La batalla

Dado que el camino a través de las Tierras de Aluvión era dificultoso incluso a caballo, Scapa y la reina viajaban en una litera equipada con mantas, pieles y cojines que les permitían entrar en calor. Seis caballos los trasladaban a través de ciénagas y barrizales mientras los rodeaba un ejército de jinetes. Tras ellos, como un mar que cerrara la formación, desfilaba la interminable masa de soldados de a pie. Las Tierras de Aluvión fueron holladas por miles de pisadas, todo se hundió en el fango y las pozas se rellenaron con la tierra arcillosa que las innumerables botas llevaban consigo. El ejército de la Criatura Blanca aplanaba el suelo, todo lo allanaba a su paso. Atrás quedó la hierba pisoteada y el lodo encharcado. En las Tierras de Aluvión no había mucho más que pudiera acabar destrozado.

Por la noche volvieron a sonar las estruendosas llamadas de los cuernos. A lo largo de varios minutos el penetrante sonido se mantuvo sobre las ciénagas y engulló hasta el desagradable graznido de los cuervos. El gigantesco ejército hizo un alto y todo fue dispuesto para la noche. Pronto brillaron varios fuegos de campamento alrededor de la litera que había sido depositada en el suelo. Por lo demás, la noche en los pantanos era oscura como boca de lobo. La mayoría de los soldados cayó en un sueño profundo a causa del cansancio.

También la reina se sentía exhausta tras la larga jornada, a pesar de que no había caminado desde que abandonó la torre. Pero el eterno balanceo y las sacudidas motivadas por los desniveles del terreno la habían agotado, eso por no hablar de la humedad, la frialdad del ambiente y la escasez de luz. Por suerte, era invierno y los mosquitos y los tábanos habían desaparecido de los pantanos.

Tumbada entre cojines, junto a Scapa, Arane miraba al techo de la litera, del que colgaba un farol rojo.

—Es tan absurdo —murmuró con una voz que daba a entender que estaba a punto de dormirse—. ¿Qué es lo que pretendemos siempre?… ¿Qué queremos realmente? La inmortalidad. Todo lo hacemos para lograr ser inmortales y que no nos olviden jamás. Tener niños, buscar la fama, sacrificarnos. Y al final no somos nosotros los que conseguimos un poco de la inmortalidad de nuestros nombres, sino aquellos que siguen nuestros pasos. Esta guerra no la hacemos por nosotros, Scapa. Sino por los humanos del futuro…

—¿Sacrificarnos? —murmuró Scapa.

Arane se rió.

—Oh, sí, a veces tengo la sensación de ofrecerme en sacrificio —se acomodó en los almohadones y puso los brazos bajo la cabeza—. El mundo es demasiado pequeño para dos razas iguales. Sólo puede pertenecer a una o a la otra.

Luego se durmió.


* * *


Su viaje por las Tierras de Aluvión semejaba un sueño febril. Permanecían en la litera, sin moverse, escuchando el ir y venir del ejército, y estaban todavía más lejos del mundo que antes.

Cuando aparecieron las montañas ante ellos, Scapa y Arane abandonaron la litera, alegres ante el cambio: los soldados dispusieron dos corceles de bella estampa y colocaron sobre ellos un ancho toldo de tela roja para que la nieve ocasional no incomodara a los jinetes. El terreno era llano y no suponía ningún esfuerzo cabalgar porque los soldados iban apartando del camino cualquier impedimento que se presentase a su paso. La vereda era hermosa, se sucedían los bosques umbríos, y por la noche acamparon junto a un río ancho y turbulento.

Al otro lado de las montañas se hallaba el reino de Dhrana. Cabalgaron por sus campos de variopintos colores y hollaron los terrenos cultivados que la nieve todavía no había cubierto. Ante el castillo del rey se alineaban más de cinco mil soldados. También había sencillos campesinos con picos y horcas. Aguardaban al ejército de la Criatura Blanca.

—¿Están en contra de nosotros? —preguntó Scapa con un asomo de inquietud.

Pero Arane sonrió con arrogancia.

—Hace tiempo que envié emisarios. Dhrana lleva tres años surtiéndome de madera. El reino está de nuestro lado.

Cuando la marea de los guerreros grises alcanzó a los soldados de Dhrana, éstos se unieron a ella y formaron parte de las gigantescas huestes.


* * *


Pasó el tiempo. Nill practicaba sin tregua e, incluso cuando Kaveh no podía permanecer junto a ella, seguía ejercitándose sola. Pronto dominó las técnicas básicas de la espada, pero se preguntaba si podría enfrentarse a una pelea real y eso le imponía respeto. Atinar con el arco no era fácil de aprender; sin embargo, Nill se encontraba más segura manejando esa arma. En cuanto lograba tensar la cuerda y apuntar bien, lo demás era un juego de niños. Por desgracia no siempre apuntaba correctamente y fallaba con cualquier presa que estuviera a más de diez metros.

Un día regresó el primero de los batidores que habían enviado a explorar. Informó de que la Criatura Blanca llegaría en diez días a los Bosques Oscuros. Venía con un ejército compuesto por más de cincuenta mil almas; aquellas huestes esquilmarían el Reino de los Bosques a su paso.

El horror se apoderó de todos los rostros; sobre todo del semblante del rey Lorgios.

A lo largo de los días siguientes, fueron llegando los integrantes de los distintos pueblos y razas convocados. Llegaron elfos de todos los lugares: hombres y mujeres ataviados con armaduras relucientes y capas de color claro, y armados con arcos, lanzas y espadas. Plantaron sus campamentos en el mismo valle de los elfos. Sus tiendas de campaña, construidas con sarmientos, sólo podían divisarse desde la aldea… Quedaban ocultas para el resto del bosque. Día a día aparecían nuevas formaciones. Venían de los profundos bosques del Oeste, de las montañas del Norte y algunas de las tribus habían adornado sus trajes con conchas de sus lugares de origen, las distantes regiones costeras.

Con los ejércitos de elfos llegaron los lobos de las montañas del Norte. Las manadas de animales se deslizaban entre los elfos, en grupos de quince o veinte ejemplares. Sus ojos color ámbar atisbaban vigilantes y saludaban en silencio a los presentes. Tenían el pelo gris y erizado, y los dientes, que asomaban entre sus belfos, parecían capaces de perforar sin problemas la armadura de un guerrero. Eran mayores que cualquiera de los lobos que Nill había visto hasta la fecha, algunos alcanzaban el tamaño de un poni. Como estaban al tanto de que jabalíes y ciervos eran sus aliados en esa guerra, portaban algunos conejos muertos para mostrar que no tenían intención de cazarlos.

A ellos se añadieron los miembros de la raza de los gurmenos. Tenían el aspecto de humanos, pero eran mucho más altos y robustos que los hykados que Nill había visto antes. Eran tan anchos de espaldas que parecían toros, sus brazos y piernas semejaban troncos de árboles. Hablaban una lengua que Nill no entendía, pero algunos tenían nociones de élfico. De ellos Nill sabía únicamente que provenían de los peligrosos y recónditos bosques del Oeste. Los elfos los apodaban gurmaén, lo que traducido literalmente significaba «gigante».

Por fin, una mañana, unos ruidos totalmente desconocidos despertaron a Nill. Se envolvió en su manta, salió corriendo de la casa-árbol y se topó con Mareju, Arjas y Kaveh. Por todas partes había niños excitados y también adultos que abandonaban curiosos las cabañas. Salieron de la aldea junto a un tropel de elfos y descubrieron así de dónde provenía el ruido: desde el bosque llegaba un ejército de dos mil jabalíes.


* * *


Alcanzaron en distintos grupos la linde de los Bosques Oscuros. Elfos, ciervos, gigantes, lobos de las montañas y jabalíes… No había más razas. Y, a pesar de ello, el número de guerreros era tan impresionante que Nill se mareó al contemplarlo en su totalidad y le resultó muy difícil imaginarse que existiera una potencia en el mundo que lograra superarlo. Pero había visto las minas de hierro. Y con que hubiera la mitad de guerreros grises que de trabajadores…

Todas las razas unidas montaron el campamento nocturno en el límite del bosque y enviaron exploradores al Oeste, donde se desplegaba una extensa zona de estepas, para avistar el ejército de la Criatura Blanca. Los elfos, que eran los que mejor veían de noche, treparon a los árboles y otearon el oscuro paisaje. Unos cuantos lobos se adentraron en las colinas cuya ubicación les permitía utilizar el olfato con mayor precisión. El olor de los guerreros precedería en mucho al ejército de la reina.

Nill, la familia del rey y los gemelos se habían instalado bastante más atrás. Alrededor de su hoguera tomaron posiciones la mayor parte de los guerreros de su aldea y bajo el reflejo de las llamas Nill pudo escudriñar sus expresiones preocupadas.

También ella era presa de un gran desasosiego. ¿Era miedo? ¿Un mal presentimiento? La joven no lo sabía. Nadie parecía saber ya con exactitud lo que pensaba o sentía.

Incluso los animales se agitaban nerviosos desde que habían llegado a la linde del bosque.

Durante la noche, cuando los fuegos estaban ya prácticamente extinguidos, Kaveh se sentó junto a Nill.

—¿Sigues teniendo el cuchillo mágico? —le susurró.

Nill asintió metiéndose la mano en el bolsillo de la falda para sacarlo. Lo cierto es que llevaba varías horas sosteniéndolo a través de la tela y le aguijoneaba un deseo acuciante de volver a verlo.

Pero Kaveh la tomó de la muñeca mientras le decía:

—No, no lo saques. Está bien que lo tengas contigo.

Ella afirmó con la cabeza. Le dio la impresión de que Kaveh quería hablar de algo especial con ella. Durante un rato fue como si se fuera a lanzar a una larga conversación, pero finalmente dijo tan sólo:

—¿Sabes lo que tienes que hacer? Me refiero al cuchillo…

Nill volvió a asentir. Ella también le había dado vueltas al asunto. Tendría que matar a alguien, no había vuelta de hoja. Clavaría con sus propias manos el punzón de piedra en el pecho de la Criatura Blanca… Bueno, suponiendo que tuviera la oportunidad de hacerlo. Pensar en ello hacía que se le paralizase el cuerpo, pero ya no le aterrorizaba tanto como al principio. Ya nada le aterrorizaba como al principio.

—Intentaremos romper las líneas de protección que con toda seguridad custodiarán a la reina. Tú mantente en segundo plano. Pero cuando oigas la llamada de un cuerno… —Kaveh se abrió el cuello del jubón y sacó un largo cuerno que llevaba colgado de un cordón de cuero—. Cuando lo oigas, significará que el camino está libre y lo hemos conseguido. Entonces llegas con el cuchillo y… sí —pero no dijo lo que tenía que suceder entonces.

Permanecieron un rato sentados en silencio, uno al lado del otro, contemplando las llamas a punto de apagarse. A pesar de que a su alrededor, en el bosque, había más de quince mil guerreros que aguardaban la mañana, un gran silencio pesaba sobre ellos.

—Bueno, deberías dormir un poco —dijo Kaveh, pero su voz no sonó muy persuasiva—. Mañana todos tenemos que estar en forma.

—Entonces tú también deberías dormir —respondió ella a su vez.

Él se pasó la mano por el pelo.

—No puedo. Dormir es lo último que podría hacer ahora.

Nill bajó la cabeza y sonrió cansada.

—Te entiendo —dijo.

Y siguieron mirando los rescoldos.


* * *


Poco antes del amanecer sonaron los cuernos anunciando la inminente batalla. Había llegado el momento. Los gurmenos untaron sus dedos con tierra roja y se pintaron runas en manos y cara mientras entonaban ininterrumpidamente misteriosos cantos tribales. Los elfos, por su parte, intercambiaron entre ellos bendiciones y amuletos protectores. También el rey Lorgios le dio a Nill un ancho brazalete en el que había tallados varios animales galopando, que ella tomó por caballos aunque tenían astas y rabos dentados. La muchacha le dio las gracias y permitió que se lo pusiera en el brazo. También Aryjén, que llevaba un arco grande, abrazó a la chica y le deseó suerte. Kaveh le entregó una espada corta. Refrescó con Nill unos cuantos trucos de combate y luego asió con sus manos las de ella en torno a la empuñadura del arma. Nill se sentía muy lejana a lo que ocurría; casi como si se limitase a bordear el conflicto. Parecía que el ajetreo del bosque no fuera a terminar nunca. Y, de pronto, como si alguien hubiese golpeado un gong, estuvo todo preparado y lobos, jabalíes, gigantes, elfos y ciervos aguardaron el momento del ataque. Kaveh, rodeado de una formación de guerreros, avanzó hacia la salida del bosque.

—¡Kaveh! ¡Kaveh! —Lorgios le siguió unos pasos—. ¡Quédate aquí! Esperarás atrás hasta que los guerreros de la reina hayan penetrado en el bosque.

El pecho de Kaveh se hinchó al respirar.

—No, padre. Lucharé en primera línea —dijo despacio y decidido.

—¡Kaveh! ¡No lo hagas! ¡ Kaveh!

Pero por muy alto que gritara Lorgios, su hijo ya se había dado la vuelta y se marchaba imperturbable. Nill miró una vez más al rey de los elfos libres y luego se unió al final del grupo que circundaba a Kaveh. Era preciso que viera lo que sucedía frente al bosque. La separación entre árboles fue haciéndose cada vez mayor. Kaveh y sus caballeros iban sobrepasando a los demás, siempre hacia delante. Súbitamente se quedaron quietos.

También Nill se detuvo como fulminada por el rayo. Estalló un viento repentino que precipitó la nieve de los árboles sobre ellos. Por el horizonte asomó el ejército de la reina.

Una masa negra centelleó por encima de las colinas blancas. La ola oscura se expandió como una mancha de aceite, se derramó sobre el paisaje, más cerca, eternamente lenta… Luego se duplicó, se triplicó e hizo bullir las estepas. El horror se apoderó de Nill. Los elfos más próximos a ella empalidecieron, los ciervos bramaron intranquilos y los jabalíes husmearon excitados.

—Por todos los dioses —susurró la chica sintiendo que las piernas se le habían vuelto de corcho y no iban a ser capaces de sujetarla. En la lejanía del ejército oscilaba una diminuta luz roja. Era un palio extendido sobre la Criatura Blanca y su guardia personal. Gigantescas banderas rojas y blancas, que desde allí se veían como pequeños puntos que fluctuaban en la negrura, flanqueaban la lona roja.

Ahora el ejército se acercaba a una velocidad increíble. Aunque no lucía el sol, los cascos y lanzas de acero del frente delantero ya les cegaban. Algunas figuras comenzaron a desprenderse de la masa.

—¡Arqueros! —resonó una voz y otra, y otra más a través de la primera línea a la orilla del bosque.

Se adelantaron varios elfos con arcos largos que les llegaban hasta los hombros. Una luz opaca penetró a través de la densa capa de nubes. Las sombras de los altos árboles cubrieron a los arqueros. Los elfos sacaron unas flechas largas y las colocaron en las cuerdas. Unos instantes más tarde —cosa de segundos— los guerreros de la Criatura Blanca estarían ya lo suficientemente cerca. Entretanto, sus semblantes sobresalían del metal de sus armaduras como manchas blancas. Pero los guerreros grises todavía no habían levantado sus escudos. El bosque ocultaba a los soldados de sus miradas… Nill mantuvo la respiración.

—¡Niyú! —hasta ese momento Kaveh no se había dado cuenta de su presencia. Bajó su arco, corrió hacia ella y asió sus manos—. ¿Qué haces aquí delante? ¡Te dije que esperaras la llamada del cuerno!

—Quería ver el ejército —respondió ella con voz ronca.

Kaveh iba a replicar algo, pero fue interrumpido por la estruendosa señal de un cuerno. El suelo vibró. La nieve se escurrió de las ramas. Las cuerdas de los arcos se tensaron al unísono.

—¡YA! —rugieron varias voces. Las flechas sesgaron el aire. Kaveh y Nill observaron atónitos cómo la andanada de flechas atravesaba el cielo, desaparecía brevemente entre las nubes color acero y caía entre las filas de guerreros grises. Estallaron gritos de terror. De nuevo sonaron varios cuernos. Un momento más tarde los arqueros volvieron a tensar las cuerdas. La segunda salva silbó desde el bosque.

Arivorl —gritó una voz. Nill no conocía esa palabra élfica. Pero comprendió su significado de improviso cuando una flecha negra cayó frente a ella en el suelo. Los elfos retrocedieron con gritos de espanto; algunos levantaron los escudos, la mayoría huyó bajo la protección de los árboles mientras los proyectiles negros se quedaban clavados en la nieve.

Nill y Kaveh bajaron la cabeza. Una retahila de maldiciones salió de la boca del joven, pero la mayor parte de ellas se perdió bajo el fragor de la contienda. Partió una nueva lluvia de flechas que se clavaron a miles en las líneas de los guerreros grises. Se produjo movimiento en la retaguardia. Los guerreros del bosque avanzaban dispuestos a la lucha abierta. Los caballos relincharon cuando los elfos saltaron a sus lomos. Un corcel negro llegó junto a Kaveh, resoplando excitado.

Toda iba muy deprisa. Los guerreros pasaban corriendo junto a Nill, la empujaban y la golpeaban con sus corazas. Los primeros atacaron las huestes de la reina. El estrépito sacudía el aire. De pronto la mano de Kaveh se soltó de Nill. Ella creyó perderlo entre la turbamulta, pero enseguida apareció de nuevo con un ciervo enorme a su lado, cuya cornamenta se aproximó peligrosamente a la cara de Nill. Un momento después, Kaveh la había subido sobre el animal y montaba a lomos de su caballo.

—¡Regresa! —gritó a Nill, o al ciervo. Luego desenvainó la espada.

—¡Kaveh! —la chica sintió que su voz se perdía entre el griterío y el tintineo de las espadas. El ciervo hizo un viraje y tuvo que agarrarse a su cornamenta para no caer.

Entrevió el rostro de Kaveh por encima de los otros. Luego su caballo galopó dejando atrás la protección del bosque… y el animal comenzó a correr también, sólo que en dirección contraria.

Elfos sobre caballos y ciervos, gigantes con hachas y mazas, lobos aullando y jabalíes con los colmillos extendidos pasaban a su lado. Nill se agarraba a las cuernas del ciervo lo más fuerte que podía para no ir a parar bajo sus pezuñas.

De repente el animal empezó a trotar más despacio, hizo una curva y volvió a dirigirse hacia el frente de batalla. El corazón de Nill palpitaba acelerado. Sentía la sangre en sus venas. Tras los árboles divisaba la guerra como un estruendoso océano de sangre y dolor y odio. Todo iba tan rápido; las figuras se derrumbaban sobre el suelo; lanzas, escudos, espadas se elevaban hacia el cielo y volvían a caer, los caballos se encabritaban, los cuerpos de los guerreros grises volaban por los aires ensartados por las astas de los ciervos. Era tan increíble y, al mismo tiempo, tan espantosamente real que Nill ya no podía pensar, ya no podía sentir.

El ciervo que la llevaba resolló y golpeó con los cascos en el suelo. «Esperemos», pareció decir. «Espera hasta que llegue tu momento…».

Y Nill supo que efectivamente debía esperar. Era lo único que podía hacer. Debía esperar hasta que el ejército se aproximara más. O hasta que, aunque ahora le pareciera prácticamente imposible, oyera el cuerno de Kaveh por encima del fragor de la batalla. Debía esperar hasta que el palio rojo de la reina estuviera allí… Y su mano temblorosa rodeó el punzón de piedra con fuerza. Estaba caliente.