En la oscuridad
La noche se propagó ruidosa y graznando sobre las Tierras de Aluvión de Korr. La escasa vida que había en las ciénagas pareció multiplicarse a la llegada de la oscuridad con la intención de romper por lo menos una vez al día aquel silencio sepulcral con una variada orquesta de sonidos. Croaron las ranas, todo comenzó a borbotear, gorgotear y chapotear; crujieron las ramas cuando las lechuzas somnolientas despegaron hacia el cielo de la noche y el aleteo de los murciélagos se expandió como un vendaval por los pantanos.
Los siete compañeros dejaron los remos a un lado y comieron. Sólo entonces se percató Nill de que desde el atardecer ya no les molestaban los mosquitos. Cuando la última luz gris del día se colaba aún por las ramas de los árboles, se inclinó sobre la superficie del agua: no, tampoco se veían tábanos allí, como había ocurrido a primera hora de la tarde cuando cientos de temblorosos y furiosos aleteos se habían arremolinado sobre las aguas salobres. A Nill le resultó extraño, a pesar de que aquella súbita desaparición la aliviara sobremanera.
—Los tábanos han desaparecido —comentó entre bocado y bocado.
Mareju frunció el ceño.
—Es cierto —sacó una tira de carne seca de la bolsa y la mordió—. Seguro que estarán durmiendo, ahora que tienen la tripa llena de sabrosa sangre humana —añadió dirigiendo una mueca a Fesco.
—Tampoco flotan sobre el agua —continuó Nill—. Y antes había muchísimos.
Mareju se inclinó sobre el borde de la balsa con impulso. Cuando iba a dar un nuevo mordisco a la carne, se le cayó la tira al río.
—¡Maldita sea! —por un instante pareció dispuesto a tirarse al agua para recuperar la carne; pero finalmente la dejó hundirse en el río fangoso. Mascullando entre dientes, se echó de nuevo hacia atrás y sacó una nueva tira de su bolsa de provisiones—. Da lo mismo lo que pase con los mosquitos —dijo encogiéndose de hombros—. Lo importante es que no piquen a nuestros queridos amigos en sus alegres caras, ¿no?
* * *
Por la noche hizo tanto frío que el aliento de Kaveh se congeló formando nubéculas blancas. Tumbado de espaldas, observaba cómo el vaho subía por encima de sus labios y se deshacía en la oscuridad. El príncipe cruzó los brazos bajo su cabeza. Aspiró el aire húmedo y sus sentidos se agudizaron. Había pasado muchas noches de su infancia en los Bosques Oscuros. Durante el verano, cuando el canto de los grillos llenaba los prados, se escapaba de la aldea y corría a los extensos bosques. Se sentaba sobre el musgo fresco y observaba el baile de las luciérnagas que revoloteaban en la noche como brillante polvo de estrellas. Entonces respiraba tan profundamente, para que todos los aromas penetraran dentro de él, que el pecho llegaba a dolerle: el olor de la madera fresca, el aroma de las hojas verdes, la dulzura de las orquídeas silvestres. Habría querido absorber la noche, el bosque, el mundo entero. También ahora se concentró Kaveh en los solitarios alrededores. Pero allí sólo se percibía el olor del moho, el río borboteante y el ambiente pesadamente húmedo. En su cabeza se representaron las Tierras de Aluvión de Korr, infinitas, gigantescas. Notó lo perdido que se sentía, tan lejos de su hábitat natural. Y quizá por primera vez desde su salida, comprendió que las Tierras de Aluvión no eran el lugar más indicado para satisfacer su curiosidad sobre el mundo, ni tampoco lo serían otros lugares lejanos. Quizá encontraría las respuestas únicamente en los mismos Bosques Oscuros…
Suspiró con energía. Pero no había llegado hasta allí para cumplir una aventura…, por lo menos, no sólo por eso. Se trataba de salvar aquello que de verdad amaba: los Bosques Oscuros. El pueblo elfo. Y entretejida con esas dos cosas, su propia vida, el recuerdo de miles de instantes maravillosos. Porque, si había algo que le otorgaba precisamente valentía, era el miedo…, el miedo a que todo lo hermoso que había experimentado y visto y sentido hasta entonces desapareciera cuando terminase el tiempo de los elfos. De ser así, no moriría sólo él, sino también todo lo que hubiera pensado y hecho.
—Dónde nos has metido —le llegó un cuchicheo a través de la oscuridad—. ¡Ay…, Kaveh! Te odio.
El príncipe esbozó una sonrisa y sintió que el cuerpo le pesaba como una losa.
—Lo siento —murmuró—. Lo siento mucho, primo.
* * *
Mientras casi todos dormían —Fesco respiraba hondo, Scapa movía las pestañas en sueños, Nill estaba en posición fetal, los elfos dormían a pierna suelta y hasta Bruno roncaba—, había alguien despierto. Rana trepó al cuello de la camisa de Fesco, olfateó el aire frío de la noche y rechinó los dientes con nerviosismo. Luego saltó de la seguridad de su escondite, le dio sin querer con la punta de la cola a Fesco en la nariz —éste emitió un gruñido— y correteó por la balsa. Mientras iba y venía, olfateó la madera putrefacta y las algas que estaban por todas partes, y ambas cosas le parecieron nauseabundas, una categoría que en la escala de valores de una rata detentan pocos objetos.
La naricilla rosa de Rana pronto decidió cuál sería la meta de su excursión nocturna: la bolsa de provisiones de Arjas. Con los pelos de los carrillos erizados, Rana se metió dentro y se relamió de gozo ante el maravilloso aroma de aquellos desconocidos manjares. En las últimas noches había decidido que las tiras de carne seca eran su comida preferida. Y días atrás, cuando Arjas se había peleado con su hermano gemelo apodándolo «tragón reptil con granos», Rana se sintió a cubierto en el hombro de Fesco mientras con las hábiles patas sobre el hocico se zampaba los últimos restos de aquella suculencia. Al fin y al cabo, Rana era desde su nacimiento una superviviente y una vividora nata, y dominaba las artes del latrocinio todavía mejor que Fesco y el Señor de los Zorros juntos. Esta vez estaba de buen humor y deseaba mostrarse magnánima. Por eso no engulló su festín a la primera, sino que lo sacó de la bolsa. Lo mantendría oculto hasta la mañana, sin tocarlo —no, seguro que no— y luego se lo regalaría a Fesco. El chico tenía un aspecto algo enfermizo.
Tras mucho esfuerzo, Rana consiguió al final sacar el botín de la mochila. Husmeó con rapidez las tiras de carne —¡cómo olían!— y examinó que no se dejaba nada en la bolsa. Entonces comenzó a limpiarse el lomo con agitación, hasta que se dio cuenta de que debía darse prisa: tenía ante ella alimentos que todavía no estaban a buen recaudo. Agarró las tiras de carne con los dientes y eso demostraba lo que quería a su dueño, porque en un momento así ¡lo más fácil habría sido tragárselas en un visto y no visto! Iba a salir huyendo cuando algo le hizo parar. Sin quitarse la carne de la boca, aguzó las orejas. ¿No había algo allí? Los pelos de su nuca se erizaron… y ¡los pelos de la nuca de una rata no se equivocan nunca! Soltó el botín. Su pequeño corazón se contrajo. Rana emitió un chillido estridente justo en el instante en que los demás se despertaron sobresaltados.
* * *
Mareju se había despertado al sentir que algo frío, resbaladizo, rodeaba su muñeca. Asustado, levantó la cabeza. En cuanto se hubo movido, le dieron un golpe en el brazo y algo lo arrastró de la balsa. El muchacho gritó cuando aquella misma sensación viscosa rodeó su cuello, e inmediatamente su grito quedó sofocado.
Todos se despertaron enseguida. La oscuridad se extendía ante los ojos de Kaveh, pero el chico acababa de desenvainar la espada.
—¿Mareju?
El caballero pataleó y tragó entre gemidos. Algo siseó desde el agua, Mareju se estremeció cuando una cuerda se agarró a su pecho. Nill, que dormía a su lado, fue la primera que vio las oscuras lianas que tiraban de Mareju hacia el agua.
Sin pensarlo lo más mínimo, se puso en pie de un salto y le abrazó. Las lianas se tensaron, Nill resbaló sobre la madera. Ella sola no podría retenerlo. De pronto, Kaveh estaba sobre ellos blandiendo la espada. Mareju trataba de coger aire cuando el primero de los bejucos se soltó de su pecho. Batió manos y pies hasta que Kaveh hubo cortado todas las plantas.
—¡Mareju! —jadeó el príncipe con la espada agarrada aún con ambas manos. El caballero se tambaleó en el agua, pero por fin pudo salir de ella entre gemidos.
—¿Qué demonios era?… —Nill pegó un grito. Algo se precipitaba sobre ella.
Unas ligaduras viscosas y frías inmovilizaron sus brazos y tiraron de su cuerpo con energía. Bruscamente cayó al agua y en el espacio de un segundo otra liana se enrolló en torno a su pie. La chica perdió el equilibrio cuando por la izquierda y por la derecha la cogieron dos brazos. A su lado, una voz —que reconoció desde la distancia como la de Kaveh— gritó:
—¡Son algas!
En cuanto la espada del príncipe cortó los bejucos de su mano derecha, otros rodearon su antebrazo, apretando más todavía.
—¡Nill! —gritó Scapa tirando de su brazo izquierdo.
A la muchacha le dio la impresión de que se iba a partir en dos. Alrededor de sus manos y de su pie, y también de su pecho, aquellas plantas resbaladizas tiraban y tiraban de ella. Y, además, Scapa sacudía su brazo izquierdo, y Kaveh, el derecho. Entonces, los demás vinieron también en su ayuda. Los caballeros elfos desenfundaron sus aceros y golpearon con ellos aquellas extrañas plantas, pero por cada alga que lograban cortar emergían tres nuevas de las aguas oscuras. Las plantas se pegaban a todas partes, se enrollaban como gusanos; cuando conseguían hacerlas pedazos, los trozos se metían por su ropa, aprisionaban sus tobillos y trataban de estrangularlos con sus garras implacables.
Kaveh soltó una imprecación, se tiró justo delante de Nill y, en el espacio de un segundo, aquellos tentáculos lo asieron por todas partes. Nill sintió como en un sueño que las lianas la dejaban libre para abalanzarse sobre Kaveh. En medio de la oscuridad no dejaban de oírse latigazos y succiones. El príncipe blandía su espada en todas direcciones, accionaba los pies, arremetía contra los tentáculos y se hundió en el agua espumosa.
—¡KAVEH!
Alrededor de Nill estalló un griterío. Resollando y meneando el rabo, Bruno comenzó a correr de un lado a otro de la balsa.
—¡Se ha hundido!
Nill se puso de rodillas y metió los brazos en el agua borboteante. Tocó numerosas algas blandas y rizadas, que se movían bajo sus manos como gusanos y enseguida comenzaron a pegarse como ventosas a sus dedos.
—¡No! —lloriqueó—. ¡Kaveh! —el príncipe se había tirado al agua a causa de ella. Estaba allí abajo, en aquellas aguas profundas. En medio de las algas. Llevaba una coraza… ¡aquel peso le habría llevado hasta el fondo!—. ¡Haced algo! —gimió la chica.
Los elfos ya se estaban quitando las capas y las corazas, porque el metal les impediría nadar y ayudar a Kaveh. Erijel no paraba de quejarse mientras lo hacía. ¡¿Por qué, maldita sea, llevaba las hebillas tan apretadas?! La mirada de todos deambulaba sobre el agua. ¡¿Por qué no se veía a Kaveh por ningún lado?!… Las lágrimas asomaron a los ojos de Nill.
—¡Demonios! ¡Dadme un cuchillo! —gritó poniéndose en pie y se dio la vuelta. Su mirada se quedó clavada en Scapa. Respirando entrecortadamente, el joven estaba liberándose todavía de la última alga que rodeaba su cuello. Nill lo cogió por el brazo y le quitó el puñal de la mano.
—¡Quieta! —la agarró él mientras trataba de hacerse de nuevo con el cuchillo antes de que la muchacha pudiera tirarse al agua.
—¡Suéltame! —chilló Nill. Kaveh estaba allí abajo. ¡Y Scapa quería impedirle que le ayudara!—. ¡Suéltame! Kaveh va a morir, tú… tú…
—¡No vas a saltar! Voy a hacerlo yo —Scapa la observó y su mirada penetró hasta lo más íntimo de sí misma. Luego le arrancó el puñal de los dedos y se tiró en el río negro.
—¡Condenado tipo! —Erijel dobló su torso desnudo sobre el borde de la balsa. Luego paró de hablar porque no sabía si estaba furioso, desconcertado o aliviado—. ¡Tiene… tiene que darse prisa! —dijo por fin.
Scapa se sumergió en la gélida oscuridad. Por un momento creyó que el frío iba a aplastar su caja torácica. Luego abrió los ojos, pero no distinguió nada… Menos aún de lo que se veía en la balsa. Dependía únicamente de sus sentidos.
Fue impulsándose hacia abajo poco a poco. Las algas le rozaban la cara, las piernas, la nuca. Scapa buceó hacia dentro de ellas. Se anillaban como serpientes, se enrollaban indolentes en torno a su pecho, sus caderas, sus pies. Se abría camino con el puñal, las hacía pedazos para tan sólo un instante después estaba de nuevo acosado por ellas.
De pronto oyó algo. Unos gritos atenuados por el agua. Se dio la vuelta. Ante él había burbujas. Tenía que ser Kaveh. Scapa se sumergió más, las manos extendidas, hasta que palpó algo que no era viscoso: una capa. Los hombros de Kaveh.
De la boca del príncipe salía un enjambre de burbujas. Las algas le habían aprisionado por completo y su cuerpo flotaba entre sus tentáculos. Las plantas no aguardaban más que el momento en que él sucumbiera a sus abrazos.
Scapa se acercó y cortó las espesas hebras. Fue como si la oscuridad bullera a su alrededor. Con un fuerte impulso penetró en la maraña vegetal y por fin logró agarrar al príncipe por el costado. Éste permanecía inmóvil. Scapa tiró de él con movimientos enérgicos hacia la superficie, pues hacía rato que sentía que también él se estaba quedando sin aire…
Las burbujas se arremolinaban alrededor de su nariz y de su boca. Kaveh era una carga muy pesada para sus brazos y, cuanto más se esforzaba Scapa, más sentía que se hundía hacia las profundidades. Aquellas asquerosas algas resbalaban por su piel, se agarraban de sus manos, sus dedos, sus tobillos, sus cabellos; pretendían tirar de él hacia abajo y el joven pegaba manotazos, pataleaba, cortaba y tiraba… Incluso emitió un grito de impotencia que nadie, ni él mismo, pudo oír. No tenía ni idea de que a escasos centímetros por encima de él estaba la superficie del agua, porque era tan negra como el fondo. Fue presa de una angustia mortal. No, una angustia mortal no. Más bien, una profunda tristeza porque iba a ahogarse en la oscuridad y no quedaría de él ni su cadáver. El tiempo se pararía, inmediatamente, Scapa sólo debía aguardar un poco, hasta que sus pulmones vacíos le provocasen el desmayo, y luego caería en un sueño tan profundo como el agua. A continuación las algas lo devorarían, porque de eso sí que estaba seguro: por algún extraño motivo, las algas querían ahogarle y comérselo. Por eso no había mosquitos en ese lugar. Se los habían tragado a todos. Por eso las algas habían llegado de noche. Porque Mareju había dejado caer un trozo de carne en el agua.
Scapa levantó un brazo, tal vez porque quería estar lo más cerca posible del mundo de arriba, por última vez… y sus dedos sintieron el aire frío.
La idea de la muerte se desvaneció por completo. Se desvaneció la tristeza y la visión de un sueño eterno. Scapa —su ansia de vida— se despertó de nuevo. Se impulsó con todas sus fuerzas, se arrancó de las algas que le habían ido rodeando, a él y a Kaveh, y emergió tosiendo de las aguas, antes de que las lianas le aprisionasen de nuevo. Inmediatamente se hundió haciendo gárgaras, pero los otros ya lo habían descubierto.
Los gritos de alegría resonaron en su cabeza como ecos lejanos. De inmediato, los elfos apartaron de sus brazos al inconsciente Kaveh y luego tiraron de su cuello; por fin pudo llenar de aire sus pulmones.
—¡Scapa!
Miró aturdido hacia arriba. La cara de Nill apareció sobre él. ¿Estaba llorando? ¿Sollozaba de alegría? El joven sintió que no había nada que deseara con más ansia que poder responder con un sí a aquellas preguntas.
Las manos de la chica asieron las suyas. Scapa intentó incorporarse, pero no lo logró. Ella lo izó, hasta que se quedó tendido en la balsa, tosiendo y jadeando. Nill y Fesco lo liberaron de las últimas algas que pendían de su espalda, sus cabellos, su camisa.
—¡Scapa! —susurró Fesco—. ¿Me oyes?
Luego Nill rodeó su rostro con ambas manos, con mucha precaución y suavidad, y a pesar de la oscuridad vio sus ojos con toda precisión.
—¿Estás bien? —musitó la chica—. Scapa… ¿va todo bien?
—Claro —asintió y se desmayó en el acto.
Desde muy lejos, Kaveh oía las voces de los otros. Yacía en brazos de sus caballeros, sentía que le quitaban las algas de encima y soltaban la espada de su puño agarrotado. Sus caras se diluían en diferentes colores. Pero sí vio con nitidez que Nill estaba arrodillada…, no junto a él, sino al lado de Scapa. Inclinada sobre el joven, tenía su rostro entre las manos.