La princesa de la calle

Scapa se quedó clavado en la puerta del perista. Sus pies no querían ponerse en movimiento. En vez de las llaves, ahora tenía la dudosa palabra de un elfo de los pantanos, ¡nada más! El largo camino que los había llevado hasta allí no había valido para nada. A cambio, sólo habían recibido una humillación…

—¡Odio a los elfos! —masculló Arane.

Scapa sólo fue capaz de respirar profundamente. Si hubiera podido, se habría arrancado aquella sensación de desamparo.

—Los odio —repitió Arane y en sus siguientes palabras estalló la ira como propulsada por una válvula—: ¡Ratas de agua nauseabundas, avaros embusteros, los odio a todos!

Pegó una patada al suelo y Scapa se la quedó mirando. En sus ojos se reflejaba el odio verdaderamente. Ya le había visto aquella mirada en una ocasión. Hacía mucho tiempo… y, sin embargo, tan sólo un parpadeo parecía separarle de aquel instante que se había fijado nítido en su memoria, y siempre permanecería allí.

La ocasión en que vio a Arane por primera vez.

Scapa había oído los gritos desde bastante atrás. No eran los gritos que solían oírse en aquel barrio. Ni los gemidos agudos de los recién nacidos, achicharrados por el calor. Ni los penetrantes reclamos de los tenderos en el mercado.

El chico se aproximó con cuidado, pegado a la pared y con la daga en ristre. Ya había pasado tanto tiempo desde su primer hurto que había adquirido experiencia en el manejo del arma. Y no sólo eso: también se había transformado en un ladrón mucho más sereno. En pocos meses se había revestido de algo así como una sombra oscura que le permitía deslizarse por las calles de la ciudad con la agilidad más absoluta y sin ser visto. Pero en todo aquel período casi no había hablado con nadie. Los humanos le daban miedo y los elfos, también. Además, a todos les robaba.

Seguía oyendo aquel vocerío y se acercó con curiosidad. Si hay carroña, los buitres no andan lejos. Y si alguien se pelea, lo más seguro es que haya un botín a tiro.

Scapa se agachó y escrutó por una esquina. Vio un puesto con brillantes broches y pulseras, sin vendedor. Este estaba un poco más allá con las mangas remangadas y ocupado en algo muy distinto: los brazos del elfo agarraban a un ser minúsculo, un chiquillo de rizos, que no dejaba de agitarse con furia.

—¡Asqueroso ladronzuelo! —el mercader acompañó estas palabras con una andanada de maldiciones élficas que Scapa no entendió—. ¡Quédate aquí, diablillo! Hoy comerás en el calabozo, te lo puedo garantizar. ¡Quédate aquí!

El elfo se quitó el cinturón e intentó maniatarle con él. Pero el pillastre se revolvía como un pez y lograba escabullirse cada vez.

Scapa supo lo que debía hacer. A cuatro patas se deslizó tras el puesto. Se quitó la camisa a toda velocidad, puso las joyas encima de la tela, rápida pero atentamente para que no sonara ningún ruido. Una posibilidad así no se presentaba todos los días.

Había arramblado casi con medio puesto cuando ocurrió. El pillastre mordió la mano del vendedor y éste aulló con estridencia. A pesar de que no había sido descubierto todavía, Scapa se estremeció. El elfo pegó un bofetón al niño con la mano sana. Lo hizo con tanto ímpetu que el ladrón perdió pie, soltó un chillido y se quedó postrado en el suelo mientras la sangre goteaba a través de sus greñas. De pronto, levantó la cabeza y miró a Scapa.

Scapa no supo qué le sorprendía más: descubrir que no era un chico sino una chica, o el azul de sus ojos: esos ojos tan repletos de odio y más hermosos que cualquier otra cosa que hubiera visto antes. Sintió que el instante en que sus miradas se cruzaron duró una eternidad y sumió todo lo demás, salvo a ellos, en una absoluta negritud.

El elfo, abalanzándose iracundo sobre él, hizo que Scapa retornara a la realidad. Giró con rapidez hacia un lado antes de que el puño del mercader pudiera golpearle.

Un segundo después, su daga sesgó el aire para impedir la rabiosa acometida del vendedor mientras de reojo miraba el lugar donde había estado la chica, pero el único rastro que había de ella eran tres gotas de sangre en el suelo. Todavía pudo distinguirla corriendo por una callejuela.

—¡Eh, maldita sea! —Scapa se libró del puñetazo del elfo y se escurrió bajo sus brazos. Cogió el hatillo que había hecho con su camisa, y en donde permanecía el material robado, y golpeó con él la espalda del mercader. Este cayó de rodillas, pero enseguida volvió a levantarse. Sin embargo, Scapa ya había salido huyendo hacia la misma calle por la que había desaparecido la muchacha.

La buscó largo rato. Corrió por todas las calles que conocía, escudriñó todas las callejas y miró incluso aquí y allá, en las tabernas y garitos de los contornos. Preguntó a mendigos y niños de la calle si habían visto a una chica de ojos azules y rizos rubios, una chica que debía de tener una herida en la cabeza; preguntó hasta a las lavanderas del barrio de los tintoreros, pero nadie supo darle noticia.

—¿Una chica que puede pasar por un chico y tiene una herida en la cabeza? —repetían todos incrédulos. Aquella definición valía para casi todos los niños de la calle. Pero Scapa no era capaz de explicar lo que ella tenía de distinto… Algo que también para él suponía un enigma.


* * *


Por la tarde seguía sin encontrarla, así que regresó a las ruinas de una casa donde llevaba un tiempo durmiendo, para ocultar su botín. Allí, a la luz de una farola, examinó las joyas. Estuvo pensando cuál de todas las piezas habría querido robar la chica y siguió dándole vueltas a lo mismo esa noche y la siguiente. Durante muchos días pensó en ella. Y cuanto más reflexionaba, con más fuerza sentía que se había convertido en su destino. Así de sencillo. Ahora conocía una parte de su futuro, fuera bueno o malo.

Pasó el tiempo, sin que Scapa volviera a ver a la muchacha u oyera hablar de ella. De manera paulatina fue disminuyendo su certeza de que iba a jugar un papel importante en su vida. Y en el fondo eso hacía que estuviera enfadado consigo mismo. ¿Cómo había podido estar tan firmemente convencido de esa idea estúpida? Se decidió a olvidarla. Y a punto estuvo de conseguirlo.

Habían transcurrido casi tres semanas desde que Scapa le había robado las joyas al elfo. El chico deambulaba por las atestadas calles de la ciudad, dejando atrás tabernas y gente vocinglera. Era una mañana templada, hermosa, y la vida bullía en Kaldera. Músicos callejeros y mil voces llenaban el aire. A la sombra de las casas, los elfos fumaban y jugaban a los dados; bailarinas llamativamente maquilladas se asomaban a las ventanas y gritaban a todos aquellos que pasaran por delante.

Scapa se hizo a un lado cuando vio que un cerdo adornado con cascabeles venía hozando en su dirección. Le seguía una cuadrilla de gente ruidosa.

—¡Aquel que atrape el cerdo ganará tres sacos de harina! —gritó alguien, que debía de ser el organizador de la cacería. Scapa conocía el truco. El cerdo estaba entrenado para regresar junto a su amo. Al final, ganaban siempre los organizadores.

Siguió su camino, los ojos abiertos a cada oportunidad que se le presentase. Tal vez se topara con algún comerciante distraído, algún bolsillo abierto… En la esquina de una plaza había un trilero que invitaba a todo aquel que pasaba a probar fortuna en su juego. El que adivinara cuál de las cartas tapadas era el rey de corazones ganaría un tálero de cobre de las monedas que otros habían perdido. Alrededor de la mesa se apiñaban los curiosos. Scapa se aproximó y pudo oír así los murmullos de agitación de humanos y elfos.

—¿Cómo es posible? —se preguntaban asombrados—. ¿Cómo puede hacerlo?

Scapa se acercó más hasta que vio algo. ¡Y lo que vio! ¡Nada más y nada menos que la chica de los rizos! Estaba frente al de las cartas ¡y jugaba! Tenía un montón de monedas en la mano y su cara relucía de felicidad. Sin embargo, el trilero exhibía una expresión mucho menos feliz. Barajaba los tres naipes más y más deprisa. Pero cada vez que ponía las cartas sobre la mesa, la muchacha posaba con seguridad el dedo sobre una y decía:

—¡Ésta es el rey de corazones!

Y siempre tenía razón.

Durante un rato, Scapa la observó a ella y el espectáculo, realmente fascinado. Estaba claro que el hombre era un timador, en otro caso no se habría mostrado tan desconcertado por la victoria de la chica. Y eso significaba que la rubia había descubierto su truco y también había dado con un camino para eludirlo. Era extraordinario. Scapa la miró de arriba abajo y llegó a la conclusión de que no podía ser mayor que él.

Mientras, ya había ganado cuatro veces más. Al timador le caía el sudor por su rostro congestionado. Mezcló las cartas y cuando acabó, contempló a la muchacha como un perro rabioso.

—Esta es el rey de corazones —dijo ella, y le dio la vuelta a la carta antes de que pudiera voltearla él; era lo mismo que llevaba haciendo todo el rato. Scapa intuyó que el jugador estaba tan desesperado justo por ese motivo: seguro que aquel detalle tenía algo que ver con su truco. La chica había acertado de nuevo. Con mirada triunfante le recordó al hombre—: Me debes otro tálero.

El estafador parecía un gigante derrotado. Sus hombros se estremecieron. De pronto, pegó un golpe a la mesa y ésta se volcó. El público se retiró horrorizado.

—¡Tramposa! —gritó. La muchacha, asustada, dio unos pasos inseguros hacia atrás—. ¿Querías tomarle el pelo a un jugador de verdad? ¡Te voy a enseñar lo que hago yo con los tramposos!

Antes de que pudiera levantar la mano para abofetearla, Scapa estaba frente a él con los puños en guardia.

—El tramposo eres y no vas a tocarle ni un solo cabello.

El hombre le miró asombrado. Cuando el chico oyó que alguien corría, se dio la vuelta. La muchacha desapareció entre la multitud.

—¡Espera!

Scapa salió tras ella. Sorteó los grandes cestos que cargaban unos humanos a la espalda y casi se lleva por delante a unos elfos. Al límite del mercado vio a la chica torciendo por una calle.

—¡Quédate quieta! ¡Eh, tú! —Scapa resbaló y estuvo a punto de caer en un charco. Cuando llegó al final de la calle se quedó parado, jadeando, y se apoyó contra el muro de una casa. Miró más allá de la esquina con precaución.

La chica estaba a punto de desaparecer tras las viviendas. Miró hacia atrás. Al no ver a Scapa, se quedó quieta para coger aire. Luego dobló por una calle lateral.

Scapa la siguió sin hacerse notar por un dédalo de calles en donde las casas eran cada vez más altas y erguían sus torcidas torres y azoteas como dedos deformes hacia el cielo. La chica corría por el barrio de los tintoreros. El sol arrancaba franjas brillantes a la oscuridad y tornasolaba los charcos. La muchacha saltaba ligera sobre ellos. Scapa no podía apartar la vista de su figura: cómo surgía a la luz del sol, cómo desaparecía nuevamente en la penumbra; surgía y desaparecía, surgía, desaparecía… Las lavanderas la saludaron y la llamaron por un nombre que no pudo comprender. Caminaba tan majestuosa por las mugrientas calles del barrio de los tintoreros que parecía una reina cruzando los corredores de su palacio.

Luego llegó a un mercado. La luz se reflejaba en las bandejas y las jarras de plata que ofrecían los mercaderes elfos, la gran plaza relucía por todos sus rincones. Los acróbatas y tragafuegos evolucionaban al sol provocando la admiración de los curiosos. La chica andaba entre la multitud. Se paró únicamente cuando llegó al teatro de títeres que habían levantado al final del mercado.

Scapa dio un gran rodeo a su alrededor para ver su rostro. Seguía la representación con mirada asombrada. Cuando todos los espectadores aplaudían, ella aplaudía con más entusiasmo que cualquiera de los demás; cuando todos reían, ella reía la que más; y cuando todos suspiraban de miedo, su frente se arrugaba en una línea de verdadera preocupación. Scapa tuvo que sonreír.

Se colocó tras ella tratando de pasar inadvertido entre el gentío. Tan sólo la extensión de un brazo los separaba. Concentró la mirada en su nuca morena por el sol. Tenía dos pequeños lunares justo bajo el nacimiento del pelo.

Como si percibiera el roce de sus ojos, ella ladeó la cabeza y miró al suelo. Después parpadeó y le miró directamente. Temiendo que volviera a huir, a Scapa no se le ocurrió otra cosa que hacer el gesto de ponerse un dedo sobre los labios. Ella no escapó y él se aproximó con delicadeza. La chica se giró de nuevo y continuó mirando la representación.

Scapa se puso a su lado. Su corazón palpitaba mucho más deprisa que de costumbre. Prestó atención a la representación, igual que ella. Se trataba de la historia de una princesa y un guerrero, pero Scapa no era capaz de concentrarse. Dejó de intentarlo.

Al fin inclinó la cabeza en dirección a la muchacha, levemente y sin dejar de mirar los títeres, y susurró:

—¿Quién eres?

La gente suspiró a su alrededor cuando la marioneta de la princesa ordenó una ejecución. Scapa se mordió el labio inferior porque una sonrisa trataba de abrirse paso en su boca, ¡qué absurdo! Miró a la muchacha. Seguía atendiendo al espectáculo, pero si no se equivocaba, también su boca comenzaba a esbozar una sonrisa frágil.

—Dime tu nombre —pidió en voz baja—. ¿Cómo tengo que llamarte?

Por fin los ojos de la chica se clavaron en él. Mantuvo la mirada largo rato y sin parpadear.

—Yo… —calló cuando un nuevo murmullo recorrió la muchedumbre. La princesa llevaba una diminuta corona pintada de amarillo.

—¿Ése es vuestro deseo, princesa Arane? —pronunció una voz tras el teatrillo.

La princesa respondió con el tono agudo que pondría una muñeca:

—Oh, sí, ése es mi único deseo: ¡quiero conquistar el mundo entero!

—Arane —repitió la muchacha con la mirada luminosa—. Puedes llamarme Arane.

Scapa tuvo que reírse, admirado.

Ella le miró.

—¿Y tú? —murmuró—. ¿Quién eres tú?

—Me llamo Scapa —los aplausos se tragaron sus palabras—. Scapa —repitió cuando dejaron de oírse—. Me llamo Scapa.

Después siguieron mirando la representación, callados, uno al lado del otro, hasta que cayó el telón.