Los árboles susurran

Oleadas de lluvia a merced del viento barrían el paisaje. Daba la impresión de que las Tierras de Aluvión fueran a hundirse bajo la humedad y el barro. Las luces ardientes de las minas estaban fijas en la torre. Cuando Scapa miró por la ventana, apoyando las manos sobre el cristal, Arane rodeó su cuerpo por detrás. Las pequeñas gotas de agua se escurrían por las manos de Scapa, pero él no las sentía… Por supuesto, entre él y el mundo de afuera había un frente de cristal.

—Te pasas todo el día observando las minas —dijo Arane a su espalda. Sus dedos jugaron con la orla dorada de su capa. Con un suspiro apoyó la barbilla en su hombro y miró también por la ventana—. Qué tiempo tan asqueroso. ¡Lo odio! Aquí el cielo siempre está gris. ¿Te acuerdas de los veranos en Kaldera? ¿Recuerdas cómo era el cielo allí? A veces podíamos verlo por detrás de los tejados, y era completamente azul, tanto como el mar en los días de sol.

—Nunca he visto el mar, Arane —notó que su barbilla desaparecía de su hombro. Ella cruzó los brazos y se apoyó contra la ventana.

—Condenada lluvia, y este frío —murmuró—. Pronto abandonaremos las Tierras de Aluvión e iremos a algún lugar donde luzca el sol, ¿de acuerdo?

—¿Adonde quieres ir?

Una sonrisa inundó su cara. Bajo la luz gris de la mañana tenía un aspecto pálido y espectral.

—Quiero enseñarte algo, Scapa.

Él se giró y vio cómo ella caminaba hacia el centro de la estancia y llamaba a sus criadas. Con un tono seco les ordenó el vestido que debían traerle. Un momento después, peinaron su pelo formando una artística trenza y, como iba todavía en ropa interior, la embutieron en un vestido granate con ribetes dorados. Sobre sus hombros colocaron una gruesa capa de terciopelo negro. Por último, Arane se puso unos guantes de gamuza roja. Miró a Scapa con una sonrisa.

—¿Vienes?


* * *


Las minas pasaron por su lado. Scapa pudo entrever algunas siluetas que entraban y salían con los cuerpos doblegados por la carga, oyó golpes de martillos y voces. Un grupo de trabajadores se cruzó con ellos. Rostros vacíos, Scapa soltó la cortinilla y se apoyó de nuevo en el respaldo del asiento.

La carroza se tambaleaba por el camino. Arane estaba sentada frente a él. Mostraba una sonrisa vaga. Scapa la miró sumido en sus pensamientos. Se vio obligado a pensar en la chiquilla de los rizos cortos. Cuando, mucho tiempo atrás, él había acudido a un puesto regentado por un elfo de los pantanos, atraído por el guirigay que había montado el ladronzuelo al que el comerciante había pillado. Mientras él escondía las joyas en su camisa, el elfo pegaba al chiquillo en la cara. Se cayó al suelo con un quejido y entonces fue la primera vez que Scapa vio los ojos de Arane, claros y brillantes. Los pensamientos del joven viajaron de regreso a Kaldera, era un día cálido de verano y la ciudad bullía en su propia calima, el penetrante olor de los tintes, el aroma agridulce de la cerveza que se adueñaba del barrio de las tabernas, la grasa de las freidurías. Dondequiera que fuese Scapa, la muchacha de los rizos le acompañaba. Corría descalza junto a él por las callejuelas, su piel estaba morena. Cuando sonreía, sus dientes torcidos relucían al sol de la mañana.

—¿Adonde vamos? —preguntó Scapa absorto en sus pensamientos.

—Hacia el futuro —la voz de ella fue un poco más que una inspiración.

—¿Y qué va a traernos ese futuro?

Arane apoyó la cabeza en la pared acolchada de la carroza y sonrió.

—Esto es lo que me gusta de ti, Scapa. Siempre has dicho las cosas correctas y me has hecho las preguntas oportunas. El futuro traerá el tiempo de los humanos. Una nueva era. El mundo se transformará. No por nuestras obras… Por obra de la naturaleza el mundo irá a parar a manos de los humanos.

Una luz mortecina entró por las rendijas de las cortinillas pero el rostro de Arane permaneció en la penumbra.

—¿El mundo pertenecerá sólo a los humanos? —repitió él en tono bajo—. Si eso conlleva… Si eso conlleva que sea más hermoso y mejor, estará bien que sea así. En ese caso, el destino deberá ser el que es, y tú tendrás que dar nueva forma al mundo según tu voluntad —un extraño escalofrío recorrió el cuerpo de Scapa. Fue como si no lo hubiera dicho él o como si lo hubiera dicho una parte de sí mismo que antes no conocía.

Arane bajó la mirada y su boca se frunció en una sonrisa sutil.

Scapa corría la cortinilla una y otra vez, y miraba por la ventana. Pero el paisaje no cambiaba. Todo seguía sumergido en un gris acuoso: árboles negros, sin hojas; pozas y cursos de agua se sucedían a su paso. Transcurrieron las horas. Tanto Scapa como Arane caían de vez en cuando en un duermevela, en el que el joven mezclaba recuerdos, detalles del paisaje y sueños. La carroza continuaba entre traqueteos y chasquidos de fusta. Los escoltaban más de cuarenta guerreros grises montados sobre briosos corceles. El sueño embotaba agradablemente sus sentidos.

Scapa se despertó cuando una mano fresca le acarició la mejilla. Descubrió sorprendido que la carroza había dejado de vapulearse. Arane se encontraba a su lado.

—Ven —dijo con ternura—. Ya hemos llegado.

Bajaron del vehículo. Sin darse la vuelta hacia sus subordinados, Arane tomó a Scapa de la mano y se recogió la falda. Luego, fueron hacia un escarpado roquedal.

El viento frío les dio en la cara. El olor de la sal llenaba el aire. En las hendiduras entre la rocalla se había amontonado la arena. Copos de nieve, que recordaban a hojas blancas, flotaban en el ambiente. El viento aullaba al chocar contra los recovecos cortantes de los peñascos. Pero otro ruido más vino a sumarse al ulular del viento.

Arane y Scapa habían llegado a la cúspide del roquedal y se encontraban sobre un saliente de rocas que se suspendía directamente… sobre el mar abierto.

Scapa aspiró el aire. Nunca había visto el mar. Ahora se extendía a tanta distancia ante él que su mirada no bastaba para abarcarlo. Alcanzaba el horizonte y se difuminaba por ambos lados, bordeado de rocas afiladas y dunas de arena. A más de cincuenta metros por debajo de ellos, unas olas de la altura de un hombre rompían contra los acantilados, propagaban su espuma entre bramidos y retrocedían incansables. Era como si las olas mantuvieran una lucha eterna contra las rocas.

Más allá, el agua seguía batiendo con fuerza y las crestas de las olas dibujaban coronas de espuma blanca. El mar tenía el aspecto de un desierto infinito, capaz de tragarse todo lo que se le pusiera a tiro. De pronto, Scapa vio algo por el rabillo del ojo y apartó la vista del océano.

Allí donde los acantilados iban atenuándose hasta desaparecer en el mar, pululaban un sinfín de trabajadores. Scapa se dio cuenta de que estaban construyendo algo: aquellos hombres levantaban unas estructuras grandes, extrañas, a simple vista sin ningún orden ni concierto. Desde ahí arriba daba la impresión de ser el esqueleto de un animal gigantesco. La vista de Scapa fue más allá y descubrió algunas construcciones ya totalmente acabadas: largas galeras de madera, con las velas plegadas, flotaban sobre las olas. Era una flota entera… Veinte, treinta, cincuenta barcos, calculó Scapa.

—¿Barcos? —se sorprendió—. ¿Por qué construyes barcos?

Arane se aproximó a su espalda. Su capa ondeaba al viento que soplaba del mar y de la trenza que coronaba su cabeza se soltaron varios mechones.

—No quiero conquistar sólo los Bosques Oscuros. Esa no es la meta que persigo, sino únicamente un paso más —ahora que Arane ya le había confesado aquello, aspiró con fuerza el aire fresco del mar y levantó los hombros. Sus ojos relucían—. En cuanto me pertenezcan los Bosques Oscuros y nos hayamos quitado de en medio el peligro que nos amenaza, quiero que estos barcos comiencen su travesía. Se dice que, al otro lado del mar, hay países ignotos, mundos enteros que ningún humano ha pisado jamás. Quiero hacer que los exploren todos. ¡Quiero descubrir el mundo! Y quiero conquistarlo. Hay tanto ahí afuera, tanto… que a veces me siento infinitamente pequeña, como…, sí, como un copo de nieve en la tormenta, ¿sabes?

Scapa la miró. De pronto sintió la necesidad de preguntarse qué esperaba ella de cosas que al fin y al cabo nunca iba a poder ver. Arane estaba dispuesta a derramar sangre y a sacrificar vidas sólo por una idea. La idea de la victoria. Por una tierra a la que le pondría nombre, pero nunca pisaría. Eso era lo que quería. Eso era lo que llevaba toda la vida ansiando: quería grabar su nombre sobre el mundo, y si era preciso con una espada ensangrentada.

El rugido del viento se abrió paso desde el precipicio y formó un torbellino de copos bailarines alrededor de Arane y Scapa. El corazón del joven se contrajo y en ese instante se solaparon realidad y sueño. Sentía a Arane tan cerca y la nieve la nieve se arremolinaba bajo sus pies y subía directamente al cielo.

—¿Y quién sabe? —susurró Arane—. Tal vez allá, en la distancia, en lo desconocido, esté el país que buscamos. Donde luzca el sol y haya prados verdes que lleguen hasta el horizonte… Donde no haya malas personas, ni codicia, ni pobreza, ni elfos cobardes. Sólo lo que nosotros llevemos. Nosotros dos —en sus ojos refulgieron las lágrimas.

El joven ya no sabía lo que ella quería: ¿el mundo o un mundo perfecto? ¿La victoria o lograr tener paz? ¿Alcanzar su objetivo o a él, Scapa?…

Cerró los ojos sin decir una palabra. Al otro lado del mar, en la distancia… Así que tenían que llegar tan lejos para hallar la libertad y la paz que Arane ansiaba. En La Zorrera no las había encontrado. En las Tierras de Aluvión de Korr, en aquella torre gigantesca, entre todos sus majestuosos vestidos de terciopelo y almohadones de seda, tampoco estaban. Y también ahora, frente a la inacabable libertad del mar, seguía añorando un sueño remoto.


* * *


Nill se echó la capucha hacia atrás. Llevaba un rato quieta a la sombra de los inmensos árboles. La visión de la aldea la tenía imantada y no le permitía despegarse de allí. Las casas con sus tejados de paja y sus ordenadas paredes de madera ofrecían una imagen acogedora. Aquí y allá había humanos trabajando en el cuidado de sus jardines y campos, corrían entre las chozas y hablaban entre ellos. Tantos recuerdos se agolparon en su mente que se sintió enferma. Sus puños se cerraron. No podía echarse atrás… ¡Ahora o nunca!

Continuó caminando con pasos decididos. Seguía moviéndose bajo la penumbra de los árboles susurrantes. Se apartó un copo de nieve de los ojos, pero no volvió a ponerse la capucha. No iba a esconderse, entraría en el pueblo a cara descubierta. Bajo el jubón, en el cinto, llevaba el cuchillo de piedra. Aunque estuviera a cientos de leguas de la Criatura Blanca, de pronto tenía la sensación de que la piedra se hallaba más caliente que de costumbre. También llevaba una espada corta. Desarmada no se habría aproximado ni a cien metros de la aldea de los hykados.

Las sombras de los bosques quedaron atrás. Ahora caminaba a la pálida luz del día. Parecía como si estuviera a punto de atardecer, a pesar de que no podía ser más allá de primera hora de la tarde.

Nill pasó por delante de casas y cabañas. Los humanos con los que se cruzaba la observaban desconcertados. Algunos cuchicheaban y la señalaban a su paso. Nill fue hasta la plaza del mercado en el centro del pueblo. Ante ella se erguía la casa del alto mandatario, que era algo mayor que las otras cabañas. Entretanto, una multitud se había reunido en torno a ella. La rodearon murmullos y bisbiseos.

Nill les miró a la cara sin percibir ningún rubor. Lo que sentía era lástima porque durante años, casi toda su vida, había querido ser como aquellos humanos. Si se hubiera cumplido su deseo de tantas noches, ahora sería tan ruin como aquellos que en ese momento la señalaban con el dedo torcido.

—¡La Niña de Espinas ha regresado! ¡La bastarda, mirad! ¡Ha vuelto de verdad! —gritaron algunos—. ¿Qué lleva puesto? ¡Ropa extraña! ¡Mirad esa capa! ¡Y lleva pantalones, lleva ropa de hombre!

Nill abrió la boca y la gente enmudeció de golpe.

—¡Busco al príncipe de Lhorga! —anunció. Su aliento provocó pequeñas nubéculas que desaparecieron de inmediato—. ¿Sabe alguien dónde está?

Fue girando en un círculo. Todas las miradas estaban puestas en ella, algunas todavía perplejas, otras desdeñosas. Pero nadie respondió.

—¡Escuchad esto! —vociferó de pronto una anciana recogiéndose la falda con excitación—. ¡Escuchad lo desconsiderada que se ha vuelto la cría élfica!

Las aletas de la nariz de Nill temblaron. El murmullo creció entre la multitud.

—¿SABE ALGUIEN DÓNDE ESTÁ EL PRÍNCIPE DE LHORGA? —gritó ella por encima del ruido.

De nuevo enmudecieron todos, dando muestras de sentirse atemorizados porque Nill se hubiera atrevido a gritar tan alto y con tanto domino de sí misma. Ella se sintió satisfecha. Pero luego comprendió que el silencio no era por su causa. Se dio la vuelta. Ante la casa del mandatario había aparecido un hombre robusto con el pelo canoso y ataviado con una gruesa capa de piel. Bajó con pasos pesados los cuatro peldaños que salían de la casa y la gente retrocedió nerviosa.

Nill inclinó levemente la cabeza ante él.

—Se os saluda, príncipe de Lhorga —dijo.

El hombre se quedó a unos metros de ella y pasó el pulgar por el cinturón.

—Sé bienvenida —dijo tratando de sonar alegre y severo al mismo tiempo—. Tienes un largo viaje a tus espaldas; te has ganado un aplauso por tu trabajo, Nill.

—No he cumplido mi tarea y no me llamo Nill.

El príncipe, que ya había levantado las manos para aplaudir, las dejó caer de nuevo.

—¡Escuchad! —masculló la misma anciana de antes—. ¡Se ha vuelto una desvergonzada, la niñata!

Nill ignoró sus palabras. Le devolvió con decisión la mirada al príncipe.

—No vengo como la mensajera de los hykados que regresa sin cumplir su misión —dijo con seriedad—. Soy una emisaria. Traigo una información para los hykados. Y un ruego.

De nuevo creció el rumor de la gente, pero enseguida se acalló para que nadie se perdiera ni una palabra del parlamento entre la chica y el príncipe.

La mirada de éste se había tornado gélida.

—Ya —dijo—. Un mensaje y una petición, entonces. ¿De quién, si puedo preguntarlo?

—El mensaje y la petición son míos y de los demás habitantes de los Bosques Oscuros.

Todos los presentes escrutaron las facciones del príncipe mientras mantenían la respiración. Nill siguió hablando:

—Estuve en Korr. Y vi la torre de la reina de Korr.

El príncipe abrió los ojos.

—¡¿Una reina?! —el eco se multiplicó entre la gente.

—En las Tierras de Aluvión se ha formado un ejército de guerreros grises. ¡Los soldados pronto atacarán! Y van a arrasarlo todo. Todo. La reina de Korr quiere conquistar el mundo entero —la voz de Nill adoptó un tono más bajo—. Y lo hará con el armamento y la potencia militar que en Korr sólo aguarda su orden para iniciar la marcha. Por eso estoy hoy aquí. Las distintas razas —añadió en tono alto para que todos pudieran oírla—, ¡las distintas razas de los Bosques Oscuros se están aliando para la lucha! Nos disponemos para una guerra como nunca antes se ha dado. Y todavía hay esperanzas. Si nos unimos, todos los pueblos y razas del Reino de los Bosques, si aceptamos luchar codo con codo…, todavía tendremos posibilidades —Nill miró al príncipe. Él parecía reflexionar. Sus ojos tenían el aspecto de dos guijarros negros, desconfiados y obstinados.

—¿Por qué tenemos que creerte? ¿Dices que estuviste en Korr con una reina? Bueno, ¡ella gobierna sobre elfos! ¿Y nos estás pidiendo que nos aliemos con elfos? ¿Qué artimaña se esconde detrás de todo esto?

Nill pretendía contestar con dureza, pero el elevado asentimiento de la masa cubrió su voz.

—¡Esto es muy distinto! —gritó irritada—. Los guerreros grises están unidos a la reina a través de su magia y, además, ¡ella es una humana!

De pronto una mano se agarró al brazo de Nill. Asustada, ella se dio la vuelta y descubrió la cara de Agwin. Parecía mucho más avejentada. Sus rasgos se habían desencajado proporcionándole un perfil de bruja. Con garras de hierro trataba de tirar de Nill hacia la masa.

—¡No sabe lo que dice! —chilló Agwin en todas direcciones y sobre todo hacia el príncipe—. ¡Siempre ha sido una tarada!

Nill se arrancó de sus garras. Los ojos de Agwin se abrieron de estupefacción y la mujer le propinó tal bofetada que Nill sintió un estampido en las orejas. Se le ladeó la cabeza. A pesar de su turbación, oyó que un inesperado murmullo de complacencia recorría la muchedumbre. Las manos de Agwin volvieron a asirse a su brazo. Muy despacio y con gran serenidad, la chica sacó su espada. Se oyeron gritos de horror. Agwin la soltó como si se hubiera quemado a su contacto. Nill dirigió el filo directamente hacia su garganta.

—No te atrevas a volver a tocarme jamás —dijo en voz baja.

La mujer entera comenzó a temblar: sus párpados, las comisuras de sus labios, sus manos. Tan sólo los pálidos ojos se mantenían sobre Nill como carámbanos.

—¡Baja la espada! —el príncipe dio un paso hacia ella—. Baja de inmediato la espada, chica.

Nill no apartó la vista de Agwin. Pero luego dio un paso atrás y bajó el arma lentamente. Los ojos del príncipe echaban chispas.

—¡Sabemos lo que ocurre en los Bosques Oscuros! —resopló—. Los elfos han hechizado a los animales, ¿no es cierto? La fauna está reuniéndose en valles y florestas. Cada día que pasa hay más animales, llegan de todas partes. Y los jabalíes… ¡La última vez que salí de caza yo mismo vi por lo menos trescientos, formando manadas junto a los abetos!

Nill lo observó sin pestañear. Todavía percibía el calor en la cara, pero ya no le dolía. Sólo sentía coraje, un coraje embotado.

—Se están reuniendo para defender a los Bosques Oscuros, y ¡también a los hykados!

—¡Ja! —el príncipe infló la nariz—. ¿Los ciervos y los jabalíes van a luchar por los Bosques Oscuros? ¿Animales?

—¡Sí, animales! Porque por lo visto ven más claro que algunos humanos.

Una llamarada funesta cubrió la mirada del príncipe.

—Atiende, cría fallida de los elfos, ni nuestro pueblo ni ningún otro va a aliarse con jabalíes y renos y elfos y quién sabe qué bestias más. Ya nos has molestado bastante…

A medida que el príncipe se iba acercando a ella con paso lento, Nill fue levantando la espada. Estaba dispuesta a cualquier cosa. Aquí nadie va a maltratarme más. Y cuanto más pensaba, menos sabía qué hacer.

—¡Alto!

Los reunidos, y también Nill, se dieron la vuelta sorprendidos. De la masa se desgajó una figura encorvada, con bastón y una calva tatuada de azul. Celdwyn extendió la mano y caminó ligera hacia ella.

—¡Alto! Alto, mi señor. No toques a esta muchacha.

Se quedó parada detrás de Nill y ésta se hizo a un lado, de tal manera que no permaneció entre el príncipe y la vidente, sino que pudo contemplarlos a ambos a los ojos. Celdwyn bajó la mano y miró a Nill con una sonrisa amistosa. Un lamento perdido recorrió las casas y las cabañas.

—Esta muchacha ha sido maldecida por el pueblo élfico y aquel que la toque será víctima de una gran desgracia —dijo Celdwyn impasible.

Volvieron a escucharse nuevas voces de espanto y las gentes se apartaron de Celdwyn, que estaba como petrificada.

—Mi condolencia, Agwin —añadió Celdwyn dirigiéndose a la mujer, pero su voz sonó tan insensible como siempre.

Un silencio sepulcral se adueñó del pueblo. Nill observó de nuevo al príncipe, que se había quedado como congelado aunque continuaba contemplándola.

—Aquí no hay esperanza —dijo Nill con dureza. Luego se dio la vuelta y se marchó, todavía con la espada en la mano.

Una voz la siguió:

—Sííí… ¡Los árboles están susurrando!

Pero Nill no se volvió de nuevo hacia la adivina.

Los humanos se apartaron de ella. Esta vez nadie dijo nada a su paso. Nadie se interpuso en su camino. La examinaron con miradas opacas hasta que los árboles susurrantes del bosque la engulleron.