Los guerreros grises
Esa misma mañana Scapa envió a sus compañeros de batalla para que anunciaran la victoria por las calles. Todos los habitantes de Kaldera debían saberlo: el dominio de Torron había terminado. Y el nuevo nombre —los nuevos nombres— ahora eran Scapa y Arane.
Mientras chicos y chicas abandonaban La Zorrera, vestidos con los elegantes pantalones y corazas que formaban parte del botín, un pequeño grupo se encargó de los heridos y los llevó a un sanador que regentaba su negocio no lejos del palacio. Los prisioneros se quedaron de momento en los calabozos porque nadie sabía muy bien qué hacer con ellos. Tal vez Scapa liberaría a los que pidieran perdón…, aunque Arane no quería ni oír hablar al respecto.
También tuvieron que deshacerse de los muertos. Los niños y niñas caídos en la batalla fueron llevados en parihuelas de madera hasta el tejado de La Zorrera. Sus compañeros observaron cómo las llamas lamían sus cadáveres y sus almas subían hacia el cielo entrelazadas con el humo negro. Los caídos del bando de Torron fueron tirados en un carro que habían llevado aquella misma mañana hasta allí y conducidos al puente de Grejonn. Colgaron los cuerpos en la «calle de los verdugos», uno al lado del otro en los postes del puente, igual que en su día hizo Torron con los cabecillas de las bandas que expulsó de La Zorrera. Ningún hombre, ninguna mujer dijo nada cuando el cadáver de Torron cayó sobre el empedrado. Y los soldados del príncipe, que habitualmente solían desfilar adelante y atrás por el puente de Grejonn, ese día, sin embargo, no pasaron por allí.
Ya era primera hora de la tarde cuando Scapa y Arane repartieron la soldada entre sus camaradas. Dividieron con generosidad todo lo que encontraron en las cámaras de La Zorrera: zapatos nuevos, capas ricamente labradas, hebillas de cinturón, e incluso agujas para el pelo, que por supuesto eran absolutamente inútiles… También repartieron los alimentos de la despensa: judías, tocino, pan, nueces y hasta higos y dátiles. Pero lo más importante era el dinero. Cada niño recibió cinco monedas de oro, siete de plata y quince de cobre, y ninguno de ellos había tenido nunca tanto capital en sus manos.
Después del reparto, celebraron una fiesta en la sala mayor de La Zorrera. No tenía ventanas, pero los hombres de Torron se habían ocupado de colgar velones y antorchas de techos y paredes, de tal modo que todo parecía cubierto por llamaradas de oro. En aquella sala había una tribuna a la que se accedía subiendo tres escalones de piedra; en esa tribuna Scapa mandó poner dos hermosos sillones. Allí se sentarían Arane y él como un rey y una reina.
Durante la comida reinó tanta alegría que incluso Scapa, cuya cara normalmente se mostraba taciturna, hizo algunas bromas y rió a carcajadas. Chicos y chicas saciaron su hambre, no en vano había carne en salazón y asada, panes de todas clases y tan grandes como el pecho de un hombre, quesos, fruta y mil variedades de dulces. Además, bebieron litros de hidromiel y leche. Dos chicos y una chica acabaron encontrándose mal a causa de los excesos, pero ni siquiera eso enturbió el buen humor. Sí, incluso entre los humanos y los elfos que habían participado en la batalla se estableció una alegre camaradería, a pesar de lo que se habían rehuido antes.
—¡Por Scapa! —gritó Fesco y vació nuevamente su copa de plata. Había bebido demasiado y se sentía ebrio de vino y victoria—. ¡El señor de todos los bribones y tunantes, humanos y elfos, hombres y mujeres! ¡El señor de Kaldera!
Los gritos de júbilo hacia Scapa fueron coreados por todos los presentes. Fesco se dejó caer en su silla y se tiró el líquido de la copa sobre media cara.
—¡Por Arane! —añadió Fesco con la cara y el cuello cubiertos de leche y levantando la copa vacía. Los demás golpearon con los puños sobre la mesa y aplaudieron. La mano de Arane se posó sobre la de Scapa.
—¡Eres su rey! —le susurró. Él le miró a la cara sonriendo—. ¡Rey y reina como siempre deseamos! Scapa, lo hemos conseguido. ¡Soy una reina! —extendió la mano hacia su cuello—. Y tú eres un rey…
En ese instante se abrió la puerta de par en par. Arane se estremeció, y también otros se asustaron y se dieron la vuelta hacia la entrada, con los cuchillos y las dagas preparados. Pero en el umbral no había ninguna horda de bandidos salvajes.
—¡Cev! —Scapa se recostó tranquilo en la silla. Tenía una pierna sobre el brazo del sillón y bebía de su copa—. ¿Ya has transmitido el anuncio de nuestra victoria?
El chico se acercó a la mesa sin decir nada. Se quedó allí parado y su mirada abstraída se paseó por la comida tirada sobre la superficie. Luego rodeó la mesa y las filas de chicos y chicas, y se puso frente a Scapa.
—¿Qué ocurre? —Scapa se levantó—. Cev, ¿qué ha pasado?
Durante unos segundos los ojos angustiados de Cev vagaron por la sala. El chico tragó saliva.
—La gente cuenta cosas —dijo despacio—. Llevan desde esta mañana hablando de ello… Todos, los mercaderes y las lavanderas, los elfos y los posaderos.
—¿De qué? —los ojos de Scapa se empequeñecieron—. ¿Qué cuentan, Cev? —de pronto le invadieron miles de miedos y temores. ¿Tenía Torron aliados fuera de Kaldera, que ahora pretendían vengarle? ¿Se habían mezclado los soldados del príncipe en el asunto? ¿Merodeaba por algún rincón de la ciudad un grupo de afines a Torron?
—Hay… Hay uno que dice… Hay un nuevo rey —tartamudeó finalmente Cev.
—¿De Kaldera? —gritó Fesco señalando a Scapa—. ¡Ahí lo tienes sentado!
Los niños de la calle se rieron y aplaudieron.
—No —le contradijo Cev—. Quiero decir… que hay un rey que gobierna las Tierras de Aluvión de Korr y también la ciudad de Kaldera.
La risa coral se diluyó en el acto. Un montón de miradas interrogantes fueron de uno a otro.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Fesco algo enfadado—. Las Tierras de Aluvión son gigantescas… ¡Tan gigantescas como el mar! Ningún rey ha reinado nunca sobre todas ellas. Todos saben que esos panzagordas, esos príncipes, gobiernan cada una de las ciudades de las Tierras de Aluvión de Korr.
Los labios de Cev se cerraron en una línea. Luego se volvió de nuevo hacia Scapa.
—Al principio, yo tampoco lo creía —dijo—. Pero… los he visto. Estaban allí.
—¿Quiénes estaban allí? —gritó alguien.
—¡Los guerreros del rey! Los he visto, ellos… es decir, el rey los ha enviado para que maten al príncipe de Kaldera. Reina sobre todo Korr y Kaldera y también ha conquistado las demás ciudades.
De pronto, se levantó un elfo joven. Aunque no podía ser mayor que los demás, era más corpulento y tenía un rostro anguloso como el de los humanos.
—Ningún rey puede gobernar todas las Tierras de Aluvión de Korr —replicó con frialdad—. Por lo menos una tercera parte del territorio pertenece a la estirpe de los elfos de los pantanos.
Cev contempló al elfo como si viera un fantasma.
—Ese es el asunto… Los guerreros del rey son elfos de los pantanos. Y el rey es el portador de su corona.
—¿Qué? —se sorprendió el joven. Los demás elfos comenzaron a gritar frenéticamente en su lengua todos a la vez. Unos minutos después parecieron haberse puesto de acuerdo y el elfo le dijo a Cev con mucha dignidad—: Es imposible. A ningún rey de los elfos de los pantanos le interesaría detentar el poder por la fuerza. El portador de Elrysjar es honrado por principio, siempre; si no, no se le permitiría ceñirse la corona. ¡Te has liado con lo que has oído en el mercado!
—¿Que me he liado con lo que he oído, dices? ¿Y con lo que he visto, también? No tienes ni idea —respondió Cev en tono despectivo—. El portador de esa corona es un humano.
Entonces sí que los elfos se transformaron realmente en fantasmas: en pocos segundos el color se borró de sus caras.
Cev se humedeció con la lengua los labios resecos.
—Los guerreros marchan por las calles. Están registrando las casas y reuniendo a todos los elfos de los pantanos que hay en Kaldera. Los siguen hombres, mujeres y niños, y nadie ofrece resistencia. Tan sólo los que fueron repudiados o desterrados en su día permanecen en sus hogares y tratan de sacar información a los guerreros, pero éstos se callan como muertos. Dicen que la mitad de los elfos ya ha abandonado Kaldera.
Scapa se sentía ya incapaz de hilar un pensamiento más. ¿Qué significaba todo aquello? Justo en el momento en que le estaban sucediendo al fin tantas cosas importantes en la vida, ¡aparecía un rey de la nada! Toda aquella historia le resultaba realmente absurda.
Se puso en pie. También Arane se levantó. Cuando se marcharon, los demás salieron de la sala también y los siguieron por los pasillos de La Zorrera sin dejar de hablar. Scapa subió corriendo por la escalera de caracol de la torre. En la azotea se agarró con ambas manos a una de las columnas de piedra y aspiró profundamente.
El viento frío le golpeaba la cara y hacía temblar los goterones del tejado. Le parecía oír gritos y llamadas a través del vendaval. Las calles que rodeaban el palacio estaban plagadas de figuras vestidas de gris. Entraban y salían de las casas, estaban por todas partes, y tras ellas, caminaban, erguidos y absortos, hombres, mujeres y niños.
—Allí están —susurró Cev—. Esos son los guerreros grises del nuevo rey.
Una ráfaga de viento ululó en la torre e hizo que la nueva capa del chico ondeara hacia atrás. La mano de Arane apretó sus dedos.
Los elfos se agazaparon tras ellos. Sus caras estaban como petrificadas. Sin decir una palabra, se dieron la vuelta.
Los niños de la calle observaron llenos de espanto cómo abandonaban la terraza, bajaban y salían de La Zorrera, para unirse a las filas de los guerreros grises.
Ocurrían cosas tan extrañas en Kaldera que pasó totalmente inadvertido en aquel pánico general el hecho de que La Zorrera hubiera caído en manos de los niños de la calle.
* * *
Las filas de elfos de los pantanos desaparecieron pronto de la ciudad. Un díadespués de la llegada de los guerreros grises, manzanas enteras parecían haber muerto.
Ya no existían los mercados, las casas estaban vacías. Actores, acróbatas y flautistas se esfumaron de las calles, y con ellos el humo de las pipas y los gritos en aquella lengua que los humanos no entendían. También los elfos repudiados, que no estaban por tanto bajo la autoridad del rey, abandonaron Kaldera a manadas; el miedo y los rumores, a cual peor, se extendieron por todas partes, se murmuraba que pronto también los repudiados caerían bajo el influjo de los guerreros grises.
Cuantos menos elfos de los pantanos quedaban en Kaldera, más numerosos parecían ser aquellos guerreros del rey, ataviados de gris. Se movían despacio, imperturbables, como víctimas de una extraña borrachera. Algunos aseguraban que los guerreros no podían hablar, pero Scapa sabía que eso no era cierto. Él los había escuchado una vez, en la rápida lengua de su pueblo, sincopada y frenética, como si temieran algo.
Los rumores crecían y crecían como una bola de nieve. La gente murmuraba, tapándose la boca para que no transcendieran sus palabras, que el príncipe llevaba tiempo muerto y que Kaldera estaba también en manos del misterioso rey. En las plazas del mercado emisarios de los elfos libres pronunciaban discursos intentando mantener la moral alta de los pocos elfos de los pantanos que permanecían en la ciudad.
—¡Vuestros hermanos —gritaba uno— están con vosotros! ¡La corona Elyor de los elfos libres se ha convertido en el cuchillo mágico que puede matar al invulnerable portador de Elrysjar! ¡Los elfos libres de los Bosques Oscuros intervendrán pronto! ¡Ningún humano aniquilará nuestro pueblo!
El enviado de los elfos libres continuó orando hasta que llegó una formación de guerreros grises. Los oyentes salieron corriendo cuando éstos arrastraron al orador de su pedestal.
—¿Adonde lo llevan? —pregunto Arane en voz baja.
A su lado había un elfo de los pantanos que, petrificado y con los ojos abiertos de espanto, dijo:
—¡Tiene que ser cosa del rey! Quiere encontrar el cuchillo mágico para… Nuestro pueblo camina hacia la desgracia. Nos extinguiremos. Desapareceremos de la faz de la Tierra…
Cuando empezó a llorar, Scapa y Arane se marcharon de allí. Lo más probable era que pronto volvieran a ver al orador en el puente de Grejonn, o, para ser más exactos, su cabeza. Pero ese día muchos hombres y mujeres desaparecieron sin dejar rastro, y ni siquiera existía ya la certeza de su muerte.
Con el paso de los días, Scapa y Arane se convencieron de que el príncipe había sido relegado. Sus soldados se habían desvanecido y los únicos encargados de mantener el orden eran los guerreros grises del misterioso rey, que, por cierto, tampoco lo hacían con mucho empeño. Y, por lo menos, antes a los soldados se les podía comprar con dinero.
Todo aquello repercutía en los barrios bajos de Kaldera. Ahora, serían los humanos los que tomarían las riendas de los negocios que habían dirigido los elfos desaparecidos y eso provocó encarnizadas batallas. Se produjeron riñas callejeras, motines y agresiones. Los últimos elfos de los pantanos que quedaban en Kaldera se convirtieron en víctimas del odio y la envidia de los humanos, y al final ya no hubo nadie dispuesto a vengar la muerte de ningún «comefangos». El poderoso imperio de los elfos peristas se vino abajo y los humanos recogieron sus restos.
Scapa y Arane vieron desvalidos cómo la ciudad se hundía ante sus ojos en el caos.