El rey de Dhrana
Cabalgaron hasta que comenzó a amanecer. Protegidos bajo la capa de niebla gris, se acomodaron en la hierba y se durmieron. Los guerreros grises continuaron persiguiéndolos en sueños y eso hizo que se despertaran pocas horas después y siguieran la marcha, penetrando cada vez más en los pantanos, en dirección Suroeste hacia los Bosques Oscuros.
Por la tarde el suelo retumbó removido por los caballos de las huestes de guerreros grises. Tras los jirones de niebla, Nill vio corceles y jinetes, oyó el chasquido de las fustas, los relinchos; sólo los soldados permanecían callados como muertos. Era como si mil espíritus rebulleran por las Tierras de Aluvión. Era fácil que cada árbol de tronco nudoso ocultara un hombre dispuesto a disparar. Entre las hebras de niebla podría abrirse camino una lluvia de flechas. La muerte les pisaba los talones. Los fríos y acuosos ojos de las ciénagas estaban fijos en ellos y allí donde asentaban sus campamentos parecía que la hierba murmurara más alto y las pozas borbotearan sin cesar con el único fin de traicionarlos.
Casi no dormían. Sólo descansaban un rato cuando Bruno, que galopaba al lado de los caballos, se encontraba verdaderamente exhausto. De día, cuando el sol estaba en su cénit y una luz pálida traspasaba las nubes, hacían un alto y se escondían entre los juncos, en fosas, tras aquellos árboles cuyas ramas nacían de sus troncos como verdaderas garras. A la hora del crepúsculo, cuando los pantanos se diluían en la bruma, emprendían viaje de nuevo y a menudo cabalgaban durante toda la noche.
El hambre y la sed comenzaron a hacer mella en ellos. En una ocasión Kaveh y Arjas lograron cazar un conejo. Por lo demás, Bruno solía guiarlos a lugares donde crecían tubérculos y nueces enmohecidas. Arrancaban de aquella tierra negra y húmeda cualquier cosa que fuera comestible y bebían en las pozas de agua salobre.
Ninguno de los cuatro se quejaba. Sólo sus miradas se iban haciendo cada vez más inexpresivas. Si el miedo no se apoderaba de ellos, rumiaban sus recuerdos; no eran precisas las palabras. Sólo de vez en cuando, Kaveh murmuraba en medio del silencio:
—Pronto llegaremos. Primero a los Bosques Oscuros. Y enseguida junto a los elfos libres…
Un brillo iluminaba entonces su cara, como si ya viera su hogar surgiendo en el cielo nocturno al igual que la luz de la mañana.
Con los caballos alcanzaron pronto las montañas. Las cimas aparecieron en el horizonte como ancianos que se encorvaran admirados hacia ellos. Eran más bajas y tenían un aspecto mucho más apacible que aquellas en que habían conocido a Maferis.
Eso les dio nuevos ánimos. Superaron los pantanos sin descansar más de dos horas y pronto alcanzaron las estribaciones de la cordillera. Cuando las pozas se transformaron en ríos, los rayos de sol se tragaron las nieblas y los acogieron los verdes y altos pinos, las Tierras de Aluvión quedaron atrás como una larga pesadilla.
* * *
Necesitaron tres días para cruzar las montañas. Cabalgaron por valles agradables y siempre hallaron ligeras pendientes que les permitían evitar caminos y sendas escarpadas.
En los bosques volvieron a encontrar alimento suficiente. Mareju cazó una perdiz y, además, acostumbraban a comer manzanas silvestres y las raíces que Bruno olisqueaba. Fueron tres días silenciosos, tranquilos, en los que Nill se deleitó con los cálidos rayos de sol y el murmullo de los árboles. El verdor que había a su alrededor la colmaba, clarificaba su vapuleada alma y, por unos momentos, llegó incluso a olvidar su pasado y todo lo ocurrido…
Pero por las noches era presa de extraños sueños y, al despertar por las mañanas, con su sonido las hojas de los árboles parecían querer prevenirle de malos presagios.
Por fin, también las montañas quedaron atrás. Los bosques empezaron a clarear y los cuatro compañeros vislumbraron pueblos y campos. Todo el paisaje se cubrió de tierras de labor, hasta el horizonte, como una alfombra de colores, salpicada aquí y allá por cabañas marrones con las chimeneas humeando acogedoramente. Los estrechos caminos de guijarros se hallaban bordeados de frutales y doradas espigas de trigo.
—¿Cómo se llama este país? —preguntó Nill sorprendida ante tanta belleza. Aquellas aldeas y campos tenían un aspecto tan sosegado que daba la impresión de que no podría acaecerles jamás una desgracia. Y, sin embargo, a poco más de dos días de distancia el horror estaba multiplicándose como una herida gangrenada. La destrucción que asolaba las Tierras de Aluvión llegaría también a aquel lugar… Y nadie allí parecía intuirlo.
—Es el reino de Dhrana —dijo Kaveh. Y ante la mirada interrogante de Nill, añadió—: Dhrana es tan minúsculo e insignificante que casi nadie lo conoce. De todas formas…, no me imaginaba que habíamos ido a parar tan al Norte —su cara se contrajo tratando de hallar una explicación—. Por otro lado, no; es bueno que estemos aquí. Venid —y espoleó su caballo sin dar mayores explicaciones.
A la caída del sol el cielo se tiñó de rojo fuego y vertió sus rescoldos sobre los cultivos. Bandadas de cuervos sobrevolaban los campos de centeno, se levantó una brisa suave y les llevó el aroma de las amapolas que flanqueaban la vereda. Allí donde el sol se hundía en el horizonte, algo brilló a su encuentro: las almenas de un castillo.
—Allí debe de estar el rey de Dhrana —dijo Kaveh.
—El rey de… ¿Qué es lo que pretendes? —preguntó Arjas aproximando su caballo al de Kaveh.
Sin apartar la mirada de la fortaleza que coronaba la colina, por encima de casas y cabañas, Kaveh respondió:
—Llegará el día en que estalle la guerra contra la reina de Korr. Ella atacará, y pronto, lo sé. Necesitamos aliados.
—¿Qué? —dijeron Mareju y Arjas al mismo tiempo con mirada vacilante.
Luego, Mareju agachó la cabeza para poder mirar a Kaveh a la cara.
—¡Es un rey humano! —dijo—. ¡Podría ser uno de esos locos modernos que nos mande quemar en la hoguera! O podría…, bueno, cualquier cosa. ¡Por no hablar de que igual nos delata a los guerreros grises!
Kaveh sonrió.
—¿Delatarnos a los guerreros grises? —se puso la capucha de su capa gris. Por un momento su rostro quedó completamente oculto. Sólo se le veían los labios—. Nosotros somos guerreros grises.
Los gemelos se callaron angustiados. Tampoco Nill sabía muy bien qué pensar del plan de Kaveh… Lo cierto era que nunca se sabía qué pensar de los planes de Kaveh. Prepararse ya para una guerra contra Korr y comenzar a reclutar extranjeros era o muy juicioso o absolutamente de locos.
* * *
El rey Ileofres estaba solo. Le daba la impresión de que la felicidad le había abandonado ya hacía mucho; sin embargo, no habían pasado todavía cuatro años desde que ésta se había alejado de él como un hermoso verano. Sí, entonces había sido feliz. En aquella época, cuatro años antes —que a él le parecían siglos—, había vivido con sus dos hijos. Norfed, el mayor, su sucesor, y el pequeño, Ifredes. Eran tan felices, y… de pronto el rey Ileofres se había enterado de los planes de asesinato de su segundo hijo y lo había repudiado de Dhrana para siempre.
—Ya lo verás —le había predicho Ifredes—. ¡Seré rey! ¡Conquistaré un reino mayor que Dhrana!
El rey Ileofres le había respondido con varios latigazos.
Poco tiempo después, el rey y su hijo mayor se enteraron de que un humano había logrado apropiarse de la corona de los elfos de los pantanos. Desde el primer instante, Ileofres supo que se trataba de su hijo. Más tarde llegó a sus oídos que su hijo había construido una torre en las Tierras de Aluvión desde la que planeaba la mayor guerra que el mundo vería jamás. Era su hijo, sí, el que antiguamente ya quería someter a todos los reinos. E Ileofres fue presa del miedo. ¡Se arrepintió de haber repudiado, expulsado y maldecido a su propio hijo! Ahora el rey de Korr se vengaría infligiéndole algún mal a él, a Dhrana… Norfed, el mayor, le apaciguó:
—Ifredes sigue siendo tu hijo. Y mi hermano. Iré a verle y le pediré clemencia.
La realidad era —Ileofres lo sabía muy bien— que en él residía la misma ansia de poder que en su hermano pequeño. Norfed abandonaba Dhrana y a su padre sólo para aliarse a Korr y a su poderosísimo hermano. Sin embargo, lo dejó marchar. Desde entonces, habían transcurrido cuatro años.
No hubo más noticias de ellos. Ningún indicio. Hasta ese día.
* * *
La estrecha vereda que serpenteaba entre los campos se convirtió en una calzada adoquinada. Los cuatro compañeros llegaron al pueblo antes de que las últimas luces del día desaparecieran por el Oeste. Las cabañas se apelotonaban en torno al castillo del rey y el humo de sus torcidas chimeneas arañaba el cielo. Las risas y los gritos de los niños cruzaban el aire cuando emprendieron la subida al trote. Un joven con un carro de bueyes los observó sorprendido y un grupo de chicos y chicas, de regreso a casa con sus cestas de mimbre repletas de fruta, no pudo evitar cuchichear a su paso.
Antes de que la calle saliera del pueblo, se doblaba en un recodo, tal vez para que los visitantes pudieran contemplar el castillo desde ambos lados. La fortaleza era una construcción de piedra oscura, de estructura sencilla pero aspecto recio. Desde una pequeña torre de vigilancia sonó el tañido de una campana. Justo ante la puerta redonda que estaba a punto de ser cerrada, unos soldados encendían antorchas para pasar la noche. Cuando descubrieron a Nill, Kaveh, los caballeros y Bruno, dejaron de hacerlo y se colocaron delante de la entrada.
—¿Quiénes sois? ¿Qué os trae hasta aquí? —les gritó uno de los soldados.
—¡Somos emisarios de Korr! —dijo Kaveh y, tras dudarlo por un momento, se echó la capucha hacia atrás. Pero aquello no disipó la desconfianza de los soldados. Cuando descubrieron que Kaveh era un elfo, algunos de ellos agarraron sus lanzas con más fuerza y miraron al príncipe con un resquemor nada disimulado—. Somos emisarios del rey de los elfos de los pantanos. Pedimos permiso para transmitirle nuestras noticias al rey de Dhrana.
Los soldados intercambiaron algunas miradas. Un murmullo de asombro recorrió al grupo; bajaron las armas y se apartaron de la puerta.
—¡Entrad!
Los cuatro compañeros atravesaron la puerta de la fortaleza y penetraron en un patio pequeño. Carros repletos de heno, gansos y gallinas, y un retén de soldados llenaban el lugar. Desde alguna parte llegó un martilleo. Un joven mozo de establo tiraba de dos mulos.
—¡Chico! —gritó un soldado que había entrado con ellos, llamando al mozo—. Lleva los caballos al establo y cuida de ellos.
El mozo asintió, se llevó los mulos deprisa y, al segundo, ya estaba de vuelta.
Nill y los elfos desmontaron y observaron cómo el chico atendía a los animales.
—¿Qué hacemos con el jabalí? —preguntó el soldado mirando a Bruno con desconcierto—. ¿Lo preparan para la cena de esta noche?
—¡No! —respondió Kaveh indignado y, algo más calmando, añadió—: No. Ya nos ocuparemos nosotros de él. Gracias.
El soldado lo observó con recelo, luego señaló hacia una ancha escalera y dijo: —Os llevaré hasta el rey. Seguidme.
Los acompañó por la escalera y a través de una sala oscura. Un grupo de lavanderas hablando a voz en grito se cruzó con ellos. Luego, torcieron por un pasillo estrecho que terminaba en una puerta doble de madera.
—Voy a anunciaros. Esperad aquí —dijo el soldado desapareciendo tras la puerta.
No tuvieron que aguardar mucho. A pesar de ello, a Nill le resultó una eternidad. Se quedaron en silencio, unos al lado de los otros, echándose miradas inseguras. Sólo Kaveh mantenía los ojos fijos en la puerta.
Volvió el soldado. Se apartó respetuosamente hacia un lado y dijo con una ligera reverencia:
—Podéis entrar.
Kaveh subió el primero los tres peldaños que conducían a la pequeña estancia. Sobre un gran hogar se estaba asando la carne de un buey. El olor de la grasa derretida se mezclaba con el del humo. Una serie de puertas redondas de madera maciza conducía a salas desconocidas. En medio de la habitación había una mesa de madera, frente a la que se encontraba sentado el rey de Dhrana.
Era anciano. Se veía que su cabello alguna vez había ondeado tanto como las llamas del hogar, pero los rizados mechones de la cabeza y la barba tenían ya el color de la ceniza. Su rostro era un campo de arrugas en el que destacaba una nariz prominente. Sus ojos poseían ya el velo amarillento de la vejez. La capa de piel que llevaba sobre los hombros le hacía parecer más robusto de lo que era. E incluso la pequeña corona de oro que ceñía su frente parecía tener poco empuje.
Kaveh colocó una mano en su pecho e hizo amago de arrodillarse. Los demás copiaron el movimiento.
—Se os saluda, rey de…
—¿Sois emisarios de Korr? —le cortó el rey.
Kaveh asintió:
—Eso es lo que somos.
La madera del trono crujió cuando el rey Ileofres se incorporó levemente.
—¿Os ha enviado el soberano de los elfos de los pantanos? —el timbre de su voz se había vuelto severo.
Kaveh tragó saliva. No sólo el rey, Nill y los gemelos esperaban ansiosos su respuesta. Si decía la verdad —y antes o después tendría que hacerlo si pretendía pedirle ayuda al rey—, iba a arriesgar la vida de todos ellos.
—Mi señor, no es mi intención mentir ni al más sencillo de los hombres, ni por supuesto a un rey. Somos emisarios y traemos un mensaje importante de los pantanos. Pero no nos ha enviado el portador de la corona.
Los ojos del rey se entornaron. Levantó una mano e hizo señal de que se acercaran.
—Sentaos conmigo. Sentaos, elfos, y contadme.
Los cuatro se aproximaron. Había tan sólo una silla a la izquierda y otra a la derecha del rey; Kaveh tomó asiento y los gemelos dejaron el otro sitio para Nill.
—Mi rey —dijo Kaveh con seriedad—, traigo una advertencia. Y también… esperanzas. En las profundas Tierras de Aluvión está creciendo la semilla de una contienda. Pronto habrá guerra. Una guerra que atañerá a todos los reinos…, también a Dhrana. Por eso, debemos prepararnos. Debemos formar alianzas. Saber en quién podemos confiar.
El rey Ileofres miró a Kaveh, que se había inclinado hacia delante con los puños apoyados sobre la mesa.
—Hablas de una guerra… ¿contra el rey de Korr?
—No contra el rey de Korr, señor. Contra la reina.
El fuego del hogar crepitó y la grasa de la carne chisporroteó en las llamas. Luego el rey Ileofres empezó a reírse. Un jadeo, un carraspeo y, tras la barba encanecida, la boca se contrajo.
—¿Una reina? ¡Oh, no! —el rey seguía riendo, pero sus ojos se mostraban atónitos—. En las Tierras de Aluvión no gobierna ninguna reina… —lo dijo absorto, como en un sueño—. Los reyes son dos hermanos que se han unido para detentar el poder sobre el pueblo de los elfos y las Tierras de Aluvión. Quieren someter al mundo entero.
Kaveh arrugóla frente.
—¿Qué… hermanos? No, se trata de una reina. Es la Criatura Blanca. Venció al rey de Korr con una artimaña y tomó su lugar. Y tenemos que actuar rápido, antes de que lo haga ella.
La risa del rey se fue amortiguando. Se mesó los pelos de la barba mientras observaba a Kaveh.
—¿Cómo queréis luchar contra el poder de Korr, elfo? No hay nada que pueda cruzarse en el camino del rey de Korr, el portador de la corona.
—Queda una esperanza —dijo Kaveh en voz baja—. El cuchillo mágico de los elfos libres es…
Nill le pisó tan fuerte por debajo de la mesa que Kaveh dio un respingo. El rey Ileofres se volvió hacia ella con un parpadeo de sorpresa.
—Mientras haya resistencia, habrá esperanza —dijo la joven—. Los guerreros grises se extenderán por todo el mundo si los reinos se rinden al poder de la reina. Pero si resistimos… Tal vez nos basten nuestras fuerzas, tal vez nuestro valor pueda medirse con su mayoría numérica. Puede salvarnos la unión. La confianza. Sobre todo, la confianza.
La mirada empañada del rey cayó sobre ella. Nill era incapaz de adivinar lo que el rey pensaba en ese instante… O si pensaba realmente en algo.
—Sííí… —murmuró al fin—. Quizá exista un arma todavía contra los dos hermanos que reinan en Korr.
—No. Es una rei… —Nill volvió a pisar a Kaveh mientras con la cabeza le hacía un gesto de negación apenas perceptible. Kaveh cerró la boca. Durante un rato no dijo nada más, hasta que comenzó a intranquilizarlo la mirada penetrante que el rey estaba echando a Nill—. Majestad, ¿podríamos contar con vuestra alianza? ¿Queréis vos, quiere Dhrana unirse a los pueblos de los Bosques Oscuros en su lucha contra Korr?
La mirada del rey se volvió a Kaveh lentamente, como si se diera cuenta de pronto de que todavía estaba allí.
—Sí —respondió pensativo—. Lo pensaremos. Lo pensaremos…
* * *
Mientras las estrellas ya brillaban sobre los campos de Dhrana, el rey Ileofres recorría los solitarios pasillos de su fortaleza. Se sentía como un sonámbulo. Era una sombra que se deslizaba entre las sombras de su propio reino. ¿Qué debía pensar de aquellos elfos que le habían hablado de una guerra contra sus propios hijos? Sus hijos… gobernaban juntos sobre Korr. Eran ellos los que iban a doblegar al mundo, derramando sangre a diestro y siniestro. Ellos eran los que gobernaban en los pantanos, Ileofres lo sabía a ciencia cierta. Desde hacía tres años suministraba a Korr madera de los Bosques Oscuros.
Por medio del comercio de madera Dhrana había alcanzado la prosperidad y en la actualidad se había convertido en el proveedor exclusivo de los hermanos de Korr. ¿Qué más daba que los elfos le hubieran contado otra cosa? ¿Iba a estallar una guerra? ¡Ileofres ya lo sabía! Al fin y al cabo, era un adepto a su causa, un aliado. Se había conjurado con sus hijos sin intercambiar una palabra con ellos. Eso era innecesario. Estaba al tanto de sus planes, como lo está un padre preocupado que conoce al dedillo todos los secretos de sus hijos. Les había proporcionado toda la madera que necesitaban para esa guerra que transformaría al mundo entero en súbdito de ellos.
—Lo sé, lo sé con total seguridad —murmuró el rey mientras vagaba en silencio por los corredores—. Estoy al corriente. ¡Ja! ¡Soy su padre! Lo sé con absoluta precisión…
Debía de ser una casualidad la que había llevado a los elfos justo hasta las puertas de Ileofres. O el destino… Posó su mano huesuda sobre el pomo de la puerta. Entró sin que la madera hiciera un solo crujido o chasquido delator. Era una sombra…
Los elfos estaban tumbados sobre cuatro colchones de paja y dormían. Sus siluetas se dibujaban a la pálida luz de la luna que se colaba por la ventana. El rey pasó por su lado y fue hasta donde estaba la chica. Ileofres sabía que la muchacha tenía el cuchillo mágico al que se había referido el elfo de las rastas. Sus ojos, sus movimientos, todo confirmaba que ocultaba un secreto.
—Tengo que acabar con el poder del cuchillo —murmuró el rey—. ¡Tengo que entregárselo a los reyes de Korr!
Pero cuando extendió la mano hacia la joven que estaba fuertemente agarrada al bolsillo de su falda, tuvo una nueva idea: iría con el cuchillo a Korr. Para matar a los reyes. Sí, ¡mataría a sus descastados hijos! Y por su cabeza pasó otra imagen más, sólo por un momento: ejecutaría con el cuchillo mágico a su hijo más joven, al traidor, porque seguro que él había matado ya a su hijo mayor, a Norfed. Ileofres lo supo de pronto. En Korr no regían los dos hermanos, ¡el pequeño había matado al mayor! ¡Por eso no le habían llegado jamás noticias de él! ¡Por eso no había regresado nunca! Ifredes, el traidor, aguardaba en los pantanos como una araña venenosa espera a su propia familia, de su misma sangre, para emponzoñar a su hermano y a su padre en cuanto se aproximaran con la esperanza de una reconciliación. Él, el rey Ileofres, aniquilaría a su propia descendencia cuando tuviera el cuchillo mágico. Un jadeo salió de sus labios. Luego agarró con fuerza la muñeca de Nill, tiró de ella y palpó el bolsillo de su falda.
La muchacha gritó. En medio de aquella oscuridad tardó unos segundos en ver las formas; por fin el rostro del rey se recortó sobre la penumbra del cuarto. En sus ojos había un brillo de locura. Cogió el cuchillo, resoplando.
Nill se dio la vuelta y le golpeó con ambos pies. Él clavó las uñas en su brazo.
—¡Suéltala! —era la voz de Kaveh—. ¡Suéltala!
Sonó un golpe sordo, luego el cuerpo del rey se desplomó en el suelo. Al mismo tiempo, Kaveh emitió un grito agudo: la patada de Nill le había dado en el pecho.
—¡Kaveh! ¡Maldita sea, yo…! Oh, no, ¿estás bien? —horrorizada, se deshizo con rapidez de la manta y fue hacia él.
Frotándose el pecho, el joven trataba de respirar acompasadamente.
—Todo bien, sí —carraspeó—. Aquí está… —le tendió el cuchillo a Nill.
Ella se lo guardó a toda prisa en el bolsillo y dio un paso atrás para observar al rey que seguía inconsciente en el suelo. Le salía sangre de la nariz, justo ahí donde le había golpeado Kaveh. Entretanto, los gemelos y Bruno se habían despertado y se aproximaban hacia sus compañeros.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Mareju.
—¡Lo sabía! —jadeó Nill—. ¡Sabía que estaba completamente chiflado!
Arjas les alargó sus capas.
—Sí, y vosotros… ¡le habéis pegado una paliza al rey de Dhrana! ¡Por todos los espíritus del bosque! ¡Desaparezcamos cuanto antes! —Arjas agarró su lanza y corrió hacia la puerta.
—Bueno…, cuando tiene razón, tiene razón —balbuceó Mareju, se tiró la capa por encima y acabó de colocársela mientras corría ya hacia la salida.
Nill, Kaveh y Bruno no esperaron ni un segundo para ponerse a su altura.