El fin de la leyenda
Scapa se despertó en una calleja apartada cuando ya casi era de día. Tenía cardenales oscuros en las muñecas, de los guerreros que lo habían cargado hasta allí. Sentía el sabor de la sangre en la boca. Se incorporó despacio. Le cayó tierra del pelo. Entre las estrechas casas sólo podía divisar un resquicio de cielo. Las estrellas lucían tenues en la oscuridad menguante. El chico se puso a caminar. No sabía adonde le llevarían sus pies. Se deslizó por la ciudad silenciosa, dormida, y alcanzó La Zorrera cuando la primera luz de la mañana se proyectó sobre las ruinas. Fue a sus aposentos, pero estaban vacíos. Lo miraban como caras mudas, como imágenes del pasado que no podían moverse. Todo daba la sensación de estar tan intacto como si en La Zorrera el tiempo se hubiera detenido sin él. Arane no estaba allí. Tampoco estaba frente al cuartel cuando Scapa fue a comprobarlo de nuevo. La tosca construcción permanecía inamovible mientras amanecía y lo observaba desde las rendijas de sus ventanas. Era como si allí no hubiera ocurrido nada, sólo el suelo polvoriento mostraba todavía las huellas del día anterior. Nada indicaba que Arane hubiera sido secuestrada. Nada, que hubiera existido alguna vez.
* * *
Scapa se volvió loco.
Arane, Arane… Era en lo único en que podía pensar. Pasó días y noches enteras frente al cuartel, caminando de un lado a otro, rogando que apareciera de nuevo. Pero cuanto más esperaba, más convencido estaba de que ella jamás regresaría.
Llegó un momento en que se atrevió a recorrer el puente de Grejonn. Como un perro apaleado, pasó por delante de los cadáveres de los delincuentes, examinando las cabezas expuestas y recuperando el aliento cada vez que veía una nueva cara desconocida, pero al mismo tiempo desconcertado por no hallar a Arane en ningún sitio.
Preguntó a todos los niños de la calle, a las lavanderas, a los posaderos, los mercaderes y los ladrones. Pero ¿quién iba a percatarse de la desaparición de una simple muchacha de la calle en plena guerra de bandas y con los guerreros grises secuestrando y matando a miles de seres? El nombre de Arane se evaporó en medio del caos de aquel hervidero.
Scapa no se dio por vencido. Registró los rincones más sombríos de Kaldera, rastreó los canales más inmundos y cuanto más desesperadamente buscaba a Arane, más a menudo se topaba de bruces con la muerte. La muerte le rodeaba. Le perseguía como una sombra, su aliento corrompido se le colaba en la nariz. Pero no halló a Arane, ni una pista, ni un jirón de su ropa, ni una sola señal.
Mientras Scapa deambulaba por La Zorrera sin poder dormir, no dejaba de imaginar lo que podía haber ocurrido. Le asaltaban las imágenes más horripilantes, de tal manera que la desesperación le obligaba a darse contra las paredes y empezó a odiar todo lo que había en el mundo, a los guerreros grises y a sí mismo.
Pasaba mucho tiempo en el gran salón de La Zorrera, con la vista fija en los dos sillones colocados sobre la tribuna, en los que jamás volvería a sentarse con Arane.
No oyó cómo Fesco se aproximaba.
—¿Scapa? —preguntó éste en voz baja.
No se movió.
—¡Scapa!…, ¡Scapa!
El chico le echó una mirada enfebrecida por encima del hombro. Fesco se asustó cuando miró a su amigo a la cara, y de la impresión estuvo a punto de trastabillar.
—¿Qué? —musitó Scapa.
Fesco se vio obligado a tragar saliva cuando se percató de lo enrojecidos que tenía los ojos y de la palidez de su rostro.
—Scapa…, ¿qué demonios ocurre contigo? —susurró.
—¿Qué ocurre conmigo? —repitió Scapa con la voz ronca. ¿Ocurrir? ¿Qué había ocurrido? Arane había desaparecido. Nada más que eso. No había cambiado nada. La vida seguía burlándose de las personas que luchaban con uñas y dientes por su felicidad. Se burlaba de él, de Scapa… Fue presa del coraje, el último coraje descorazonador que quedaba en su cuerpo—. ¡No ha ocurrido nada! ¡Sigue luciendo el sol y la luna sale por las noches! Y las personas gritan por las calles… ¿No las oyes? —corrió hacia el muro y comenzó a golpearlo con el codo. La pared empezó a desmoronarse.
—Scapa… ¡No!
Los rayos de sol se abrieron camino a través de la oscuridad. Scapa se echó hacia atrás con los ojos cerrados y tosiendo entre el polvo. Sin reparar en Fesco, corrió hacia la tribuna.
—¡Nada de nada! —bramó—. ¡Nunca ocurrió nada! ¡No había nada!
Agarró una de las sillas y la estampó contra el suelo. La madera estalló y se rompió una pata. Sin poder ya contener las lágrimas, se derrumbó y apretó las palmas contra sus ojos.
—¿Qué tengo que hacer? —jadeó Fesco—. Scapa… ¿Qué tengo que hacer?
—Marchaos todos. Haced lo que siempre habéis hecho. Robad y saquead y afanad y sobornad y vivid vuestras asquerosas miserias. ¡VAMOS, YA!
Fesco salió corriendo de la estancia. Comprendió que aquello era el final. El final de Arane, seguro, y de Scapa, igualmente. La gran leyenda del ladrón y la princesa de la calle había tocado a su fin.
No mucho tiempo después las lavanderas ya la habían olvidado.
* * *
Transcurrieron los días, las semanas, los meses. Scapa ya estaba convencido de que Arane había encontrado la muerte. Con toda seguridad el misterioso rey quería evitar que alguien hallara el cuchillo que le amenazaba y había mandado matar a Arane ante el miedo que le había causado su visión. Al principio, la muerte de Arane a Scapa le resultaba inimaginable… Veía su rostro con demasiada nitidez y oía su voz, su risa, los movimientos de sus manos. Tal vez comenzó a creer, pese a todo, en su muerte porque era todavía mucho más inimaginable pensar que ella pudiera continuar viviendo en un lugar apartado, lejos de él.
En su memoria su rostro se fue haciendo cada vez más transparente. Sus ojos se aclararon hasta transformarse en puntos de luz, como estrellas que velaban por Scapa y estaban mucho más lejos que cualquier sueño.
Poco a poco se fue olvidando la desaparición de Arane. Los niños de la calle robaban y afanaban, como siempre habían hecho, y llevaban su botín a la cámara del tesoro de su señor, como si ésa hubiera sido siempre su costumbre. Era como si nunca hubiera habido otra cosa, ni Torron, ni una Kaldera sin guerreros grises, ni una Arane y su Scapa… Porque también Scapa había desaparecido. En su lugar había un desconocido. Se mantenía sombrío y callado en la gran sala de La Zorrera, se sentaba en su trono de roble y hierro, y gobernaba sobre las cuadrillas de ladrones. Su rostro era una máscara. Sólo a veces, cuando alguien pronunciaba su nombre, ya fuera rápidamente, en voz baja o por equivocación — Scapa—, parecía que una luz lejana invadiera sus ojos negros.
La soledad se convirtió en parte importante de su vida. Y a medida que fue pasando el tiempo, cuando llegaron el verano y el invierno, y acabaron, y volvieron a venir, se instaló definitivamente en lo más profundo de su corazón.
Así encontró su final la leyenda de Scapa, el ladrón.