Susurros entre los juncos

Ese atardecer Nill decidió no encender el fuego. Se cubrió con la capa y la manta, dobló las rodillas y se acomodó en la hondonada que había encontrado, tan agazapada como pudo. A su alrededor los juncos se doblaban sobre su lecho. Unos pasos más allá, donde las raíces de un viejo sauce alcanzaban el agua, el suelo caía en pendiente hacia el río. Al llegar hasta allí, Nill había trepado por las raíces, de otro modo el talud no le habría permitido acceder a la orilla.

Ahora estaba acurrucada como un zorro en su guarida, mordiendo un trozo de pan mientras su mirada oteaba la oscuridad. Tenía que entornar los ojos para ver mejor. Así advirtió que la luz de la luna lucía muy clara sobre el agua en movimiento; enmarcaba los troncos y las cañas con un resplandor pálido, no reconocible para los que no tenían la capacidad de ver de los animales nocturnos… o de los elfos.

La muchacha comenzó a sospechar de nuevo, porque con la noche regresaron sus temores. Estaba cansada y, sin embargo, el escalofrío que corría por su espalda con cada nuevo sonido le impedía dormir. Los ojos le pesaban. Las manos se le agarrotaron de tanto tensar los puños sudorosos. A pesar de ello, sus dedos continuaban rodeando las piedras que apretaba contra su pecho. Si aquella noche algo salía a su encuentro, Nill le tiraría las piedras que antes había cogido del río. Junto a su cadera reposaban las alforjas con el cuchillo dentro.

Finalmente el cansancio se apoderó de la chica. Cayó en una modorra sin sueños.


* * *


Se deslizó con precaución entre los juncos. Se posaba sobre las manos y las rodillas como un depredador en busca de su presa. Sus movimientos eran suaves como los de un lobo, sus ojos tan escrutadores como los de una lechuza. Las cañas susurraban como mecidas por un viento ligero cuando las apartaba a un lado.

La observó durante unos segundos. A la luz de la luna el contorno de su figura emitía resplandores, pero no pudo vislumbrar su cara porque estaba cubierta por una manta.

Daba lo mismo. Él ya sabía el aspecto que tenía. Sabía cómo se movía; de aquella manera recatada, titubeante, cuya razón todavía suponía un misterio para él. No era importante que en ese momento no reconociera de ella nada más que un gurruño de tela. Lo fundamental era que estaba cerca… más cerca de lo que había estado antes. Casi sentía la respiración de la chica dormida.

De pronto oyó un gruñido a su lado. Un animal grande, robusto, como una sombra compacta en la noche, y un joven aparecieron en la oscuridad.

—Erijel… ¿Qué haces aquí? —murmuró en voz tan baja que sus palabras casi se perdieron entre el canto de las cigarras.

—¿Qué haces tú aquí? —le replicó el recién llegado.

—Vuelve con los otros, por favor.

En lugar de responder o hacer caso de su petición, el recién llegado se dio la vuelta hacia la dormida.

—Entonces, tú crees que es ella.

—¡Ssssh! Hablas muy alto.

Sonó una carcajada cálida.

—Es una humana, Kaveh… No oyen ni el rugido de los árboles en la tormenta.


* * *


Después, Nill no supo por qué se había despertado. Los ruidos no habían sido lo suficientemente altos como para despertar a alguien.

Y, sin embargo…, en cuanto logró salir de su sopor, las percibió. Las voces. Estaban en el ambiente como el sutil murmullo de los árboles. Allí había alguien.

Nill no se atrevía ni a tragar saliva. Su puño se cerró sobre una piedra. La sobrecogió el absurdo temor de perder el dominio sobre su cuerpo y que sus manos o piernas se le descontrolaran de repente. Abrió los ojos muy despacio.

Nada. Sólo la ligera vibración de los juncos. «Espera», se dijo a sí misma. «Espera».

Y allí estaban de nuevo las voces. Tan apagadas, que debían venir de lejos. Pero, inmediatamente, Nill sintió que estaban muy próximas, al alcance de la mano. Ningún humano podía cuchichear en voz tan baja… ¡Era del todo punto imposible! Ahora oyó las palabras, pero no las entendió. ¿Estaba soñando?

Una risa agradable sobrevoló los ruidos de la noche, duró apenas un instante.

Nôr el hykaed, Kaveh… El renya nej khalgryuh sen brabas vy urbhèl.

La mirada de Nill erró por la oscuridad. Entornó los ojos, escudriñó cada resplandor, cada silueta, algo en lo que pudiera fijarse… Durante varios segundos se sintió perdida en la negrura. Y, súbitamente, un rostro se separó de la noche como el detalle de un cuadro que al principio hubiera pasado inadvertido a sus ojos.

Permanecía quieto entre las cañas y la observaba. Nill no pudo ver nada más que unos labios perfilados a la luz de la luna, el caballete de la nariz y los ojos que se diluían en la penumbra.

Se incorporó, de tal manera que la manta se escurrió de su cuerpo, y tiró la piedra. Ésta aterrizó en la hierba con un ruido amortiguado. La cara había desaparecido. No, la luz había desaparecido: una oscuridad completa rodeaba a Nill de nuevo. Tiró todas las piedras que tenía mientras sus piernas y brazos temblaban de debilidad y miedo.

Sonó un gruñido salvaje. De improviso, un animal surgió de la nada y comenzó a correr en dirección a la chica. Al fin consiguió gritar. Trastabilló hacia atrás, cayó… y las rodillas le temblaban tanto que fue incapaz de levantarse. Sus manos se agarraron a la tierra húmeda, por fin pudo ponerse en pie y salir corriendo. Tras ella continuaba oyendo aquel gruñido pronunciado, voces agitadas y palabras extranjeras. Se dirigió a ciegas hacia la oscuridad, corría, corría…

Y su pie se enganchó con algo. Tal vez una trampa. Tal vez una mano. Con el miedo que tenía, Nill no cayó en la cuenta de que podía ser una raíz. Emitió un chillido de horror, perdió el equilibrio y se cayó cuan larga era.

Sintió el rumor del río y, en el mismo momento, la cubrió una ola de agua espumosa. Su cabeza chocó contra algo duro, oyó un rechinar de piedras o de huesos… pero no le dio tiempo a sentir ningún dolor. Perdió el sentido aun antes de poder apreciar las manos que la salvaban de la corriente.


* * *


Un fuego crepitaba. ¿Estaba Nill en casa? Sí, aquellos chasquidos y chisporroteos sonaban como los del hogar de Agwin. Quizá se habría dormido durante el trabajo, le sucedía a menudo: le entraba una gran somnolencia que le impedía pelar los nabos o machacar los granos… ¡Agwin estaría rabiosa!

Nill parpadeó y abrió los ojos. Por un momento no vio más que las llamas oscilantes. Levantó la cabeza, pero enseguida se mareó. Su ropa y su pelo estaban húmedos.

¿Dónde demonios se hallaba si no era en el reino de los muertos?

De pronto le pareció entrever algo más allá del fuego. Se incorporó un poco y miró detrás de las llamas. Había un rostro. Dos ojos le devolvieron la mirada.

La chica se estremeció. Con las manos temblorosas se echó hacia atrás, hasta que su espalda chocó contra un tronco. Bueno, ahora que estaba incorporada, se dio cuenta de que no había sólo un rostro a la luz del fuego. Sino cuatro.

«¡Dioses del Cielo y de la Tierra, ayudadme, pues toda la fuerza reside en vuestras manos!». Nill no creía mucho en los dioses que veneraban los hykados. Pero aquel instante le pareció el apropiado para comenzar a hacerlo.

Uno de los extranjeros se volvió al chico que estaba justo enfrente de Nill y suspiró.

Hykaed, el rynjé khevcb yor!

Nill tenía la vista fija en el extranjero frente a ella y no podía desclavarla, ya que sus ojos también la taladraban de arriba abajo. Eran unos ojos claros, cuyo límpido azul el fuego transformaba casi en verde. Una nariz recta señalaba los labios que, como un arco bien formado, estaban asentados sobre una barbilla cuadrada.

El extranjero llevaba el pelo castaño recogido en la parte de atrás de la cabeza y había retorcido las mechas que le caían en rastas irregulares hasta la nuca, donde se liberaban en una melena que se balanceaban sobre su espalda.

—No tengas miedo —dijo.

Nill siguió contemplándole, incapaz de pronunciar una palabra. Algo en él —en los cuatro— era distinto. Extraño. Sus caras eran normales y, sin embargo, tenían un rastro de distinción. Sí, eso era: parecían delicados dibujos. Además, su tez era pálida como la neblina de la mañana y las ojeras alrededor de sus ojos se mostraban azuladas. Con la misma extraña sensación con la que ella los escrutaba, parecían examinarla ellos.

—¿Eres… eres una chica del pueblo hykado? —preguntó el castaño, dubitativo.

¿Lo era? Por unos instantes no supo qué responder. Había pertenecido a los hykados, como una cría de zorro a una manada de lobos; pero si no era una componente de los hykados, ¿qué era entonces?

—¿Vosotros quiénes sois? —preguntó finalmente absteniéndose de dar una respuesta.

Una sonrisa se esbozó en el rostro de su interlocutor. Bajó la cabeza de forma casi imperceptible, sin dejar de mirarla a los ojos, y colocó la mano sobre el pecho.

—Mi nombre es Kaveh, segundo hijo del rey Lorgios, príncipe de los elfos libres del Reino de los Bosques Oscuros. Y mis intenciones —añadió serenamente— son pacíficas.

Nill se lo quedó mirando. De pronto asumió que era la primera vez que tenía enfrente el rostro de un elfo.

Un elfo. Era un elfo. ¡Y un príncipe, además!

—¿Cómo es que hablas así? —su voz no fue nada más que un bisbiseo asustado.

El elfo intercambió una mirada fugaz con el joven que tenía a su lado y luego se dirigió de nuevo a Nill.

—Mi padre —le explicó sonriendo— se preocupa mucho de mi educación. Llevo estudiando la lengua de los humanos desde que tenía tres años. Igual que el resto de mis compañeros.

Y señaló al joven que le secundaba. Éste tenía el pelo negro y brillante recogido en numerosas trenzas, una nariz algo larga y unos rasgos algo más severos que los del príncipe. Tal vez sólo lo parecía porque se mantenía inmóvil y hermético.

—Éste es el caballero Erijel, mi primo y leal amigo. Ya me ha sacado de más de un problema.

—Pero esta vez no te has dejado —musitó Erijel.

Kaveh le dirigió una mirada de enfado. Erijel resopló, pero luego se acercó a Nill e inclinó levemente la cabeza.

—Se te saluda, muchacha de los hykados.

—Y estos dos —añadió Kaveh, señalando a las otras dos figuras— son como verdaderos hermanos para mí. Él se llama Arjas, y él, Mareju, ambos caballeros de los elfos libres.

El chico al que Kaveh había presentado como Arjas le hizo una inclinación de cabeza. Ella se sorprendió un tanto al percatarse de que sus cabellos tenían el mismo color verde de los suyos. Además llevaba los dos mechones de delante ensartados en bolas de madera. Sus ojos eran grandes y verdes, y sus labios anchos se habían abierto en una amistosa sonrisa. El otro chico, Mareju, tenía el mismo aspecto. Nill tuvo que reconocer con perplejidad que uno era como el reflejo del otro en el espejo. Tenían que ser gemelos.

—Nos debes un nombre —le recordó Erijel—. ¿No te quieres presentar tú también?

Las miradas interrogantes de los elfos se posaron en ella. Los ojos de Kaveh se estrecharon.

—¿Realmente… eres una humana? Quiero decir, ¿eres una chica del pueblo hykado? Tus cabellos y también tus ojos…

—Sus orejas —susurró Mareju.

Nill se palpó la oreja izquierda con rapidez y se la cubrió con el cabello húmedo. El corazón seguía latiéndole a toda velocidad. Elfos, por todos los dioses, ¡estaba sentada frente a cuatro elfos! Un montón de historias abominables pasaron por su mente: lo que hacían los elfos con los humanos que atrapaban, lo que hacían con los niños que se perdían en el bosque, cómo enloquecían a chicos y chicas por puro divertimento…

—¿Eres hija de los hykados? —repitió el caballero del pelo negro pronunciando las palabras muy despacio y acercándose a ella para que Nill pudiera comprenderle mejor.

—No. No, yo…

—¡Lo sabía! —gritó Kaveh levantándose para acudir a su encuentro. La mano de Erijel se agarró de su cinturón y tiró de él hacia el suelo de nuevo. La cara del príncipe adquirió el color de la púrpura. Se desasió de su primo, pero se quedó sentado mirando a Nill con simpatía—. Lo sabía. Yen sûr mearél liurjas?

Nill le devolvió la mirada mostrando la misma incomprensión que un pez. Durante largos momentos los elfos aguardaron una contestación, que por supuesto Nill no podía darles. De pronto a todos les pareció que el canto de los grillos sonaba mucho más fuerte.

—La chica es una humana —musitó Erijel a Kaveh—. O tonta, lo que sería igual de lastimoso.

Kaveh miró al fuego algo decepcionado. Nill decidió romper el silencio con una pregunta:

—¿Qué ocurre? ¿Qué queréis de mí?

Antes de que Erijel tuviera tiempo de decir nada, Kaveh le puso el brazo sobre el pecho con un gesto autoritario (sin dejar por ello de darle un fuerte codazo).

—Hemos pasado por casualidad por tu campamento del río, ya lo ves. Nos has debido de oír y has empezado a tirarnos piedras —Kaveh se rió deprisa—. Por todos los espíritus sagrados de los árboles, casi me rompes la cabeza.

—También has salido huyendo —añadió Erijel secamente—. Y si Kaveh —le echó una mirada— no te hubiera pescado del río, la corriente te habría arrastrado río abajo. A estas alturas estarías más que muerta.

Nill intentó despegar la lengua del paladar.

—Bueno… ¿Estabais por casualidad en las proximidades?

Los gemelos Mareju y Arjas se miraron. Luego, igual que Erijel, se volvieron hacia Kaveh.

—Sí—asintió él—. Bueno… ¡Sí! Estábamos…

En ese momento algo empezó a gruñir detrás de Nill. Se rompieron unas ramas y por detrás de las raíces apareció un bulto. Era grande, oscuro. Nill soltó un grito ahogado y se levantó de un salto. Antes de poder adivinar qué animal había surgido de la maleza, oyó la risa franca de Kaveh.

—¡Bruno! ¡Sólo es Bruno, no te hará nada!

—¿Quién es Bruno?—preguntó con voz estridente pero inmediatamente se percató de que era un jabalí.

Kaveh abrió los brazos y rodeó con ellos al pesado animal que no paraba de resoplar. Era tan grande como una oveja con toda la lana… e igual de ancho. Dos enormes colmillos amarillos sobresalían a cada lado de su hocico, con el que no dejaba de ventear y dar bufidos. Alrededor de su tripa inconmensurable había dos bolsas atadas. Un tintineo de cacharros acompañaba todos sus movimientos. El jabalí correteó alrededor de Kaveh, le pegó un empujón en el brazo y apretó el hocico contra su mano. Al final, Nill se decidió por soltar una carcajada de asombro.

Allí estaba, con el pelo húmedo y algo desamparada, bajo la mirada de cuatro extraños y un jabalí.