La visión
«Ya no hay esperanzas. Antes las bandas ejercían el poder en Kaldera. Ahora ya nadie teme al humano más poderoso, tan sólo a los guerreros grises de un rey del que nadie conoce ni su nombre ni su pasado. Nosotros habríamos sido príncipes. Los príncipes de Kaldera… Pero ahora… yo no soy una princesa».
Arane mantuvo la respiración durante unos segundos de angustia. Como Scapa, a su lado, contemplaba el dosel oscuro que cubría la cama. La oscuridad era casi absoluta, sólo por el resquicio de la puerta penetraba el tenue reflejo de una antorcha. Pasaron minutos de silencio, ambos tumbados entre mantas y almohadones lujosos como en un mar de tela.
Ahora que La Zorrera les pertenecía por completo, ya no había necesidad de compartir habitación, ni por supuesto cama. Pero era la costumbre de dormir junto a otra persona y oír la respiración lenta de Scapa lo que llevaba a Arane hasta allí. Por las noches, cuando todos los habitantes de La Zorrera dormían, Scapa podía estar seguro de que pronto escucharía las pisadas de la chica en el pasillo. Luego, el chirrido de la puerta de su cuarto, que se abría un palmo, lo suficiente para que Arane pudiera colarse por el hueco. Notaría que el colchón se hundía bajo su cuerpo porque una rodilla cuidadosa se apoyaba en él. Las mantas se removerían y pronto un brazo rodearía su pecho. Oiría un susurro, Scapa, y, un rato después, la respiración tranquila de alguien durmiendo. Y qué contento estaba de que todo siguiera así… En otro caso, se habría sentido perdido y solo en aquella cama con las sábanas de seda.
También ahora yacía Arane junto a él como todas aquellas noches, sus rizos le hacían cosquillas en el cuello y su brazo descansaba, caliente y familiar, al lado del suyo. Aquello atenuaba la angustia que desde hacía noches se había instalado en su cama.
—Aquí ya no hay esperanza de que nuestros sueños se cumplan, Scapa. «Influencia» ya no es más que una palabra vacía, que ese malvado rey nos ha robado —apoyó la cabeza en su hombro y suspiró.
—Tú dijiste siempre que preferirías que todos los elfos se marcharan y Kaldera perteneciera exclusivamente a los humanos. Eso es justo lo que ha ocurrido.
A pesar de la oscuridad, Scapa estaba seguro de que Arane le había echado una mirada enojada.
—¿Quieres provocarme? Esto no tiene nada que ver con esos malditos elfos… Hablo de lo que el nuevo rey nos ha quitado a nosotros: ¡el poder sobre Kaldera!
Scapa cogió sus manos y las apretó tanto como pudo.
—¡Arane! ¿Te has vuelto loca? Mira a tu alrededor: ¡tenemos todo lo que podemos desear! Estás tumbada en una cama con sábanas blancas y cojines de terciopelo. Tienes cinco pares de zapatos diferentes y ¡nos pertenece una casa entera! ¿Has olvidado ya de dónde procedemos? ¿Has olvidado que no hace ni tres semanas vivíamos en las calles? ¿Qué más quieres poseer que lo que ya tenemos?
—¡Quiero lo que nos corresponde! —sus manos se habían cerrado en sendos puños—. ¡Kaldera tendría que ser nuestra, sólo nuestra! Los guerreros grises y el rey, ¡todos tendrían que desaparecer!
Scapa soltó sus manos.
—Lo siento, pero ese deseo no puedo cumplírtelo.
Unos momentos después, Arane se dejó caer sobre su almohada.
—No, no puedes —respiró con fuerza y pareció tan agotada que Scapa de pronto se sintió muy desdichado. Incluso cuando él tenía razón, ella conseguía de alguna manera que se sintiera culpable.
—Sabes —susurró Scapa—, a veces pienso que buscas algo… pero ¡no me dices lo que es! Como si tuvieras un secreto que yo no debo conocer —se puso de lado y contempló la oscura silueta de su figura—. Arane, ¿qué deseas? ¿Qué es eso que tanto ansias? La Zorrera es nuestra. Los guerreros grises y ese rey de los elfos no tienen nada que ver con nosotros, ni con nuestros sueños. ¡Tú eres una reina, Arane! Por lo menos, vives como una reina. Comida tres veces al día, ¡maldita sea! ¡Chimeneas, despensas, una torre! Dime por qué estás así a pesar de todo. Tan… descontenta.
Arane se pegó a Scapa y cerró los brazos en torno a él como si tuviera que protegerlo de la oscuridad del cuarto. Él no lo entendía. ¡No entendía nada! Podía repetir sus pensamientos y sus palabras, sí, pero no los sentía como ella. Scapa quería la felicidad. Pero ella, Arane, quería mucho más… Eso era realmente lo que necesitaba.
—No te oculto nada, Scapa —susurró cerrando los ojos. Le abrazó fuerte, casi como si temiera que pudiera levantarse y marcharse—. Es sólo que no quiero perder nada, nunca. Quiero tener cada vez más. Lo necesito para vivir.
* * *
Esa noche, Scapa soñó. Era uno de esos sueños que parecen absolutamente reales y en los que no se tiene la mínima conciencia de que se duerme.
Scapa corre por las ciénagas. Le arañan las ramas puntiagudas y las diversas plantas que crecen junto a los pantanos, pero no puede parar. Corre mientras el miedo se apodera de él. La niebla es cada vez más espesa, no permite que vea nada y hace que piernas y brazos le pesen terriblemente. Avanza muy despacio y el esfuerzo le hace sudar de un modo tan copioso que el agua le escurre por la espalda. Pero no está solo. Hay alguien corriendo junto a él, una sombra conocida, que le quiere y le conoce y, sin embargo, no le entiende. No es Arane.
La niebla parpadeante se ilumina, se abre como si fuera una cortina. Bajo él un edificio inmenso brota de la tierra, parece la punta de una flecha. De repente, Arane está junto a él. La construcción gigantesca se encoge, se encoge, hasta que cabe en la palma de la chica. Es un fragmento de piedra. Un cuchillo. Scapa le tiende el brazo a Arane, aunque no quiere; pero tiene que hacerlo. Ella lo agarra, levanta el cuchillo y le corta las venas. Cuando el cuchillo entra en contacto con su sangre, ésta se derrama. Él quiere gritar, pero ningún sonido sale de sus labios.
—Ahora somos libres —suspira Arane.
Scapa parpadeó. La luz amarilla del sol entraba por la ventana y le rozaba con sus finos dedos a través de la cortina de la cama. Se sentó desconcertado. Tenía la camisa empapada de sudor. La lengua seca se le había pegado al paladar.
—Arane —murmuró con la voz ronca—. He tenido un sueño, de ti y de mí, y tú… —en ese instante se dio cuenta de que estaba solo en la cama.
Se levantó. Se puso los pantalones, el jubón y los zapatos de fina tela lo más rápido que pudo. Luego salió corriendo de la habitación y emprendió la subida de la escalera que conducía a la azotea.
Como esperaba, Arane se encontraba allí, mirando en la dirección del sol, que se proyectaba sobre los tejados de las casas porque ya era mediodía. El ruido ya había inundado las calles: repiqueteos, tintineos, voces y ladridos venían de todas partes, pero ya nada sonaba como antes. Desde que habían llegado los guerreros grises, la ciudad parecía haberse tornado mucho más silenciosa; las calles no tenían la vida de antes… Tal vez, porque había menos gente sin un techo bajo el que dormir. Todos se habían refugiado del calor del sol en las casas que permanecían vacías.
Scapa se apoyó en una columna de piedra y cruzó los brazos. Guiñando los ojos, contempló la ciudad. Los tejados amarillos relucían en medio del calor; las cuerdas de la ropa colgadas de pared a pared brillaban al sol como si fueran telas de araña.
—Arane, tengo que contarte una cosa. Esta noche…
—He tenido un sueño —le interrumpió ella con una sonrisa curiosa en el rostro—. Una… visión.
La miró atentamente. Con el tiempo él ya había ido descubriendo ciertas peculiaridades de su carácter. Pero la muchacha tenía visiones en contadas ocasiones. Se obligó a dejar de lado su propio sueño para escuchar el de ella.
—¿Sobre qué? —preguntó cumpliendo las expectativas de la chica.
Su sonrisa críptica se hizo mayor.
—Ya has oído hablar del cuchillo mágico que puede matar al rey invulnerable…
Scapa asintió despacio.
—Y parece ser que el rey está haciendo todo lo posible para dar con el paradero de ese cuchillo y acabar con él para que no pueda matarle.
Scapa la miró con ojos sombríos y dijo:
—Si estás intentando decirme que quieres matar al rey, es que te has vuelto rematadamente loca.
—¡No, tonto! —Arane le miró con picardía—. Sólo sé dónde está el cuchillo.
—¿Cómo es eso? —preguntó Scapa atónito.
—Ya te lo he dicho…, mi visión.
—¿Y dónde está ese cuchillo?
Arane soltó una carcajada y se dirigió hacia la escalera. Abandonó la azotea con paso ligero mientras le gritaba:
—¡No te lo tengo que decir a ti, sino a los guerreros grises!
—¿Qué?
Scapa corrió tras ella. Debía de haber oído mal. ¿Había perdido la cabeza? Arane no había tenido ninguna visión… ¡Le había dado una conmoción cerebral!
—¡Arane, espera! ¡Un momento!
Pero, muy decidida, bajó corriendo las escaleras y emprendió la marcha por los corredores de La Zorrera. Cuando llegaron a la calle, tampoco redujo aquel ritmo ligero.
—¿Estás cansada de vivir? —Scapa la cogió por el brazo con fuerza—. ¡Quién sabe lo que harán contigo esos elfos de los pantanos hipnotizados! ¿Cómo se te ocurre tratar con ellos? ¡Sólo por un sueño!
—Una visión —le corrigió Arane y continuó andando—. Quiero decirte algo, Scapa. No voy a dar nada por nada. Si les revelo a esos guerreros grises y a su rey dónde encontrar el cuchillo, quiero que me den una suma de dinero a cambio. Con el cuchillo en su poder, el rey estará seguro de que continuará siendo invencible. Y nosotros… —le miró con los ojos brillantes—. Nosotros cerraremos un pacto con sus guerreros. Ya que no podemos vencerlos, debemos tenerlos de nuestro lado; eso es lo que haremos. Para empezar, todo aquel que no haga lo que nosotros queramos tendrá que vérselas con los guerreros grises, porque a partir de ahora serán también nuestros guerreros. Y así… así alcanzaremos verdaderamente el poder sobre Kaldera.
Scapa arrugó el rostro.
—¿Quieres poner a los guerreros grises y al rey de tu parte con una visión? No me gusta. No me gusta negociar con esos elfos de los pantanos. No son… ¡no parecen de este mundo!
—Es que no lo son.
Caminaban hacia el cuartel de los soldados. Desde unos días atrás aquélla era la central de los guerreros grises.
—¡Yo también he tenido un sueño! —Scapa agitó los brazos—. ¡Pero no por eso salgo corriendo hacia los guerreros grises!
—Tú tienes sueños, Scapa. Yo tengo visiones —dijo Arane.
Las calles tenían aspecto de estar muertas. Vacías y desnudas sin la presencia de los elfos: ¡ni magos, ni músicos, ni comerciantes fumando sus pipas! Cuánto se había transformado Kaldera en pocas semanas…
Arane y Scapa se quedaron parados en la esquina anterior al cuartel. Era un bloque cuadrado, sucio, pero en comparación con los otros edificios era seguramente la única construcción sólida de la ciudad…, la única que no terminaría cayéndose antes o después.
Arane se volvió hacia Scapa. Por espacio de unos segundos su mirada se deslizó por su cara como si quisiera memorizar sus rasgos. Ese pensamiento intranquilizó todavía más al chico.
—Espera aquí —dijo ella—. Volveré pronto. Y entonces seremos realmente los amos de la ciudad.
Se rió. Scapa tan sólo consiguió hacer un mínimo movimiento con la boca. Luego, ella se giró y Scapa volvió a agarrarla de la muñeca.
—¿De verdad has tenido una visión?
Ella le miró durante mucho rato. Después se inclinó hacia él ofreciéndole una mirada intensa.
—Sin visiones estaría muerta desde hace tiempo —susurró y se soltó, decidida, de él—. Hasta luego. ¡Y espérame!
Con un sentimiento de desánimo, Scapa observó cómo Arane se marchaba calle arriba, se detenía ante la garita de vigilancia y enseguida le permitían pasar. El alto portón metálico se cerró tras ella. Scapa se apoyó en la pared, cruzó los brazos y aguardó.
Hacía un calor de muerte. Justo allí no había ninguna sombra en la que Scapa pudiera cobijarse. Los rayos del sol le quemaban los hombros y la nuca. El pelo oscuro le ardía, Scapa se lo frotó con las manos. ¡Maldito calor!
Poco a poco empezó a sentir sed. Conocía una fuente no muy lejos de allí, podría beber y meter la cabeza bajo el agua fría; pero esperó con paciencia un rato más. Tal vez Arane regresara pronto y podrían ir juntos a la fuente.
Arane no regresó. Pasaron varios humanos: un mercader con una carretilla, tres ancianas que paseaban al sol, un tropel de niños.
Scapa echó un vistazo a la garita. ¿Dónde estaba Arane? Empezó a llenarse de dudas y de presentimientos de lo más sombríos. Y no sólo porque las garitas de vigilancia y los portones metálicos le produjeran siempre malas vibraciones. No, es que cada vez se daba más cuenta de que habían cometido una equivocación. No se podía confiar en los guerreros grises así como así y, sin embargo, ¡Arane había corrido hasta ellos sin la más mínima protección! Scapa se frotó la cara con nerviosismo. La tenía bañada en sudor.
Llegó un momento en que ya no aguantó más. Corrió a la fuente y, en cuanto hubo saciado su sed, corrió de vuelta. Los cabellos se le escurrían fríos por el cuello porque realmente había metido la cabeza en la pila. Si le entraba sed de nuevo, no tenía más que escurrir el agua de uno de sus mechones.
Arane seguía sin regresar. ¿Sería ya muy tarde? Scapa continuaba apoyado en la pared. Cuando empezaron a dolerle los pies, se sentó en el suelo.
Pronto empezó a sentir hambre. Pero Arane podía regresar en cualquier momento, aunque narrar su visión podría llevarle horas. Y a medida que iba transcurriendo el tiempo aquella posibilidad le parecía a Scapa cada vez más probable.
El cielo comenzó a enrojecer. Scapa permanecía abatido en el suelo. El pelo se le había secado ya. Un ladrillo desportillado proyectaba sombras largas junto a él.
¿Dónde demonios estaba Arane?
Los temores de Scapa se hicieron certeza. Ahora estaba seguro de que había algo que no iba bien. Cuando se puso el sol, se levantó y se acercó al edificio. Pidió pasar, pero los elfos de los pantanos que estaban haciendo guardia ni siquiera se fijaron en él; sus miradas parecieron atravesarle sin más. Scapa gritó reclamando su atención. Pero sólo cuando comenzó a golpear los barrotes de metal mientras gritaba el nombre de Arane, los guerreros grises tiraron con fuerza de él y lo echaron a la calle.
Ahora el muchacho tenía el absoluto convencimiento de que algo iba mal. El pánico se apoderó de él.
—¡Arane! —gritó—. ¡Arane!
Corrió de nuevo a la garita, atacó a los guardias e intentó trepar por el portón…, pero todo fue inútil. Cuando uno de los elfos le pegó un puñetazo en el rostro, Scapa cayó al suelo y allí se quedó sin moverse.
Sentía una punzada en el pómulo. Lágrimas amargas rodaban por el puente de su nariz, pero no eran de dolor. Lloraba porque ahora lo sabía: no soltarían a Arane. Arane no iba a regresar.
Él la había dejado marchar, la había dejado ir directamente a las garras de los guerreros grises. Era tan absurdo, tan inimaginable que la hubiera perdido realmente, pero percibía que era cierto. ¿Qué había hecho ella? ¿Qué se había creído? Sólo por ambición y por una idea que ni siquiera había sopesado, había echado a perder toda su vida. Y la de Scapa de paso…
El sol desapareció en el horizonte. En el cielo relucieron jirones de nubes azules y rojas. Los ruidos de la ciudad crecieron de volumen y sonaron más desconocidos que nunca. Parecían haber transcurrido años; Scapa creía llevar años tumbado sobre el polvo amarillo, al borde de la garita.
Finalmente se puso en pie. Anduvo intranquilo de un lado a otro del tosco edificio, sin dejar de observar a los guardias impertérritos y gritando una y otra vez el nombre de Arane.
Era ya de noche cuando se abrieron por fin las puertas.
Scapa sintió que el corazón le daba un vuelco.
—¡Arane!
Caminaba en medio de una formación de elfos. Por lo menos llevaba a ocho guerreros grises delante, detrás y a los lados; la rodeaban como una muralla viva. Scapa corrió hacia el grupo y logró intercambiar una mirada con la muchacha. Las lágrimas brillaban en sus ojos.
Scapa se detuvo bruscamente. Arane levantó las manos para enseñarle que iba maniatada.
«No», pensó él. «No, no, no». Esa era la única palabra que le venía a la mente. «¡NO!». Se tiró hacia ella. Los guardias se interpusieron en su camino, pero era necesario algo más para detenerle. Tres de los guerreros grises que flanqueaban a Arane se echaron sobre él y lo agarraron con puños de acero.
—¡Scapa! —oyó que Arane gritaba al fondo.
Intentó soltarse, pisó y mordió y golpeó, pero los guardias lo mantuvieron retenido.
—¡Scapa! ¡No lo hagas! ¡No lo intentes!… ¡No lo intentes!
Un puñetazo le dio de lleno en la tripa. Un segundo golpeó su mejilla.
— ¡Scapa! ¡Déjalos tranquilos! ¡No!
Estuvo a punto de perder el sentido. El dolor de los golpes y las patadas desapareció cuando cayó al suelo. Pero la desesperación… La desesperación le siguió hasta la inconsciencia. Arane se había marchado.
Para siempre.