El pueblo fantasma
Permanecieron sentados muy juntos en la balsa, esperando que llegara el amanecer. Las algas trepaban hacia ellos una y otra vez, y rozaban viscosas sus pies. Pero ellos las machacaron en mil trozos y pronto toda la madera estuvo cubierta por aquellas plantas hechas pedazos. En cuanto las primeras luces flotaron en la oscuridad, bajaron a la orilla y abandonaron la balsa. Era demasiado peligroso continuar el viaje entre aquellas plantas carnívoras. Eso sin hablar del asco que les producían.
—Gracias —murmuró angustiado Kaveh a Scapa cuando trepaban por el talud—. Creo que te debo algo.
—Olvídalo —respondió el otro.
Luego, se mantuvieron en silencio y sus expresiones parecieron desear enfrentarse en un pulso por ver quién se mostraba más malhumorado. Kaveh se encerró en sí mismo como una sombra gris, mientras Scapa trataba de evitar la proximidad y las miradas de todos los demás…, sobre todo de Nill. A esas alturas ella ya no intentaba comprenderle. Primero se había tirado al agua por ella, luego la había mirado de aquella manera tan vehemente antes de caer desmayado, y ahora la ignoraba por completo. Y Kaveh también era todo un enigma. Lo más probable era que los chicos fueran todavía más complicados que aquellas expresiones de la lengua élfica. Decían una cosa y querían decir otra, y, claro, ¡se armaba un guirigay con las palabras!
Kaveh, que iba el primero tratando de abrirse camino por la ciénaga, se detuvo de golpe. Justo delante de sus pies había algo brillante. Se arrodilló despacio y levantó aquel objeto. Era una olla abollada. Se giró hacia los demás, sorprendido, y les tendió el cacharro.
—Es una olla —dijo Fesco asombrado.
Mareju le echó una mirada crispada.
—¡Muy agudo!
—Tiene que haber un pueblo cerca —Kaveh giró la olla en sus manos mientras su mirada vagaba entre los jirones de bruma. Bruno husmeó el aire. Luego eligió una dirección y los demás lo siguieron.
No pasó mucho rato hasta que emergieron de la niebla los primeros contornos. Ante ellos aparecieron unas cabañas construidas con arcilla y ramas, que parecían pequeños promontorios que se elevaban desde el suelo. La hierba crujía bajo sus pasos. Kaveh tiró la olla a un lado. El suelo estaba lleno de trastos viejos: vasijas de barro, cuencos, telas raídas, figuras de madera. Era como si un terremoto hubiera puesto toda la aldea patas arriba y la hubiera agitado. Algunas casas estaban medio derruidas; otras, quemadas y sus restos permanecían diseminados por la hierba como costillas carbonizadas.
—Esto es obra de los guerreros grises —murmuró Kaveh con los puños apretados.
Erijel se colocó a su espalda y sacudió la cabeza despacio.
—No. No han sido los guerreros grises. Los guerreros grises nacieron en este pueblo.
Kaveh se mordió los labios. Quería odiar a aquellos guerreros grises por todo, todo lo que hacían; por sus terribles asesinatos, sus persecuciones sin sentido, su crueldad. Y ahora resultaba que ellos mismos eran también víctimas desamparadas.
El príncipe caminó entre las cabañas abandonadas, apartó con el pie pedazos de arcilla y levantó a su paso restos de cenizas grises. Se quedó quieto cuando se percató de que de un cenagal sobresalía un brazo macilento.
Los siete compañeros se cubrieron las narices con las mangas. El olor a descomposición se elevaba sobre el pozo de fango. A pesar de ello, Kaveh avanzó un paso más y echó una mirada al cadáver.
Una parte de los hombros, la espalda huesuda y algunas mechas de cabello se esbozaban a través del fango verdoso. El cuerpo debía de llevar ya un tiempo allí.
—Verdugos y asesinos —murmuró Fesco arrugando la nariz—. Aquí huele peor que en la cocina de mi abuela.
Kaveh retrocedió apartándose las rastas hacia los hombros.
—Creo que…
De pronto algo silbó por el aire. Kaveh se tiró al suelo sin pensarlo. Una flecha sesgó el aire justo por encima de él.
—¡Guerreros grises! —gritó Arjas y una nueva flecha cruzó el cielo.
Nill cayó de rodillas. Una saeta se clavó en el suelo a un palmo de ella, el asta vibraba todavía.
—¡Vámonos de aquí! —una mano la agarró de la capa y tiró de ella hacia delante.
Mientras corría con la cabeza inclinada descubrió a Erijel ante ella. ¿Dónde estaban los demás? ¿Corrían tras ellos? Nill no oía nada más que el ritmo acelerado de su corazón y el zumbido de las flechas que pasaban a un dedo de su cabeza. Erijel corrió hasta una cabaña, de la que sólo quedaban las paredes. Jadeando, empujó a la chica al suelo y ambos se recostaron sobre el muro derruido, sus temblorosas rodillas les impedían permanecer de pie.
El aire estaba lleno de disparos centelleantes. Se deslizaban por encima de la cabaña hasta que una de las flechas se quedó clavada en la pared de enfrente. Nill respiró hondo. Mientras todavía observaba la flecha allí clavada, Erijel le puso su espada corta en la mano. Ella le miró sorprendida.
—Cuando vengan los guerreros grises —dijo con intensidad—, no titubees. ¡No titubees! —y cerró los dedos de la chica en torno a la empuñadura de la espada. Luego se descolgó el arco del hombro, tensó la cuerda y puso una flecha. El sudor corría por sus sienes cuando se acercó al borde de la pared. Oteó la situación. Seguían disparando.
* * *
Kaveh, los caballeros, Bruno y los dos ladrones se habían refugiado en un pajar derruido que había enfrente. Los elfos tenían los arcos tensados. Kaveh vio a Nill y Erijel en la cabaña e hizo una señal a su primo. Él se la devolvió. Lucharían cuando llegaran los guerreros grises. Tendrían que luchar.
Pero los guerreros grises no aparecieron. Bastantes minutos después, que a ellos se les hicieron interminables, los siete seguían allí con sus espadas y arcos dispuestos. Pero no llegó nadie. Ningún ataque cuerpo a cuerpo. Ningún grito de guerra…, aunque tampoco lo esperaban de aquellos fantasmagóricos guerreros grises.
Pronto acabó la lluvia de flechas. Un silencio desolador se extendió por el pueblo derruido.
Kaveh destensó la cuerda del arco y se volvió hacia los otros.
—¿Por qué saben los guerreros grises que estamos aquí?
—¡Porque tú disparaste sobre el cartel del colgado! —dijo Arjas soltando el arco. Tenía los puños tensos—. ¡Habría sido casi imposible que dejaran de ver tus flechas! ¡Les ofreciste la información en bandeja de plata!
—Déjalo —se metió Mareju—. El esyor se waháud ner il-jit… ¡Un lago no se forma sólo con la lluvia! Los guerreros grises no empezaron a seguirnos en las Tierras de Aluvión. No, tiene que haber otra razón que les lleve a ir tras nosotros —Mareju echó un vistazo alrededor—. Conocen nuestras intenciones. Llevaban siguiéndonos todo el tiempo. No hay más explicación que la de que conocen nuestros planes. ¡Los han sabido durante todo el tiempo! Desde que estuvimos en Kaldera…
El silencio se apoderó de ellos. Y tal vez fue aquel jadeo acallado, sólo eso… el que hizo que todos fijaran la vista en Fesco.
Scapa le miró a la cara. Fesco era un mentiroso redomado. Siempre que no estuviera Scapa en las proximidades. Y ahora era como si la mirada de fuego de Scapa estuviera formando un agujero sobre su frente.
—Oh, no, Fesco…
El chico, perplejo, trataba de impedir que Rana huyera de sus manos, pues la rata había olido la tormenta y quería desaparecer lo más deprisa posible. Con un chillido, saltó de los dedos de su dueño y se escabulló en la oscuridad del pajar. Fesco aspiró profundamente. Miró con desconcierto las caras de todos los que le rodeaban y no vio más que un gran horror en todos ellos.
—¡Yo… yo no lo sabía! —dijo al fin—. Scapa… ¡Pensé que los elfos querían hacerte algo malo! —y señaló con el índice tembloroso a Kaveh y sus caballeros—. Después de oír lo que se proponían…, lo del cuchillo que tú robaste… ¡Maldita sea! Creía que querían hacerte algo malo —se pasó nervioso la lengua por los labios—. Yo… Pensé que sería mejor delatarles a los guerreros grises y ayudarte, antes de que te encontraran ellos…
De pronto Kaveh no pudo soportarlo más. Con un grito agudo —lo que gritó exactamente fue «Ecnêru!»— se abalanzó sobre el ladrón y le propinó una andanada de puñetazos, pisotones y tirones de orejas. Mareju y Arjas metieron también toda la baza que pudieron y Bruno comenzó a correr alrededor del grupo como un loco. Sólo cuando Scapa se metió en el círculo de contrincantes y amenazó con su cuchillo a los elfos, Kaveh y sus caballeros retrocedieron un paso con los rostros encendidos.
—¡No le protejas! —gritó Kaveh enfurecido—. ¡El sharám no se merece que le protejan!
Por espacio de unos segundos Scapa mantuvo la hoja del cuchillo en actitud amenazante hacia ellos. Luego dejó caer el arma al suelo y se volvió a Fesco. Y con un insulto —que traducido debía de significar lo mismo que Ecnêru y, por supuesto, esta vez Fesco sí comprendió— se tiró a su cuello y lo derrumbó sobre el suelo con tanta energía que también él cayó de rodillas.
—¡TÚ! ¡FESCO, IDIOTA! —lo sacudió por el cuello de la camisa hasta que también él perdió el equilibrio y Fesco se sobrepuso a su sorpresa y pudo empujarlo a un lado. Scapa volvió a atacarle. Durante un momento rodaron los dos por el suelo, pegándose y resoplando. Los elfos se aproximaron a ellos para contemplar la pelea, hasta que Fesco le tiró a Scapa la capa por la cabeza y de esa manera pudo salvarse retrocediendo unos pasos. Furioso, Scapa logró deshacerse de la capa que lo aprisionaba y se levantó de un salto. Apretó los puños y dio una zancada como si fuera a tirarse de nuevo sobre su contrincante. Pero luego lo dejó estar. ¿De qué servía ya pegar a Fesco? No iba a cambiar nada.
—¡La cosa no habría acabado así si tú fueras capaz de ocuparte de ti mismo! —gritó Fesco colocándose bien el jubón.
—¡Qué!—siseó Scapa.
Fesco jadeó.
—¡Sabes a lo que me refiero, Scapa! ¡Vives en tu mundo y no te molestas en darte cuenta de lo que los otros hacen por ti! ¿Quién fue el que te proporcionó los mejores ladrones de Kaldera? ¿Quién les conminó a pagarte la parte que te correspondía? ¡Todo lo hice yo! Me preocupé de que te apreciaran y te temieran, ¡igual que me tengo que ocupar siempre de todo!
—¡¿Y quién te dijo —preguntó Scapa con un bufido— que te ocuparas de esto?!
—Por si no lo notas, ¡siempre intento AYUDARTE!
—¡Pero no me ayudas! Lo único que haces es complicarlo todo mil veces más, ¡¿entendido?!
La barbilla de Pesco comenzó a temblar.
—Éste es tu problema, Scapa. Ves con absoluta precisión todo lo malo que la vida te ofrece, pero ¿sabes?, no reconoces jamás todo lo bueno que los otros hacen por ti — y con estas palabras Fesco se volvió y desapareció en el oscuro pajar con pasos lentos.
—Oh, ¿lo bueno? —gritó Scapa tras él—. ¿Te refieres a que no me doy cuenta de lo bueno que es que, gracias a ti, los guerreros grises nos anden pisando los talones? — apretó los labios—. ¿Adonde demonios vas?
Ahora Fesco caminaba más deprisa.
—Busco a Rana… ¡Por lo menos ella sabe lo que significa la amistad!
—Ah, pues muy bien —gruñó Scapa—. ¡Quédate con tu amiga la rata! En el caso de que no se haya escapado…
—¡Rana! —Fesco comenzó a rebuscar entre los cacharros viejos, los cascotes y las pacas de heno—. ¡Rana! ¡Dónde te has metido!
Malhumorado, Scapa se dio la vuelta. Los elfos estaban sentados en el suelo y lo observaban con hostilidad.
—¿Qué? —voceó Scapa mientras con un gesto que pretendía ser digno se colocaba bien la capa. Luego levantó su puñal del suelo y con un «¡Por mí os podéis ir todos a hacer gárgaras!» se fue hacia un rincón del pajar, donde se dejó caer sobre un montón de heno.
Erijel y Nill, que seguían al otro lado, se miraron desconcertados. Pero ¿qué era lo que estaba sucediendo allí delante?