El rastro erróneo

Salieron muy temprano. Como el día anterior, Kaveh se marchó a pie con Bruno. A Nill ya no le resultaba extraño que el animal de compañía del príncipe fuera un jabalí. Ambos tenían una gran familiaridad entre ellos y uno no se apartaba del lado del otro. Más tarde, mientras viajaban por el río, Nill le preguntó a Erijel de dónde había sacado Kaveh al animal. Y se quedó algo sorprendida cuando Erijel no se limitó a responderle con una frase sin más.

—Ésa fue una de las pocas locuras de él que llegaron a buen puerto —le explicó esbozando una pequeña sonrisa—. Cuando tenía diez años, Kaveh fue a los bosques. Estuvo observando a un grupo de cazadores humanos que cazaron un jabalí. Lo mataron. Cuando los humanos desaparecieron con su botín, Kaveh siguió las huellas del animal hasta el lugar donde había sido sorprendido por los cazadores. Tiene un sexto sentido para oler los peligros. Desgraciadamente le faltan los otros cinco para apartarse de ellos. En todo caso, encontró la guarida del jabalí, a pesar de que estaba en los Yen Argwha, los bosques prohibidos donde cazan los humanos y en los que un elfo con cordura no debe adentrarse. En la guarida había una única cría de apenas unas semanas. Kaveh se llevó el jabato a casa. Es costumbre que un elfo se lleve el animal que moriría sin su ayuda. Casi siempre se suele tratar de un lobato abandonado, un azor herido, halcones o un cuervo, a veces un zorro… pero llevarse un jabalí sólo se le ocurre a Kaveh. De algún modo consiguió establecer con Bruno el vínculo de amistad que une a los elfos con sus hermanos animales. Aunque muy pocos lo creían.

Nill miró hacia el bosque que, árbol a árbol, pasaba ante ellos. Por alguno de sus rincones umbríos andaban Kaveh y su jabalí. La chica sintió que su corazón se encogía porque había una amistad tan estrecha entre ellos y porque ella jamás había sentido nada igual. De nuevo se adueñó de ella aquel sentimiento de añoranza que la embargaba desde la aparición de los elfos: ¿por qué había crecido entre los humanos? ¿Por qué no podía pertenecer a los elfos?


* * *


Como el día anterior, la mañana siguió cubierta y algo fría. El aire caía pesado y silencioso sobre ellos y estaba lleno de aromas veraniegos que allí, en medio de los bosques espesos, se multiplicaban más que en cualquier otro sitio. A pesar de ello se mezcló un frescor en el ambiente, como un aliento detenido que casi podía degustarse. Nill conocía ese olor muy bien. Iba a llover.

Pasaron las horas. A mediodía alcanzaron la orilla, Kaveh subió al bote y Erijel continuó a pie con Bruno. Entretanto, Nill no sentía ya ningún tipo de resquemor hacia los elfos y no le resultaba incómodo no tener nada que hablar y permanecer sentados unos junto a otros en silencio. Sólo alguna vez, cuando notaba la mirada de Kaveh sobre ella, no sabía muy bien cómo comportarse.

Por la tarde volvieron a tierra firme e hicieron un fuego. Comieron y hablaron y Nill comenzó a hacerse amiga de Bruno. Para ser exactos, el animal estuvo husmeándola y resollando como si quisiera decirle que por su parte no había ningún problema. Aunque seguramente era mucho menos interesante comparada con las nueces y las setas del bosque.

Cuando la noche ya casi había transcurrido por entero y empezó a abrir el crepúsculo, se cumplió el presentimiento de Nill. Un ligero retumbar rodó por los bosques. Pronto, a través de las copas de los árboles, cayeron las primeras gotas aquí y allá. Luego, la lluvia tamborileó sobre las hojas. Nill, los elfos y Bruno se despertaron sin remedio y decidieron marchar. Con la cabeza encogida, montaron en la barca y Kaveh se quedó con Bruno como de costumbre.

La lluvia transformó el río en un oscuro campo minado y pintó incontables ondas en su superficie. No mucho después, Nill, Mareju, Arjas y Erijel estaban empapados hasta los huesos. Nill dobló las rodillas y rodeó sus piernas con los brazos.

Tiritando, esperaron que se hiciera de día, pero el tiempo parecía no avanzar y no dejaba de diluviar. La muchacha estaba muerta de frío. La ropa caía pesada sobre ella y empapaba su cuerpo; tenía el pelo pegado a las mejillas, la nuca, el cuello, y las gotas se escurrían de sus pestañas. Por hacer algo, cogió una punta de pan, la rompió en pequeños trocitos y fue comiéndoselos mientras la lluvia los iba ablandando en su mano.

Continuó lloviendo y entre el repiqueteo del agua se podía oír de vez en vez la inquietante vibración de un trueno. A continuación, se puso oscuro como boca de lobo y la noche se derramó como tinta sobre la tierra. Nill y los elfos buscaron la protección de un abeto gigantesco, cuyas raíces eran tan gruesas y altas como verdaderos troncos por los que se podía trepar. Gracias a su habilidad, Arjas y Mareju lograron encender un fuego, si bien es cierto que, para ello, no dudaron primero en enzarzarse en una pelea y, después, una vez que la hoguera ya flameaba apacible ante ellos, en felicitarse efusivamente uno al otro. Se quitaron las ropas empapadas y las colgaron en ramas próximas al fuego. Nill sentía vergüenza y durante un rato no supo lo que debía hacer. Pero al fin hizo de tripas corazón, se quitó la capa y la túnica, y, acuclillada junto al fuego, se quedó sólo con la saya. Entonces aguardó, igual que los chicos y el jabalí, a que el calor penetrara en su cuerpo congelado.


* * *


Llovió durante dos días sin parar. Nill ni siquiera recordaba cómo se sentía una persona cuando estaba seca y caliente. Ya se había acostumbrado a aquel constante tamborileo que caía sobre su cabeza y sus hombros, y apenas le permitía pensar. Sus compañeros casi no hablaban entre sí. En las constantes horas de lluvia, su mano palpaba cada vez más a menudo el punzón de piedra. Cuando percibía que todavía estaba en su bolsillo, tan próximo a su cuerpo, se sentía aliviada y no deseaba apartar la mano de aquel bulto bajo la ropa.

Sus ojeras habían adoptado un tono rojizo y sus mejillas estaban más pálidas. Salvo por eso, el frío no parecía producir el menor contratiempo ni en él ni en sus caballeros. Nill, sin embargo, se había acatarrado y tosía sin parar.

Bruno no pierde jamás un rastro. Y Arjas…, bueno. Él nunca pierde a Bruno —Kaveh frunció las comisuras de los labios mostrando de nuevo una sonrisa diáfana. Luego, señaló con la cabeza hacia delante—. El río está cambiando.

Nill se dio la vuelta. No vio nada más que el vaporoso banco de niebla. El agua formaba perlas en su frente. Y de improviso la barca rozó unos juncos. La muchacha miró asustada hacia atrás. Ante ellos las plantas habían surgido como de la nada. Un instante después, estaban rodeados por cañas tan altas como un hombre. Nill vio flotando en el agua madejas de algas enredadas.

—¿Hemos ido a parar a la orilla? —preguntó.

Erijel se levantó y cogió el remo.

—No. El río se ha partido. Nos hemos desviado por un afluente lateral. Tal vez vayamos a parar a un lago.

Hasta aquel momento Nill no había pensado que el río tenía que terminar en algún lugar. Pero lo cierto es que sólo cruzaba los Bosques Oscuros… Después, estaban las Tierras de Aluvión de Korr. Le pareció que despertaba de un largo sueño. ¡Las Tierras de Aluvión! El Reino de los Bosques Oscuros había quedado definitivamente tras ellos y, con él, el último resquicio de su hogar.

Un silbido atravesó la niebla. Kaveh se metió dos dedos en la boca y respondió. Unos segundos después, la silueta de Arjas se recortó a través de los vapores y, a su lado, como una sombra inmensa, apareció Bruno.

Erijel guió la barca hacia él y saltó el primero a la orilla. La hierba amarilla, chafada por la lluvia, parecía una melena enmarañada que caía sobre el agua.

—Algo más allá los bosques comienzan a clarear —dijo Arjas—. El río se bifurca en todas direcciones. Los distintos cauces están cubiertos de juncos. Con el bote no podemos continuar.

Kaveh asintió y bajó también a la orilla. Luego extendió la mano hacia Nill para ayudarla a desmontar. El corazón de la chica comenzó a latir aceleradamente a causa del contacto, pues nunca le había dado la mano a un elfo —o a cualquier chico— para dejarse ayudar por él.

—Tenemos que abandonar la barca —dijo Kaveh.

Se echaron al hombro bolsas de provisiones, arcos y aljabas, y escondieron el bote entre las cañas. Aquello era lo último, pensó Nill, lo último que dejaba atrás de su pasado.

En los bosques la penumbra se les echó encima. A su alrededor se erguían abetos y pinos con unos troncos que brillaban negros. Los árboles se tragaban la mayor parte de la luz, a pesar de que estaban bastante alejados unos de otros, lo que les impedía protegerlos de la lluvia. El suelo se había transformado en una alfombra de musgo y agujas marrones, que enseguida se fueron quedando pegadas a las botas de los elfos y las pantorrillas de Nill.

Los árboles estaban cada vez más distanciados entre sí. Aunque comenzaba a atardecer, no se hizo más oscuro por que el bosque iba clareando. Comenzaron a ver manchas de cielo sobre ellos. Bruno se quedó quieto y miró interrogante hacia Kaveh. Este caminaba ya hacia él, abrió las bolsas que iban agarradas al cuerpo del animal y sacó cinco antorchas.

—Pronto se hará de noche. Y no parece que vaya a salir la luna. Tenemos que encenderlas.

Nill y los caballeros aguardaron a que el príncipe las prendiera. En las bolsas se habían mantenido más o menos secas. Nill recordó asombrada cómo Bruno se había quedado quieto en cuanto Kaveh había querido coger las antorchas. ¿Eran capaces de hablar entre ellos sin necesidad de producir ni un sonido?

Tomaron una cada uno. Hasta ese momento no habían sido conscientes de la oscuridad que había. Cuando volvieron a ponerse en movimiento, Nill no vio nada que no estuviera en el radio de acción de su antorcha. El mismo suelo parecía hundirse bajo sus pies… Caminaban a través de una absoluta negrura, en la que sólo podía distinguirse el golpeteo de la lluvia y la oscilante luz de las antorchas.

Por eso, al principio, Nill no cayó en la cuenta de que los árboles habían quedado atrás y el suelo musgoso se había transformado en una senda desigual. Únicamente seguía las antorchas, únicamente seguía la luz, un paso detrás de otro, un pie delante del anterior, siempre adelante, a través de la noche. Un agotamiento plomizo se apoderó de ella. Se le cerraban los ojos una y otra vez. Las rodillas se le doblaban, el brazo que sujetaba la antorcha le pesaba. El hambre creció como un agujero negro y se transformó en frío, el frío en más cansancio… Pero no se podía pensar en dormir con ese tiempo sin contar con un refugio.

El ruido de un trueno se multiplicó por el paisaje, con toda su monstruosa potencia y sin que los árboles del bosque pudieran atenuarlo. El rayo partió la oscuridad e iluminó la tierra por espacio de unos segundos: por un momento Nill creyó encontrarse en el desierto, pues en el instante que pudo ver lo que había a su alrededor, se dio de bruces con la nada. Nada salvo colinas peladas, nada salvo siluetas lejanas que debían de pertenecer a montañas o ser tan sólo jirones de niebla. La muchacha añoró la luz de la mañana y, al mismo tiempo, temió descubrir el páramo con el que iba a tener que enfrentarse.

De pronto los elfos hicieron un alto. La chica estuvo a punto de chocar con los otros y tuvo que intensificar la vista antes de reconocer lo que había ante ella. La antorcha de Kaveh alumbraba una llama endeble que no soportaba ya los embates de la lluvia. Él la mantenía pegada a un tablón de madera. Era un letrero desmoronado.

La madera carcomida brilló a través de la cortina de agua. Kaveh se acercó más. La llama lamió siseante el rótulo.

—¿Qué pone ahí? —murmuró Mareju—. ¿Podéis leerlo?

—No entiendo ni una palabra —Arjas se encogió de hombros.

—Esperad —dijo Kaveh.

Nill se puso de puntillas para verlo mejor. Pero incluso para alguien que sabía leer las letras estaban tan estropeadas que era imposible descifrarlo.

—… K, ésa es una K de la escritura humana —dijo Kaveh—. K de Korr —buscando el apoyo de los demás, se volvió hacia ellos—. ¿Qué opináis? ¿Tomamos este camino?

—¿Qué otra posibilidad nos queda? —preguntó Nill.

Kaveh se apartó unos cuantos pasos y dirigió la antorcha a la oscuridad. Podía distinguirse una vereda estrecha.

—Dos sendas, una indicada y la otra no.

Nadie dijo nada por espacio de unos instantes. Nill esperaba que los elfos se decidieran; al fin y al cabo ellos habían asegurado que conocían el camino. Como nadie decía nada, reunió coraje, se puso bien las alforjas y anunció:

—Seguiremos el letrero.

—Estoy de acuerdo —dijo Mareju.

—Entonces, adelante —asintió Kaveh.

Tomaron el camino ancho. Al pasar, Nill se volvió hacia el rótulo de nuevo. La luz de su antorcha barrió las letras grabadas y le hizo ver muecas y guiños de burla… Luego, la oscuridad se tragó el letrero tras ella.

Continuaron la marcha, vigilantes. Nill trataba de encontrar algo que le indicara que habían elegido el camino correcto. Pero no había nada que su vista pudiera alcanzar. Seguían como antes en medio de una absoluta oscuridad.

Por eso, a la chica le desconcertó tanto la primera luz que se abrió paso hacia ellos a través de la noche.

—¿Qué es eso? —susurró.

Con los ojos entornados, fijaron la vista en el reflejo que desafiaba la negrura al frente. Cuando se acercaron, surgió una segunda luz. Y, enseguida, otra más. Más y más luces fueron emergiendo de la noche, una después de otra.

Nill caminó más deprisa, hasta que el suelo se abrió justo delante de sus pies. Conteniendo la respiración, miró hacia abajo.

También el príncipe y los caballeros se quedaron sin aliento al observar semejante nido de luces. Como un valle repleto de luciérnagas, se multiplicaba una confusión de lucecillas: se proyectaban sobre ellos y daban reflejos de plata a la lluvia que seguía cayendo, de tal modo que una estela brillante colgaba de la ciudad entera.

—No estamos en las Tierras de Aluvión. Esto —dijo Erijel— es la patria de los repudiados y exiliados. Hemos llegado a Kaldera.