Un nuevo mundo
Scapa encontró a Arane en una amplia terraza, mayor que el cuarto que llevaba a ella. Losas de piedra negra cubrían el suelo y en los pilares de la balaustrada había cabezas de leones, dragones y demonios esculpidos.
Un viento frío soplaba alrededor de la torre. Traía el olor del fuego de las minas, cuyas luces parpadeaban bajo la terraza: era imposible ver a los trabajadores desde allí arriba. Era como contemplar un ancho campo cubierto de hormigueros.
Scapa se colocó a la altura de Arane. La mirada de ella oteaba el cráter gigantesco, allí donde el horizonte desaparecía entre la niebla de los pantanos. Durante un rato permanecieron uno al lado del otro, en silencio, observando el paisaje gris. La eterna bruma de las Tierras de Aluvión parecía envolverlos como una sábana y parapetaba el mundo al otro lado.
—Tienes razón —dijo Scapa despacio—. No sé nada. No sé realmente lo que significa el cuchillo.
Examinó su perfil. El viento jugaba con los cabellos que se habían desprendido de su trenza. El ataque de cólera le había dejado un tono rosado en las mejillas. Pero aquella pavorosa sombra que se había extendido sobre su cara ya había desaparecido hacía rato.
—No entiendo nada de ti —Scapa se puso de cara al viento. Ignoró el olor del fuego y trató de percibir un agradable frescor en el ambiente. Tuvo que emplear todas las dotes de imaginación de las que fue capaz—. Porque no me has contado nada.
Arane posó lentamente la mirada sobre él. Y comenzó a hablar muy serena:
—El cuchillo es la otra parte de la corona. La corona de los elfos libres. Luego ellos la transformaron en el cuchillo que puede matar al portador de Elrysjar…, que me puede matar a mí. Porque está fabricado con la misma piedra mágica que Elrysjar. Pero no quiero poseerlo por el peligro que desprende. Aquí estoy a salvo de cualquier peligro —Arane volvió a mirar en lontananza. El viento jugueteó con los pliegues de su vestido—. En algún momento esas dos partes estuvieron juntas. Formaban una corona que unía en un solo pueblo a todos los elfos, los de los Bosques y los de las Tierras de Aluvión. Y cuando yo tenga el cuchillo y pueda volver a unirlo a Elrysjar, será como antes. Y todos los elfos estarán bajo un solo rey.
—¿También quieres gobernar sobre los elfos libres?
Los ojos de Arane brillaron empañados.
—Quiero gobernar el mundo entero. Elfos, humanos… Que sea reina de los elfos es sólo un medio para lograr un fin.
Scapa se mantuvo un tiempo callado. En algún lugar de la lejanía, tras la niebla, estaban Nill y los elfos. Y el cuchillo mágico.
—Por favor —dijo con tono monocorde—. Por favor, no los mates. Te lo ruego, Arane. Ése es mi único deseo —cuando sintió la mirada de Arane sobre él, hundió la cabeza y apoyó los brazos sobre la barandilla.
—¿Estás pensando en la chica? ¿Quién era? ¿Una amiga íntima? ¿Te… te gustaba?
—No sé quién era. Yo, bueno, no la conocía mucho. Creo que se había enamorado de mí, o algo así —Scapa sintió calor, pero estaba sorprendido de lo fácil que era acallar su conciencia. Muy sencillo.
—Debía de quererte mucho si te siguió hasta aquí. A ti siempre te han querido las personas.
Permanecieron un rato en silencio. Luego, Scapa dijo:
—Cuéntamelo todo. Todo sobre ti y la torre y tu reino. Tus criadas, por ejemplo, no son elfas de los pantanos. ¿Quiénes son?
—Pertenecen a la nobleza. Antes de que apareciera el rey humano de Korr, los elfos de los pantanos y catorce casas reales humanas gobernaban Korr, eso tienes que recordarlo todavía. Antes también había un príncipe en Kaldera. El rey hizo matarlos a todos u ordenó que los hicieran prisioneros. Cuando conseguí la corona, mandé revisar los calabozos. ¡No puedes ni imaginar lo enormes que son! Hay sótanos y sótanos bajo tierra, y todos tienen infinitos laberintos y corredores. Allí había montones de niños príncipes, hijas de condes e hijos de duques… y todavía puede ser que haya más porque no llegamos aún al final de las galerías. En todo caso, ahora son mis criados. No quiero elfos a mi alrededor si puedo evitarlo.
Scapa arrugó la frente.
—¿Y, sin embargo, te has convertido precisamente en la reina de los elfos?
—No para estar cerca de ellos —replicó Arane con firmeza—. Para utilizar sus poderes… o, mejor dicho, sus flaquezas —Scapa volvió a callarse. Arane respiró hondo y miró el paisaje de nuevo—. Tengo que hallar a la chica y a los elfos. Aunque sólo sea porque saben que existo.
—¿Por qué quieres esconderte? Si todos hubieran sabido que existías, no habría ocurrido todo esto. Yo habría venido hasta aquí y hubiera sabido que seguías viviendo y que te iba bien. Antes ya tenías miedo de que alguien averiguara quién eras realmente.
—¿Miedo? ¡No tenía miedo! Pero ¿te crees que entonces alguien me hubiera escuchado? ¿Todos esos estúpidos niños de la calle de Kaldera? —se volvió hacia él y le acarició con suavidad la mejilla, pero su voz sonó amarga—. Eres un soñador, Scapa. Para ti el mundo era injusto sólo en un sentido: únicamente por el hecho de que se naciera rico o pobre. Pero hay más, mucho más. ¿Cómo ibas a saberlo? No sabes lo que significa querer decir algo y que no te escuchen. Que estés al tanto de algo y nadie quiera confiar en ti…, nadie quiera saber nada de ello. A ti siempre te han escuchado. Y han confiado en ti.
»Mira, hay cosas que todos saben: los pobres necesitan un patrón que decida por ellos. Las mujeres no pueden gobernar. Los niños no pueden detentar el poder sobre una ciudad… Y si eres todo a la vez, niño, chica y pobre, seguro que tampoco logras conquistar el mundo. ¿Quién temería a una niña? Aunque lleve la corona de piedra, aunque gobierne un ejército de cinco mil almas, a los ojos del mundo sólo es una chica. Una criatura…
Cuando el viento batió su cara —aquellos ojos mayores y más hermosos que antes—, a Scapa le costó creer que era una persona de carne y hueso. Porque era mucho más: era todavía más que una reina.
—Tú no eres sólo una chica.
—¡Claro, claro que lo soy! —se encrespó—. ¡Ni tú lo comprendes! Tú mismo sigues pensando que tengo que ser más que una chica, ¡una chica no habría podido lograr todo esto! Scapa, yo sólo soy lo que soy, y eso es sencillo. ¡Lo único que he hecho es no dejar que el mundo me concediera un nombre! Yo misma me he dado un nombre. ¡Yo misma he decidido de lo que soy capaz! ¡No he creído que los pobres existan para ser gobernados, que las mujeres sean sólo las mujeres de los hombres o que los niños no puedan ser dueños de nada! —le miró con los ojos entornados. Una sonrisa inundó su cara—. Las chicas son inteligentes y ambiciosas, sueñan y ansian y trabajan, cuando tiene que ser, luchan y odian y aman… —levantó la cabeza contra el viento—. Cuando haya alcanzado todo, Scapa, entonces me descubriré. Entonces mi nombre será el nombre de todos los humanos. Entonces cada uno de nosotros podrá hacerse a sí mismo y ya no nos llamaremos «niño», «hombre» y «mujer»… Nuestros nombres serán verdaderamente los que nos correspondan. Entonces ¡transformaré el mundo a mi antojo! —abrió la mano de él y entrelazó sus dedos en ella—. Y entonces se verá lo poco que soy. Y entonces se verá que lo soy todo.
* * *
A la hora de comer, Scapa se encontró con Fesco. Tenía un aspecto totalmente diferente, estaba limpio e iba peinado. Y llevaba una ropa tan distinguida que era digna de un príncipe. Entonces Scapa cayó en la cuenta de que también su aspecto era formidable, con su jubón recamado y la camisa limpia.
Estuvieron callados casi todo el tiempo porque Scapa no tenía muchas ganas de hablar. Tampoco había mucho que decir. Estaba tan sumido en sus pensamientos que ni él mismo se entendía. Por un lado, creía en Arane y la admiraba. Y de nuevo sus recuerdos volvieron atrás. Y pensó en Nill, en los elfos, en las minas y en el sufrimiento que los guerreros grises iban dejando a su paso…
Después de la comida, Arane le acompañó a una pequeña sala de piedra en la que habían levantado un teatro de marionetas. Él sonrió al ver el escenario rojo: era exactamente igual al teatro que habían visto aquella vez en Kaldera y por un momento Scapa se sintió transportado al pasado. Él y Arane se sentaron en dos butacas tapizadas de rojo y, mientras representaban la obra exclusivamente para ellos, Arane posó con precaución su mano en la de él.
Aquella noche habían preparado un banquete. Cenarían en una sala que relumbraba gracias a sus numerosas arañas de cristal. Sobre la mesa se alineaban los manjares más exquisitos. Primero, varios acróbatas y tragafuegos demostraron sus habilidades, luego llegaron músicos con flautas y timbales.
—¿Quieres bailar conmigo? —le preguntó Arane a Scapa de pronto.
Él arrugó el ceño.
—No sé bailar —dijo.
Ella se rió.
—Pero ¿qué dices? ¿Crees que una reina baila de forma distinta que una chica de Kaldera? ¡Bailaremos como antes, Scapa! Me acuerdo de lo mucho que brincábamos y girábamos cuando la música salía desde las tabernas a las calles.
Se pusieron en pie y Arane se sujetó el vestido. Mientras sonaba la música, giraron en círculo y, más que bailar, tropezaron varias veces con la falda de Arane. Así que la muchacha llamó a sus criadas y les ordenó que le abrieran el vestido. En medio de la sala se liberó de aquel mar de telas y se quedó sólo con unas enaguas blancas. La música volvió a sonar. Scapa y Arane comenzaron a girar cada vez más deprisa. Flotaban por la sala y, estallando en carcajadas, Scapa se dejó caer hacia atrás en los brazos de Arane. Ella le atrajo con fuerza hacia sí, luego retrocedió y levantó los brazos.
—¡Somos libres! —la música casi cubrió su voz—. Somos libres para hacer lo que queramos, ¡por el resto de nuestros días!
Se rió con una risa cantarina y tomó con las dos manos un bol de pasas. Riendo tiró su contenido al aire y se giró bajo la lluvia de pasas. Mientras giraba, Scapa estaba frente a ella y Arane rodeó la cara de él con las manos.
—Para mí es como si todas mis riquezas, mi fortuna y mi poder hubieran llegado contigo. Reviviremos un nuevo pasado, aquí y ahora, ¡y por toda la eternidad!
—¡Estás completamente chiflada! —dijo él riendo.
—¿No ha sido siempre así? —la joven cogió las pasas de la mesa y se las fue tirando poco a poco por la cabeza.
Bajo las pasas, él la tomó en brazos.
—Siempre lo has estado, sí. Los dos —besó sus mejillas, luego sus labios.
* * *
Pasaron los días. Scapa aprendió poco a poco la disposición de todas las salas de la torre. Si no asistía a una representación de teatro con Arane, comía con ella, le tomaban medidas para nuevos trajes o escuchaba a los músicos y cuentacuentos de la reina, recorría incansablemente estancias y corredores. Era libre para moverse por todas partes y ningún guerrero gris, ni cualquier otro servidor de la reina, osaba interponerse en su camino.
Había tantos cuartos, habitaciones, pasillos y salas ocultas, que era imposible visitarlos todos. Alas completas del palacio se hallaban vacías; Arane todavía no había logrado llenar la torre entera. Scapa no podía ni imaginarse que hubiera suficientes muebles, tapices y estatuas para decorar el palacio a su gusto… porque ella deseaba sentir que era una reina con cada vistazo que echara a sus posesiones.
Arane y su ansia de poder le seguían resultando a Scapa en algunas ocasiones tan increíbles que aún no era capaz de asimilar que todo aquello fuera real. El pasado de Arane —ella misma— era tan sorprendente…
* * *
El agua caía a cántaros. Los rayos dividían la negrura de la noche, los truenos sacudían las ciénagas como si la tierra hinchada se rebelase contra la lluvia.
Desde las almenas más altas de la torre, el agua se bifurcaba en anchas hebras. La lluvia refulgía como cristal líquido alrededor de la cúspide y, de repente, la luz de una antorcha empezó a aproximarse a ella. El rey subió los peldaños de la escalera de caracol y, ya arriba, se quedó quieto en medio de la oscuridad. A su alrededor se abría una profundidad de leguas. Oía el sonido de la lluvia al caer, pero no su golpeteo sobre el suelo.
Respiró hondo sin parar de temblar, a pesar de que iba abrigado con su capa de piel. Luego, dejó la antorcha en el suelo. Y a su lado, la corona Elrysjar.
Durante un rato, el rey sólo fue capaz de escuchar el ruido del agua antes de lograr pronunciar su nombre. Hacerlo le puso la piel de gallina.
—I… If… Ifredes —dijo en la noche. Su voz era ronca—. Ifredes. ¡Ifre… Ifredes!
Las lágrimas asomaron a sus ojos. ¡Cuántas cosas relacionadas con aquel nombre! ¡Un montón de horribles recuerdos de un período muy anterior a su vida como rey de Korr! En medio de aquella oscuridad pasó por su cabeza la infancia de un niño… Ifredes era aquel que quería matar a su padre y a su hermano. Ifredes era al que se habían visto obligados a repudiar. Ifredes era el que había apuñalado al rey de Korr. Sangre, infamia, odio estaban adheridos a ese nombre.
—Ifredes —gimió el rey—. Oh, dioses… ¡Dioses!
De repente, oyó un ruido a su espalda. Se dio la vuelta. En el último peldaño estaba la chica rubia de Kaldera. La débil luz de la antorcha se reflejó en sus ojos asustados. Llevaba un hacha de carnicero en la mano derecha.
El rey entrecerró los ojos.
—¡Tú!—musitó y alargó las manos con intención de coger la corona del suelo.
—¡Ifredes! —gritó la chica.
El cuerpo del rey se balanceó como tocado por un látigo. Arane se acercó un paso con el hacha en ristre. Un trueno retumbó en la noche.
—¡Ifredes! ¡Tu nombre es Ifredes! ¡IFREDES!
—¡No, NO! ¡Arane! ¡Te llamas Arane! —una carcajada estruendosa salió de su garganta—. ¡Tu nombre es Arane!
El reflejo de la llama danzaba sobre la cara de la chica.
—Yo… no tengo ningún nombre —dijo.
Levantó el hacha. Se aproximó paso a paso. El rey trastabilló hacia atrás.
—Ifredes —siseó ella—. ¡Estás maldito, IFREDES!
Los pies de él resbalaron sobre el suelo mojado. Sus brazos batieron el aire. Su boca se abrió en un largo alarido cuando cayó…
Luego su voz fue disminuyendo, fue disminuyendo su figura en las profundidades negras. Y sólo se mantuvo el tamborileo de la lluvia.
El hacha cayó de la mano de Arane. Se arrodilló en el suelo. Sus dedos se cerraron en torno a la piedra fría y plana, Elrysjar. Cuando se puso la corona por primera vez, fue como si una carga invisible cayera sobre ella. Algo pesado, pertinaz, se desdobló por su frente, su cabeza y llegó hasta su corazón. Era el poder de la corona que la recorría con tanto ímpetu que ningún cuerpo humano podría soportarlo durante mucho tiempo. En algún momento —eso lo percibió en ese breve y horrible segundo— se quebraría como el cristal, cuando la negra opresión de su interior fuera demasiado grande…
Se dio la vuelta cuando oyó un ruido. Un guerrero gris apareció por la escalera. Se quedó mirando a Arane.
—Criatura Blanca… —murmuró.
—¿Qué?
—¡Tú, Criatura Blanca! Tú ganar rey con trampa.
—¿Cómo es que hablas la lengua de los humanos?
El guerrero se inclinó ante ella.
—Orden viejo rey que ningún elfo hablar su lengua más.
Arane tragó saliva.
—Bien —murmuró—. Está…, está bien así. Seguiremos. Seguid hablando en la lengua de los humanos.
Se puso derecha, a pesar de que aún se sentía algo mareada por lo que acababa de ocurrir. Sin contar con lo que iba a suceder a partir de aquel momento.
—Soy la Criatura Blanca, sí. Y soy vuestra nueva reina. La reina de todos los elfos de los pantanos, ¿lo has comprendido? Bien. Este es el comienzo de un nueva era. Bajo mi reinado despuntará una era de renovación y mejora. Ya lo verás —le hizo una seña y ordenó con voz trémula—: Ahora vete. Pero no le digas a nadie lo que has visto aquí. Si no…, si no, serás decapitado.
Dio la impresión de que el guerrero se tomaba la amenaza en serio. Se retiró caminando hacia atrás con una reverencia.
Durante esa noche, Arane pasó largo rato en la oscuridad, bajo el murmullo del agua, que oía caer pero no chocar contra el suelo, y sin sentir nada más que el peso de la corona de piedra.
—Un nuevo mundo —le susurró a la penumbra.