Descubierta

La luna ya estaba en el cielo cuando oyeron pasos afuera. Se abrió la puerta y la silueta de un hombre alto entró en la cocina.

Agwin, que estaba junto al hogar probando el caldo de gallina, se dio la vuelta y observó a su marido de arriba abajo.

—¿Dónde estabas? —inquirió.

—Cortando leña —murmuró Grenjo. Siempre regresaba a casa cuando ya había oscurecido. A veces olía al aguardiente que servían en la taberna de la aldea. A veces sus ojos mostraban signos de humedad.

—¿Cortando leña? —repitió Agwin arrugando la frente—. Ya es de noche. ¿No vas a decirme que talas árboles en plena oscuridad? Siéntate de una vez.

Grenjo se dejó caer en su silla. Agwin llenó un cazo de madera en la olla que hervía silenciosa y vertió el caldo en una escudilla. Luego la colocó delante de Grenjo y se sentó a su lado con las manos cruzadas sobre su regazo.

—Nill, ponle agua a mi marido.

Siempre le llamaba «mi marido» cuando hablaba con la chica. Había algo despectivo en aquellas palabras, como si se burlara de él. Nill sirvió agua en un recipiente de madera y se lo pasó. Él la miró por espacio de un segundo y le dio las gracias con la sonrisa callada de sus ojos.

—Tendrías que ir de caza —dijo Agwin con la frente todavía fruncida, como si la sola presencia de Grenjo le resultara desagradable—. Así podría salar carne de ciervo y dejarla secar. Tengo entendido que las otras familias tienen más provisiones que nosotros. Y tú sólo traes pescado, pescado, pescado… Ya me sale por las orejas, Grenjo.

Antes de que el hombre pudiera decir algo, Agwin se dirigió a Nill:

—¿Vas a quedarte ahí como un pasmarote o me das algo de comer y de beber a mí también? ¿O es que tengo que hacerlo yo todo? —con una sonrisa seca se volvió de nuevo hacia Grenjo—. ¡Esta chiquilla! —dijo y se rió—. Hoy se ha vuelto a quedar horas en el bosque, cuando la he mandado por agua. Y al volver, ya había volcado un cubo. ¡Se adentra en lo más profundo del bosque como si fuera un animal salvaje! — con los ojos brillantes, Agwin se echó hacia delante y le arrancó a Nill la cuchara de las manos que ésta le alargaba junto con la escudilla—. Es a causa de su sangre élfica, está claro, ¡cada vez es más elfa! Ningún humano se pasaría tanto tiempo en el bosque. Mírale las orejas…, ¡mira, ahí! —Agwin agarró con el pulgar y el índice una oreja de Nill y la atrajo hacia sí—. ¿Ves, Grenjo, lo ves? Cada vez las tiene más puntiagudas.

Grenjo miró a Nill pensativo, hasta que Agwin soltó su oreja.

—¿Cuántos años tienes, Nill? —preguntó él.

Ella le echó una mirada dubitativa.

—Catorce inviernos y quince veranos.

De pronto una sonrisa inundó el rostro de Grenjo. Era una cara llena de arrugas y, sin embargo, tanto sus ojos como su boca dejaban entrever que había sido guapo. Tal vez no hacía tanto de ello. Unos cuantos días y noches de tristeza bastan para hacerse viejo.

—Tan mayor ya —murmuró—. Todavía recuerdo a la niñita que deambulaba por aquí y se pasaba las horas contemplando los árboles mecidos por el viento.

—Era un manojo de nervios insoportable —añadió Agwin—. De niña acabó con mis fuerzas y ahora con su egoísmo conseguirá que se me llene el pelo de canas.

Nill se dirigió a la puerta. Se había colocado discretamente de nuevo el pelo sobre las orejas, aquel gesto se había convertido ya en una costumbre. Ocultaba de manera concienzuda todo lo que había de elfo en ella.

—Me voy a la cama —dijo.

Agwin paró de sorber la sopa.

—Mañana irás al mercado a vender mis repollos. Y procura que no te tomen el pelo.

Nill miró a Agwin en silencio y luego abandonó la cocina. Nunca le habían tomado el pelo, pero eso no importaba a los ojos de Agwin. De la misma manera la habría culpado de talar los árboles del patio si una tormenta los hubiera arrancado de la tierra.

La chica trepó por la escalera que llevaba a la buhardilla, donde estaba su habitación. Estaba habituada a moverse en la oscuridad sin tropezar con nada hasta llegar a la estrecha yacija de paja. Su cuarto era pequeño y con las paredes torcidas. Tenía una única ventana, como una mirilla, sobre su cama. Quitó la reja que tapaba la lucera en verano y miró fuera.

El viento penetró en la estancia y acarició su piel, fresco y aromático. Observó las copas de los árboles frondosos que se recortaban en el cielo nocturno. La luna relucía tenue entre el ramaje. Los grillos cantaban y a lo lejos sonaban los aullidos de los lobos.

Nill se desvistió sin retirar la vista de la luna y los árboles y el cielo. ¡Cuántos humanos antes que ella habrían visto la misma luna y el mismo cielo! Los héroes habían dirigido sus miradas a las mismas estrellas que la muchacha miraba ahora. Y dentro de mil años los héroes oirían susurrar al mismo viento de la noche que ella escuchaba. Nill sonrió, porque en momentos como ése se sentía tan cercana al mundo, a la vida, a sí misma, que le parecía que la abrazaban espíritus invisibles.

Su falda se escurrió hacia el suelo y sintió algo duro. Le dio un vuelco el corazón.

¡El punzón de piedra! Lo había olvidado por completo.

Lo sacó del bolsillo y lo mantuvo en sus manos. Lo percibió frío y suave entre sus dedos, y fue presa de un miedo infinito. Por un momento sintió la imperiosa necesidad de tirarlo por la ventana, pero al mismo tiempo sabía que con ese acto no iba a apartarlo lo suficiente de su lado. Tenía que llevarlo lejos, hasta el abedul hueco. Comprendió que sólo si el árbol se cerraba de nuevo, estaría a salvo de él.

—Tonterías —murmuró apartando aquellos pensamientos de su cabeza—. No es más que una piedra.

La escondió debajo del camastro de paja. Luego se metió bajo la delgada manta de lana y se tapó hasta la barbilla. El cielo sobre ella, la luna, el susurro del viento en los árboles… todo daba vueltas en su cabeza. Cielo, luna, susurro del viento… Punzón de piedra… El punzón de piedra…

Un rato después, estaba dormida.


* * *


Nill tenía a menudo el mismo sueño. Se repetía exactamente igual y siempre se despertaba con el mismo sabor amargo y la misma inquietante sensación de vacío. Era el único sueño —y la única imagen— que tenía de su madre.

La mujer caminaba a grandes zancadas por el bosque. Estaba amaneciendo. Los abetos y pinos mecidos por el aire la miraban acusadores. El viento soplaba en todas direcciones en medio de la oscuridad; parecía gritar, bramar, maldecir. Espíritus malignos flotaban en torno a la mujer, que andaba pesadamente sobre la maleza como si se tratase de una corza preñada. Llevaba una cesta colgada del brazo.

Las casas de los hykados pronto se entreverían a través de la niebla de la mañana. Las ventanas miraban hacia ella como cuencas de calaveras. Espanto y horror se adueñaban de la mujer… y Nill percibía sus sentimientos de una forma tan intensa que le parecían los suyos.

Unos segundos después, la puerta de la aldea se abría ante ella. La mujer echaba de mala gana una última mirada a la cesta que había dejado a sus pies, y a Nill le inundaba un enorme deseo de llorar. Porque aquello que la mujer se quitaba de encima era la criatura desvalida que estaba en la cesta. Una niña.

La mujer no la quería porque era una bastarda, alguien de sangre hostil, y además hacía nacer en ella hondos sentimientos de culpa. Salía corriendo de allí, sin mirar atrás. Corría para olvidar a la niña, y ser feliz de nuevo, para ser hermosa, libre e inocente. La niña se quedaba en la cesta. Jirones de nubes sobrevolaban el cielo. Los desgarradores lamentos de la lastimosa criatura parecían alcanzar al mundo entero.

A menudo Nill se despertaba de ese sueño muy quieta y permanecía un rato llorando en silencio, sin moverse. No quería moverse para no sentir que era ella la criatura desgarbada que únicamente provocaba horror en aquella mujer. En la mujer a la que Nill, más que a cualquier otra cosa, más que a cualquier otra persona, deseaba querer. Pero esa noche Nill no vio a su madre en sueños. Esa noche unas imágenes muy diferentes y extrañas se apoderaron de su mente…

Está sola en lo más profundo de los Bosques Oscuros. No, no sola: a su alrededor cuchichean los espíritus de los árboles y del viento. En su mano está, bien formado y pesado, el punzón negro. Tiene que tirarlo. Tiene que destruirlo. Pero al mismo tiempo está unida a él, se ha convertido en parte de su destino. Nill comienza a correr. Sombras y luces de los bosques tratan de aferrarla. Su corazón palpita de miedo, hasta que siente algo junto a ella: alguien corre a su lado. Un humano. Es una sombra cálida y conocida, a la que teme y quiere al mismo tiempo. Por fin se siente más segura.

Los árboles empiezan a espaciarse, un abismo se abre en el suelo, justo delante de ellos. Por espacio de unos segundos, Nill ve cómo surge de las profundidades una torre negra, gigantesca, que se asemeja terriblemente al punzón de piedra. Se vuelve hacia su acompañante y de pronto reconoce su cara; reconoce cada detalle, sus labios, la nariz, los ojos oscuros… Él la coge de la mano y Nill pega un grito. Le ha clavado el punzón negro en el pecho. Dolor, desolación y un sentimiento turbador de amor se aunan en un flujo que recorre cada poro de su cuerpo…

Nill se incorporó dando un respingo. Por espacio de unos segundos las imágenes del sueño pasaron por su mente; luego fue su cuarto el que la rodeó de nuevo. Flotaba el polvo en el rayo de sol que entraba por la ventana.

No había ocurrido nada. Sólo era un sueño.

Se incorporó de la cama y sacó la extraña piedra de debajo del colchón. La observó sumida en sus pensamientos. Era bastante tosca e, incluso, algo curvada, y a pesar de ello… Nill no podía creer que hubiera alcanzado esa forma de manera natural. Se acoplaba a su mano como si fuera un puñal o un cuchillo.

Además, era bonita. Ahora que se había acostumbrado a su imagen, no podía quitarle los ojos de encima. El punzón era tan oscuro como una noche sin luna. Pero sus bordes brillaban en una aureola de colores indefinidos. ¿Qué piedra sería? No recordaba haber visto nunca nada igual. El miedo que el objeto había provocado en ella el día anterior todavía cosquilleaba de manera tenue en su tripa, pero ahora le vencía la curiosidad de saber qué secreto se escondía tras él.

Finalmente se levantó y se vistió. Como la mayoría de las mujeres y muchachas de la aldea, llevaba una saya de lino rústico que le caía hasta las pantorrillas. Sobre ella se puso una túnica verde oscura, que Agwin había desechado, y la frunció al talle con un cinturón. Una vez que se hubo puesto los botines, se metió el punzón en el bolsillo y alisó la túnica para disimular el contenido. Sería mejor que lo llevara siempre consigo.

La chica abandonó su cuarto y se dirigió al patio, donde la aguardaban los repollos.


* * *


El Reino de los Bosques Oscuros era infinito. Se extendía en todas direcciones. Abarcaba la región boscosa a la que pocas veces accedían los caminantes y los rayos del sol, los vastos territorios de hayas y abedules con unos troncos tan gruesos que ni tres hombres podrían rodearlos, y un sinfín de montañas; montañas gigantescas cuyas cimas blancas traspasaban las nubes. Innumerables pueblos y criaturas habitaban el reino… Muchos de ellos ni siquiera se conocían entré sí, pues nunca se habían encontrado.

También los humanos, en su afán de conquistar el mundo entero, habían arraigado en los Bosques Oscuros. Sus pueblos, que se extendían desde las regiones montañosas del Norte hasta los bosques impenetrables del Oeste, eran conocidos como pueblos de los hykados. El término venía de la lengua de los elfos: hykado significaba «bárbaro». Pero dado que los humanos establecidos más allá de los Bosques Oscuros también encontraban bárbaros a los pueblos hykados, el nombre se había impuesto asimismo entre ellos. A lo largo de los años los hykados debían de haber olvidado cuál era el significado de su nombre, o no se tomaban a mal que los elfos —que a sus ojos no eran más que unos salvajes— los consideraran bárbaros. Las desavenencias entre las dos razas se retrotraían a tiempos tan antiguos como la historia de sus pueblos. Humanos y elfos no habían vivido jamás en armonía, pues mientras hubiera tierra, agua y aire, el mundo sólo podría pertenecer a una de las razas.

Sobre todo en los densos bosques del Sur, donde el suelo era más fértil que en ningún otro sitio, los anchos ríos ofrecían salmones y cangrejos en abundancia y los árboles enormes crecían hasta el cielo como gigantes, la enemistad entre hykados y elfos duraba desde tiempos remotos. Los humanos organizaban cacerías para exterminar a los animales de la niebla, que los elfos consideraban sagrados, y no tenían reparos en cercenar su vegetación, que ellos creían fuente de magia y espiritualidad. Y los elfos disparaban a las fieras salvajes, de las que tanto dependían los humanos, y eran aliados de los lobos, que acababan con las ovejas y las gallinas de sus pueblos. Además, los hykados culpaban a los elfos de utilizar sortilegios secretos y hechizos mágicos para confinar a los humanos en lo más profundo de los bosques. Pues, muy al contrario que los elfos, los humanos temían al bosque si estaban solos y sin la protección de sus fuegos.

Por eso no era digno de asombro que en la totalidad de los bosques del Oeste sólo hubiera una criatura por la que corría sangre de ambas razas. Nill no conocía otro caso y, si existían otros niños mestizos, se les ocultaba tanto como a la propia joven.

A pesar de su procedencia élfica, la chica se sentía como una humana. Sólo los conocía a ellos… y de los elfos se narraban tantas historias sombrías que a Nill le resulta imposible siquiera imaginar que pertenecía a aquella raza. A veces hasta agradecía que su madre la hubiera abandonado para no tener que formar parte de aquel pueblo de salvajes sanguinarios que tanto temían y odiaban en su aldea.

No, si a Nill no le hubieran recordado constantemente que era diferente, se habría sentido una humana normal.

Tan sólo algún pequeño detalle confirmaba que había algo extranjero, algo élfico en ella: por las noches veía mejor que el resto de los habitantes del pueblo. La luz de la luna le otorgaba el poder de ver en la oscuridad cosas invisibles a los ojos humanos. Su piel no se ponía morena por el sol y, aunque se pasara todo el día trabajando en los bancales de verduras, continuaba de un pálido azulado. Y Nill no tenía miedo al bosque. Al contrario, sentía que los árboles inmensos, el mullido musgo, el verdor impenetrable del bosque la llamaban a su encuentro. El murmullo de hayas y sauces la reclamaba hacia la quietud del corazón del bosque, en donde no había nada más que luces y sombras, y el eco de diminutos sonidos. La chica no sabía lo que era el miedo a perderse o a ser descubierta por las criaturas de la foresta.

Y a veces Nill tenía la curiosa sensación de que los árboles hablaban. Si escuchaba atentamente en medio del silencio del bosque, si se concentraba en el mutismo de los viejos robles que colgaba como un aliento contenido en el aire, le llegaban extrañas premoniciones de que algo le estaba mandando un mensaje. Por eso, sin poder explicar el motivo, muchas veces Nill sabía cuándo iba a estallar una tormenta, si un árbol desarraigado iba a desmoronarse sobre el gallinero o el instante preciso en que iba a subir la corriente del río anegando los campos de la orilla.

Con la pesada cesta de repollos a la espalda, Nill atravesaba las callejuelas de la aldea mientras le perseguían las miradas de los otros habitantes. Dos muchachas cuchichearon entre risas tapándose la boca con la mano. Nill aceleró el paso. «Debería haberme peinado mejor», pensó la chica. «Seguro que se están riendo de mí porque tengo la pinta de un espantapájaros».

En la plaza que estaba en el centro del pueblo, justo enfrente de la casa del alto mandatario, se instalaba el mercado. El cacareo de las gallinas, la algarabía de la multitud y el tintineo de las monedas se entremezclaban con otros ruidos propios de un mercado y que traían malos recuerdos a la muchacha. No le gustaba estar rodeada de gente.

Con la cabeza gacha y sin hablar con nadie, colocó los repollos formando una pirámide. Las sombras de los viandantes se dibujaban sobre ellos. Se acercaban risas de niños. De pronto un montón de manos agarraron algunas coles. Asustada, Nill miró quiénes eran los causantes de aquel guirigay. Un grupo de niños y niñas, no mayores de diez años, saltaban riendo de un lado a otro mientras cantaban a coro:

Pelo mugriento, niña harapienta,

vienes del viento, de la tormenta.

Llegaste a la tierra, caíste en las zarzas.

¡Niña de Espinas, no vales nada!

—¡Devolvedme mis hortalizas! —Nill intentó alcanzar los repollos que los niños se tiraban entre sí, pero en cuanto conseguía agarrar uno, ellos ya se llevaban otro—. ¡Parad de una vez! ¡Marchaos!

Seguían cantando la canción de la Niña de Espinas y, si Nill se les acercaba, chillaban muertos de risa.

—¡Elfa asquerosa! ¡La Niña de Espinas se nos quiere llevar!

Niña de Espinas… así la llamaban.

Un chico tiró tan fuerte de su pelo que se cayó sobre los repollos expuestos. La pirámide se vino abajo y Nill se quedó en el suelo en medio de las hortalizas que no dejaban de rodar. Los niños salieron corriendo sin parar de gritar cuando una sombra se proyectó sobre ellos.

Algo aturdida, miró al frente. Ante ella había dos pies cubiertos por unos zapatos puntiagudos. Y justo delante de ellos… el punzón de piedra.

Los dedos de Nill palparon con desconcierto el bolsillo vacío. ¡El punzón se le debía de haber caído! Pero ya era demasiado tarde. Una mano vieja y huesuda lo agarró delante de sus ojos.

—A ver, ¿qué tenemos aquí? —graznó una voz de anciana, que a Nill le resultó familiar.

La chica se levantó respirando con fuerza.

—¡Vidente!

La mujer le echó una mirada perspicaz. Luego dio la vuelta al punzón en su mano y lo observó atentamente. La adivina de la aldea no sólo resultaba un personaje lleno de misterio para Nill y los demás niños. Hasta el alto mandatario, ése era su cargo, la temía y respetaba. Era calva, salvo por el mechón blanco que salía del centro de su cabeza, y llevaba signos azules tatuados en la piel arrugada. Varios aros nacarados adornaban los lóbulos de sus orejas y en torno a su cuello lucía un revoltijo de collares de piedras.

—Dime, ¿de dónde has sacado esto? —preguntó la vidente levantando el punzón.

Nill era incapaz de pronunciar una frase coherente. Por fin dijo:

—No sé lo que es… Yo, yo sólo lo encontré y no pensé…

La anciana la observó un rato penetrantemente. Luego acopló el punzón a la palma de su mano y cerró los dedos en torno a él.

—Me llevo el cuchillo —dijo metiéndoselo en el bolsillo de su propia falda—. Y tú vete a casa.

—Sí, pero…

La adivina levantó la mano de manera autoritaria.

—No te preocupes por tus hortalizas. Dile a Agwin que yo te he mandado a casa. Te pagaré los repollos.

Momentos después, la mujer había dado media vuelta y desaparecido entre el gentío del mercado.