Rumores
D
Arane no le preguntaba jamás sobre su pasado y, por consiguiente, tampoco lo hacía Scapa. Lo único importante es que estaban juntos y así sería el resto de sus vidas: ambos lo sentían en lo más profundo de su interior, más claramente que cualquier otra cosa.
En adelante, Arane y Scapa recorrieron juntos las calles de Kaldera. Pronto ella demostró ser una maestra en el arte de la supervivencia: daba lo mismo que se tratase de hallar un lugar seguro para pasar la noche, conseguir un plato de comida caliente que llevarse a la boca o dar al traste con un tramposo de las cartas, allí estaba Arane para saber el modo. Por el contrario, Scapa era un consumado ladrón y podía poner en práctica todas las ideas de la chica. Trabajaban como un pie derecho y un izquierdo: juntos podían ir muy lejos. Y los dos lo sabían.
Para Scapa y Arane comenzó una época de éxitos. Se convirtieron en una pareja de ladrones acreditados que alcanzaban un botín mayor que el de cualquiera de los otros niños de la calle. Cuando vagabundeaban por las callejas, los otros se apartaban a su paso en señal de respeto. Las lavanderas estaban extasiadas con Arane y comenzaron a inventar fantásticas leyendas protagonizadas por ella y Scapa. Al fin y al cabo el entendimiento que había entre ellos era maravilloso. De todos era sabido que los niños de la calle no tenían amistades verdaderas; el hambre, el odio y el miedo regentaban sus vidas. Que niños de esos pudieran quererse tanto —ellos, que jamás habían recibido cariño y siempre habían tenido que malvivir en los barrios más miserables, mugrientos y desesperanzados— nunca se había visto antes. Hasta aquel momento.
—Son tal para cual, como el agua y el jabón —suspiraban las mujeres ante los lavaderos, las manos azules y rojas, y ásperas de años tocando los tintes; las narices abotargadas de los olores tóxicos y los ojos brillantes como los de la muchacha—. Scapa y su Arane, ¡para toda la eternidad!
A Arane le gustaba que las lavanderas la admiraran. Las mujeres estaban tan encantadas con su hermoso rostro y sus rizos rubios que le decían que realmente ella era la hija de una princesa. Porque, aunque se vistiera con harapos y fuera descalza por las calles, entre los otros huérfanos Arane brillaba como un cristal entre los guijarros. La chica no era de ese mundo, uno se daba cuenta enseguida. Arane había caído allí por casualidad, como la semilla de una flor singular que el viento arrastra desde el jardín de un palacio y la transporta hasta un estercolero.
—¡Pequeña azucena! —decían las lavanderas—. ¡Un día tú y tu querido Scapa seréis los príncipes de Kaldera!
Y aquél era realmente el deseo de Arane. En las noches oscuras, cuando ambos se tendían en alguna hondonada de la calle, Arane narraba a Scapa sus ambiciosos planes. Como si se tratara de una representación de marionetas, le contaba al oído la historia de su futuro.
Poder, eso era lo que ella quería. «Poder», ésa era la palabra que palpitaba en su interior. Y contagió a Scapa con aquel imperioso deseo, igual que hacía con todo.
* * *
—¿Y ahora qué vamos a hacer? —Arane miró en ambas direcciones. Al divisar aquellos edificios grandes y hermosos, se instaló el odio en su rostro de nuevo. La mayoría de los peristas de Kaldera eran elfos que habían sido expulsados de sus pueblos en los pantanos y por eso habían ido a parar a la ciudad. Ahora eran ricos y sacaban partido de la miseria de los demás, como el avaro de Afarell. Arane se estremeció de repulsión.
Scapa se frotó la frente con la palma de la mano, como si quisiera quitarse de encima el mal humor e intentó transmitirle a Arane una mirada de ánimo.
—Tengo hambre. Comprémonos algo con las diez monedas de cobre. Ya se nos ocurrirá alguna manera para hacernos con unas armas en condiciones.
Emprendieron el camino de regreso en silencio. Cuando ya habían dejado atrás la calle del perista, la escalera y varias callejuelas más, alcanzaron un mercado en el que actores y cantantes demostraban sus habilidades. Se compraron un pan de especias con pescado en salazón en un puesto de comida y, mordisqueándolo, comenzaron a caminar entre el gentío.
Se pararon ante un grupo de humanos y elfos, y consiguieron llegar a la primera fila. El centro de atención no era ni un tragafuegos ni un mago. Ante la gente había un viajero sucio y descuidado. Era un elfo, pero no tenía el aspecto de los elfos de los pantanos con sus rostros planos y angulosos y la piel gris reluciente. Sus rasgos eran proporcionados más suaves que los de aquéllos, y el color de su piel mostraba una palidez azulada. Pertenecía a una minoría en Kaldera: los elfos libres de los Bosques Oscuros.
—… ¡Es una gran desgracia! —gritaba angustiado. Si únicamente se trataba de un narrador de cuentos, entonces hacía su trabajo con gran perfección—. ¡ Elrysjar ha sido robada! Robada, la media corona de los elfos de los pantanos, algo que no había sucedido jamás, ¡nunca desde el principio de los tiempos! Dicen que un rey humano les ha quitado la corona gracias a una artimaña y ¡ahora gobierna sobre todos los elfos de los pantanos!
Un murmullo se extendió por la multitud. Sobre todo, los elfos parecían muy impresionados.
—Entonces, ¡qué bien que me expulsaran! —gritó uno.
Unos se rieron, otros se mostraron muy preocupados.
—¿Qué puede pasar si un humano tiene esa corona élfica? —quiso saber un hombre con barba que, evidentemente, no tenía mucha idea de las tradiciones de los elfos.
El caminante tragó saliva. Tenía los ojos opacos, como si hubieran visto el mayor de los horrores.
—Los elfos libres del Reino de los Bosques Oscuros y los elfos de los pantanos de Korr tienen, cada uno de los pueblos, una parte de la corona de piedra que antaño ceñía el rey de todos los elfos. Cuando los elfos se dividieron, unos se trasladaron a las Tierras de Aluvión y los otros se quedaron en el Reino de los Bosques, y la corona de piedra se partió en dos para asegurar a partir de ese momento un rey a cada pueblo. Elrysjar es la mitad que pertenece a los elfos de los pantanos. Éstos están obligados durante toda la eternidad a honrar y obedecer al rey que la porta.
El hombre de la barba se rió.
—¡Vaya pandilla de bobos, esos elfos! ¡Se dejan esclavizar por un humano porque se ha puesto una piedra en la cabeza!
El viajero miró al hombre inexpresivamente.
—¡Es un pacto indisoluble al que todo elfo se compromete bajo juramento! La magia le obliga a ser leal, pero de eso los humanos entendéis tan poco como de fidelidad y de tradición.
—La historia es cierta —dijo un elfo de los pantanos—. En las últimas semanas cinco de mis amigos han desaparecido sin dejar huella. ¡Desaparecido! A uno lo vi marcharse sin ningún motivo aparente. No podía decir nada, su cara se había vuelto como de piedra. ¡Tiene que haber sido la magia de Elrysjar la que los ha llamado a acudir en pos de su nuevo rey!
—¿Y entonces tú por qué estás aquí todavía, bocazas? —refunfuñó un hombre grueso y calvo, de sangre humana.
—Porque soy un repudiado, un repudiado, ¿o es que no lo entiendes?
—Anguila de ciénaga nauseabunda, ¿me estás gritando a mí?
—¿Cómo me has llamado? ¿A ver?
—Te llamo como me da la gana, ¡anguila de ciénaga! —el calvo levantó los puños mientras se aproximaba al elfo, dispuesto a presentar batalla. Con mucho esfuerzo lograron separar a ambos gallos de pelea y apartarlos del grupo de oyentes.
—Dicen también —siguió el viajero— que el nuevo rey se está haciendo construir un palacio oculto en las Tierras de Aluvión de Korr. Los elfos trabajan día y noche en canteras y minas gigantescas. Excavan la roca de la tierra y construyen una torre poderosa que alcanzará el cielo como una espina negra.
Los elfos de los pantanos rompieron a hablar, excitados.
—¿Qué hacen los elfos libres? —preguntaron—. ¿No van a ayudarnos nuestros hermanos y hermanas?
Scapa arrugó la frente con asombro. Todos los que estaban allí eran desterrados y bandidos y, sin embargo, ¡de pronto se sentían unidos a los pueblos que los habían repudiado e, incluso, llamaban «hermanos» a los elfos libres del Reino de los Bosques Oscuros!
—Nuestro rey ya ha intervenido —respondió el caminante—. Elyor, la mitad de la corona que pertenece a los elfos libres, se ha transformado en un cuchillo mágico. Por lo que yo he oído, el cuchillo tendría la capacidad suficiente para matar al invulnerable portador de Elrysjar; pero entonces tanto el poder del cuchillo como el de la media corona desaparecerían para siempre.
—Elrysjar—susurró Arane. Sus ojos brillaban—. ¿Cómo habrá logrado ese nuevo rey de los elfos robar la corona?
—Seguramente con un truco —murmuró Scapa—. Yo no me tomaría todo esto muy en serio. Si de verdad hay un rey que gobierna sobre todas las razas de los elfos, pronto oiremos hablar de él.
Arane asintió, pero seguía inmersa en la historia.
—Sigamos andando —propuso Scapa—. Creo que ahí delante hay un teatro de títeres.
Se abrieron paso entre los oyentes y se alejaron del viajero. Un poco más allá había estallado una pelea entre humanos y elfos, algo muy habitual.
—¡Ven aquí, comebasuras! —el calvo de antes pegó un puñetazo en la cara de un elfo de los pantanos—. Marchaos de nuestra hermosa ciudad, ¿de acuerdo? ¡Volved a la ciénaga de donde salisteis!
El elfo gritaba a pleno pulmón en la lengua rápida e ininteligible de su pueblo.
—¿Eh? —le imitó el hombre—. Bleblableblableblá, ¿qué demonios gritas, rata fangosa?
Le pegó un nuevo puñetazo, pero en ese mismo momento otro elfo que apareció por allí golpeó su cabeza con un tablón de madera.
Scapa y Arane se alejaron de la bronca buscando el teatro de títeres. Enseguida dieron con él. Y vaya suerte: ¡la representación comenzaba en ese mismo instante! Se pusieron en primera línea, pero mientras Arane miraba el teatrillo emocionada, los pensamientos de Scapa se alejaron pronto de la historia y volaron hasta Vio Torron, su guerra y qué podrían hacer para encontrar las armas necesarias. No dejaba de mirar a todos lados para confirmar que en las proximidades no acechase alguno de los hombres de Torron. Si descubría a uno, tendrían que correr todo lo que les permitieran sus pies. Su vida estaría sentenciada si caían en las manos de Torron armados tan sólo con una daga y el cuchillo que Arane llevaba en el zapato.
Toda la atención de Arane estaba concentrada en la representación. Pero aquel día la pieza de teatro no era nada del otro mundo. Trataba de tres liebres a las que un lobo malvado no dejaba ni a sol ni a sombra. El lobo no paraba de pergeñar planes — con una voz profunda y cavernosa— para comerse a las liebres. Para lograr penetrar en la casa de la última liebre, se le ocurrió una idea:
¡Comérmela es lo que más deseo!
La puedo oler, no está muy lejos.
Sólo esta fina pared de aquí
separa a esta liebre de mí.
Se me ocurre una estratagema
para comerme a esta mema.
En su casa me meteré, ea, ea, ea…
¡Adentro, adentro… por la chimenea!
Arane cerró los ojos. Una vaga idea se abría paso en su cerebro… En lo más recóndito de sí misma estaba deseando que el lobo trincara a la liebre.