de Fesco.
—Oh, Fesco —murmuró Scapa. No quería decirlo, pero las palabras se escaparon de su boca.
Fesco mantuvo la respiración. Su barbilla se agitó unos segundos, luego respiró hondo y una absoluta desolación se pintó en su cara.
—Scapa, yo, realmente, ¡no soy desagradecido! No, de verdad, ¡por todos los dioses! —pareció que Fesco reunía todo su valor, luego se aproximó a su amigo—. Scapa, yo sé que ya no piensas en ello —susurró—. Pero yo… intentó olvidarlo, sé que debería hacerlo, pero ¿entiendes? ¡Simplemente no puedo! Y Nill… ¡Tengo miedo de que ella también me meta a mí en el calabozo! —sus grandes ojos se llenaron de lágrimas—. ¡Lo sé! —susurró—. Lo sé, me miró de una manera. Ella cree —se acercó todavía más como si alguien pudiera espiarle—, cree que yo le di el punzón de piedra a Nill y a Kaveh, ¡que yo los liberé! —sus propias palabras produjeron escalofríos en Fesco, se rió de forma convulsiva—. Oh, Scapa no le digas ni una palabra de esto, ¡prométeme que no me vas a traicionar! Pero yo, ¡temo por mi vida! ¡Tengo miedo! —agarró los hombros de Scapa—. ¡Tengo miedo!
Scapa estaba aturdido. No se percató de que las lágrimas también habían inundado sus ojos. De pronto, supo lo que tenía que hacer.
Tomó la cara de Fesco entre sus manos y miró por última vez a su amigo a los ojos. Quería grabar sus rasgos en la memoria, para no olvidarlos nunca.
—Vete, Fesco —susurró—. Abandona esta torre antes de que sea tarde para ti. Regresa a Kaldera, como si Arane y yo no existiésemos. Olvida lo que has visto y vivido lo más deprisa posible y ¡no malgastes ni un pensamiento recordando este lugar!
Los dos se abrazaron con fuerza.
—Pero, ¿y tú? Scapa, ¡no voy a dejarte solo aquí!
Los dedos de Scapa pellizcaron las mangas de Fesco.
—¡Sí! Lo harás. Mi sitio está aquí… Pero tu mundo está al otro lado de las ciénagas. Regresa. Y olvídame. Olvídame, ¿me oyes? —le dio a su amigo un beso en la frente, murmuró un ahogado «¡Que te vaya bien!» y lo soltó.
Fesco se quedó unos segundos ante él, con la rata sobre el hombro, sacudiendo la cabeza en silencio. El movimiento se fue haciendo más lento hasta extinguirse. Fesco retrocedió vacilante, se dio la vuelta y salió corriendo. Sus pasos retumbaron bajo las altas bóvedas.
Scapa se quedó en el salón del trono. No se sentía solo. La soledad era una sensación familiar. Simplemente no sentía nada. Estaba vacío, tan vacío como aquella enorme sala.
Vacío como aquella grandiosa torre.
* * *
Las llamas crepitaban suavemente. Nill abrió los ojos confundida. Sombras y luces iban y venían por los rincones de la habitación de madera. La muchacha se fijó en Lorgios que, sentado frente a ella junto al fuego, miraba absorto las llamas. A su lado estaba Aryjén, a todas luces adormilada. Su pelo negro se derramaba por la piel de su capa, brillante como un lago nocturno.
—¿Cuánto tiempo llevo durmiendo? —Nill se incorporó.
—Por lo que yo sé, toda la noche —contestó Lorgios—. Kaveh me ha contado que te encontró ayer por la noche en medio de la nieve. Debías de llevar por lo menos una hora allí.
Nill se frotó el brazo con nerviosismo, sintiéndose agradecida de que el rey no le hiciera preguntas sobre lo ocurrido.
—Estuve con los hykados. No quieren luchar con nosotros.
—Lo sé —respondió Lorgios con calma—. Celdwyn me lo contó. Nos dijo dónde estabas y por eso Kaveh salió a buscarte.
Nill miró al rey con sorpresa.
—¿De qué… ? Quiero decir… ¿Cómo es que tú…?
—¿Celdwyn? Es muy sabia —apareció una sonrisa en su cara—. Es tan sabia como desconcertante. Pero siempre dice la verdad.
Nill enmudeció. Tuvo que pensar de nuevo en Grenjo.
No podía creer que estuviera muerto. Y que no fuera a regresar jamás. Ahora sí que había perdido a todos los humanos y, además, Grenjo se había llevado a la tumba la respuesta sobre su identidad real: ¿se trataba realmente de su padre? Pero tal vez no era tan decisivo que la sangre de Grenjo corriera o no por sus venas… Grenjo había sido el único padre que Nill había tenido. Y sería siempre así.
¿Y su madre?
La muchacha dobló las piernas y se abrazó las rodillas.
—¿Lorgios?
–¿Sí?
—¿Sabes quién era mi madre? —se miró las uñas como por casualidad y paseó la vista por todas partes menos por el rostro del rey.
—No —dijo él con ternura—. Desgraciadamente no lo sé.
Nill cerró las manos en sendos puños y se meció hacia delante y hacia atrás durante unos segundos. Su mirada fue a parar a la cara de Aryjén.
—Pero ¿quieres saber lo que yo sé? —preguntó Lorgios—. Sé que nada puede reemplazar a una familia —se inclinó hacia ella y la abrazó—. Por eso, a partir de ahora debes pertenecer a nuestra familia, Niyú. ¿Quieres? Ay, no sé por qué pregunto… ¡Ya perteneces a ella desde hace mucho!
Ella lo abrazó también, triste y alegre, avergonzada y feliz, y Lorgios la sujetó como un padre hace con su hija, mientras ella lloraba en silencio.
—No es preciso que conozcas quiénes eran tus padres verdaderos… siempre que sepas quién eres tú.
—Tal vez no lo sepa —susurró.
—Claro que lo sabes. Eres Niyura. Eres la voz que oyes susurrar en tu cabeza y en tu corazón —cogió su cara entre las manos y le limpió las lágrimas—. Eres una humana y eres una elfa. Y ahora eres un miembro de mi familia.
Nill sonrió mientras hipaba.
—Gracias —murmuró.
—Ay, no tienes que darme las gracias. Dáselas a Kaveh —una sonrisa se insinuó en su boca—. Creo que estaba al límite de sus fuerzas cuando llegó a casa ayer contigo. Pero no le digas que te lo he dicho.
—¿Duerme todavía?
—Ahí dentro —respondió Lorgios, indicando con la cabeza hacia uno de los huecos que tras varios escalones de raíces conducían a distintas dependencias de la casa-árbol.
—Gracias —murmuró ella nuevamente mientras se limpiaba deprisa los últimos rastros de sus lágrimas. Luego se levantó y fue hacia el hueco de la pared. Con una sensación algo pesarosa subió los escalones y apartó la cortina de sarmientos trenzados a un lado. A la luz de un farol vio a Kaveh tumbado sobre su lecho de pieles. Estaba en posición fetal y dormía.
Nill se agachó a su lado, se abrazó las piernas y apoyó la barbilla en ellas. No pasó mucho tiempo hasta que se despertó el muchacho. Cuando divisó a Nill, se levantó de un salto y se alisó las rastas, sorprendido.
—¡Niyú! ¿Qué haces aquí? Quiero decir, ehmmm, hola…
—Quería darte las gracias —susurró ella—. Y… pedirte perdón. Por todo. Que no pudiera convencer a los hykados y que ayer estuviera allí tirada… como un pez muerto —sonrió, aunque no se sentía para nada feliz.
Kaveh sonrió también, luego alcanzó su camisa y su jubón y se los pasó por la cabeza. Sin esperar a que su cara saliera por el cuello de las prendas, dijo:
—Y… ¿el pez muerto está preparado para entrenar un poco?
Nill sonrió.
—Sí. Lo está.
* * *
Era peor que todo lo que Scapa había visto antes. Desde la terraza de la torre no tenían aspecto de hombres y mujeres vivos… Sólo eran puntos diminutos que se estaban ordenando para formar un dibujo. Desde las profundidades llegó el sonido de los cuernos. Era un único tono que no tenía fin. Desde primera hora de la mañana sonaba sin descanso a través de las ciénagas nebulosas. Aturdido, Scapa se llevó la mano al corazón y eso le hizo recordar el aspecto que tenía.
Llevaba una coraza negra con clavos afilados, un espaldar que recordaba los élitros de un escarabajo, un cinto con una daga larga y guantes de piel que le llegaban casi hasta los codos. Su capa negra ondeaba a su espalda, mecida por el viento frío.
A su lado se hallaba Arane, ataviada con una capa de color rojo fuego que tenía un cuello todavía más alto que el de sus vestidos habituales. Una brillante coraza de oro fino ceñía su pecho. Unas manoplas cubrían sus guantes de piel. Como tenían un largo viaje por delante, su vestido era más corto que de costumbre para que, al caminar, no se viera obligada a recogerse la falda amarilla.
Solemne y decidida como una diosa dispuesta para la batalla, Arane, acodada sobre la balaustrada, contemplaba el hormigueo de abajo. Estaban agrupándose infinitas filas de guerreros grises. Debían de ser más de cincuenta mil. Si hubiera lucido el sol, el reflejo de sus innumerables escudos, espadas, cascos y lanzas les habría cegado a ambos. Pero el cielo tenía el color del acero sucio y el gigantesco ejército desplegado alrededor de la torre le devolvía su imagen como un charco plagado de larvas de mosquitos.
Scapa percibió por el rabillo del ojo que Arane temblaba. Sus facciones estaban tensas. Le iba a preguntar si se encontraba bien cuando ella le miró.
Durante una décima de segundo, Scapa se quedó como petrificado. Un brillo horrible se había instalado en los ojos de la muchacha. Las sombras grises de su cara se transformaron en la más absoluta y profunda negrura. La oscuridad afloró a su blanca piel como la tinta que traspasa un papel fino, y Scapa comprendió que era la corona. La corona vertía su negrura odiosa y grasa sobre el rostro de Arane. Por todo su cuerpo.
—¿Qué te ocurre? —preguntó ella, pero su voz sonó embotada también.
—¿Arane? —musitó Scapa sintiendo que se le iba la cabeza. ¿Se lo estaba imaginando? ¿O realmente veía signos de locura en los ojos de la muchacha?
—¡No me mires así! —gritó ella—. ¡Para de una vez, para! ¡No me mires siempre así, Scapa!
Un espantoso sentimiento de desdicha se adueñó de él. Era él el que tenía que sentirse feliz y no lo era… Él, ¡no Arane! Él había encontrado todo lo que deseaba y, sin embargo, no podía estar contento. Scapa iba a balbucear una disculpa nerviosa cuando Arane se le aproximó unos pasos. Sus manos palpaban la corona de piedra.
—¡La estás mirando! —dijo—. ¡Miras siempre la corona, Scapa!
Sus hermosos ojos se mostraban más sombríos que cualquier noche sin luna que Scapa hubiera visto jamás. Quería decirle que no era cierto, que no había mirado nunca la corona, pero tenía la garganta como atenazada. Y, al instante, aquel brillo horrible se retiró como un velo de la mirada de Arane y ella lo contempló con ternura.
—Vámonos —murmuró desconcertada—. Hay una litera dispuesta para nosotros.