Sueños de nieve

AScapa le dio la impresión de que el mundo entero se extendía ante él. El paisaje se unía con el cielo, todo era un gigantesco océano silencioso, y vertía su fría luz azul oscuro sobre el chico, sumergía sus pensamientos en el brillo de una noche clara poco antes del alba. Sus sentidos eran tan intensos que casi le dañaban los ojos.

Deambulaba por aquel océano infinito e inmóvil, corría y corría, y avanzaba más de cien pasos con cada inspiración. Se sentía completamente vacío y limpio, a veces era Scapa y a veces era el Señor de los Zorros, hasta que vislumbró en la lejana línea del horizonte una mancha blanca. Tomó tres veces aire y llegó tan cerca que descubrió a una persona en la mancha. Se aproximaba, pero sólo cuando Scapa también iba hacia ella.

La figura se desvanecía cada vez más, a pesar de que él debería haberla visto con mayor nitidez. A su alrededor el océano comenzó a latir como su propio corazón y se tiñó de negro en el espacio de un segundo. Y, en medio de esa negrura, en la que no había ni arriba ni abajo, ni lejos ni cerca, Scapa reconoció a la figura blanca, y se quedó quieto.

Arane corrió hacia él mientras nacían chispas blancas bajo sus pies. Eran copos de nieve que brotaban de la oscuridad, revoloteaban y flotaban en torno a Scapa y Arane, hasta que, ante sus ojos, todo se transformó en un remolino de color blanco y negro.

Ahora Arane estaba delante de él y le miraba como lo hacía años atrás en Kaldera. Su rostro era tan claro, tan nítido, tan próximo… Veía su pestañeo, las arruguillas de sus labios, veía cada uno de los pelos oscuros que cerraban el arco de sus cejas.

—¿Por qué sale la nieve de la Tierra? —musitó junto a su cara y su susurro llenó la extensa negrura, que tal vez ya no era más grande que una habitación diminuta.

—Estamos en el cielo, Scapa —murmuró ella, sin que se movieran sus labios—. El mundo está sobre nosotros.

Y Arane se puso de puntillas y besó a Scapa, como lo hacía todas las noches en La Zorrera tras vencer a Torron. Él sintió sobre sus labios los fríos labios de la muchacha, mojados por la lluvia. Las manos de ella se cerraron en torno a su nuca. Scapa volvió a oler el moho de los canales, notó la humedad de la ropa sobre su piel y la tensión de cada átomo de su cuerpo.

De pronto algo se derramó por sus brazos. Los miró. Una sangre, roja, espesa, salía de sus venas, brotaba hacia arriba y danzaba creando serpenteantes arroyuelos ante Arane. Entonces, en medio de los riachuelos de sangre, se formó otra imagen: prados, que lucían tan verdes que el corazón se le quedó parado de la impresión, y en el mismo centro de aquel verdor se encontraba Nill, a mucha distancia de él. Sus cabellos y su vestido ondeaban al viento. Le tendía una mano. Los copos de nieve zumbaban, se creó un torbellino blanco que fue dispersando la nieve, se tragó la imagen del prado y borró a Arane transformándola en cientos de copos diminutos.

Gritó su nombre tratando de agarrarla, pero era demasiado tarde. Ya no era más que una ráfaga de nieve que volaba hacia lo alto. Y Scapa se cayó. Cayó hacia arriba, donde se encontraba la Tierra, o hacia abajo, hasta el cielo, quién podía saberlo; se cayó, se cayó, cayó de su sueño sobre un lecho reducido y empapado de sudor.

Se incorporó sobresaltado. Crujía el fuego de una chimenea. Una acogedora luz roja se extendía por el cuarto. Tenía la espalda húmeda. ¿Dónde se hallaba? ¿Soñaba todavía? En medio de su confusión, se palpó los brazos y comprobó que no tenían heridas.

—¿Quién es Arane?

Scapa se dio la vuelta y se encontró frente a frente con el rostro de un hombre… pero, ¡qué rostro! Quemado… Cada centímetro de su tez estaba desfigurado, picado… Era como si una lluvia de fuego hubiera caído sobre él. Sólo el cabello permanecía intacto y se desplegaba en mechones oscuros y enredados sobre sus hombros. Dos ojos, duros como piedras, correspondieron a la mirada de Scapa.

—¿Quién eres? —preguntó el chico—. ¿Dónde estoy? ¿Dónde está Fesco? La chica y los elfos, ¿dónde están?

—Aquí al lado —respondió el hombre de la cara quemada sin inmutarse. Los ojos de Scapa se volvieron brevemente hacia el lugar indicado donde había una puerta que conducía a una habitación oscura, luego miró de nuevo al desconocido cubierto con la piel de lobo. No dijeron nada durante unos segundos. Sólo el viento aullaba en el exterior, como si exigiera paso.

—¿Quién eres? —preguntó Scapa.

El hombre miró despacio hacia el techo. Sus ojos parecían cubiertos por un velo.

—Maferis —dijo en un susurro—. Maferis, el repudiado.

Sólo entonces cayó en la cuenta Scapa de que era un elfo de los pantanos. A pesar de las cicatrices, podían intuirse los primitivos rasgos de su rostro y su tez era grisácea y, en algunas zonas, extrañamente verdosa a causa de las quemaduras. Pero lo más sorprendente era que dominara la lengua de los humanos.

—Te pondrás bien —le confirmó el elfo con su voz ronca—. Sólo has tenido un sueño. De Arane.

Le resultó completamente absurdo escuchar su nombre —el secreto mejor guardado de Scapa— de boca de aquel desconocido.

—¿Quién eres? —repitió con más intensidad—. Y no me refiero sólo a tu nombre.

—Qué importa un nombre, ¿no es cierto? —murmuró el hombre con amargura—. Un nombre no es nada y, sin embargo, un título lo es todo —su mano derecha palpó cuidadosamente el respaldo de su silla—. Yo era… un consejero del rey. Del verdadero rey de los elfos de los pantanos, el genuino portador de la corona Elrysjar. Era su principal vidente y profeta. E intérprete de sueños. Cuéntame tu sueño.

Scapa se quedó sin palabras ante las locas afirmaciones de aquel Maferis. Se mantuvo en silencio hasta que el elfo de los pantanos añadió:

—Yo era un vidente y ahora soy el hombre al que le debes la vida, ¡chico humano! ¿Te vale como explicación?

Durante un rato Scapa no supo qué contestar. ¿Realmente el elfo le había salvado la vida?

—Estás confuso —siguió Maferis y sus palabras parecían rozar a Scapa con cautela—, pero no por la fiebre. Has soñado algo trascendente, ¿no es cierto? Sabía que tenía que ser algo lleno de significado. Todos vosotros, tú y tus compañeros, sois trascendentes.

Scapa lo observó con mirada arisca. No le gustaban los fisgones, aunque lo hubieran acogido en su confortable casa.

—Ya no lo recuerdo —mintió utilizando aquel tono amenazador con el que hasta entonces amedrentaba a cualquiera.

Pero no al elfo de los pantanos.

—Creo que sí recordarás el nombre de Arane.

¡Aquello ya era suficiente! La mano de Scapa fue de forma instintiva hacia atrás, pero no llevaba ni el cinturón, donde guardaba su cuchillo, ni la camisa o el jubón. Le dio la impresión de que la extraña cara de Maferis se contraía en una mueca al comprender las intenciones de Scapa.

—Si vuelves a pronunciar ese nombre —siseó el muchacho—, te arranco la lengua. La sonrisa del elfo se atenuó.

—¿Qué? Yo… Yo te he resguardado de morir congelado. ¡Llevo dos días cuidándote!

Scapa lo observó de manera despectiva.

—No tienes ni idea de quién soy. Soy el cabecilla de la banda de ladrones más peligrosa de Kaldera. Todo el submundo me pertenece. Me han hecho servicios mucho mayores que cuidarme durante dos días sin que yo haya tenido que agradecerlos.

—Y seguro que te han odiado tanto como acatado tus órdenes —replicó Maferis sin ningún asomo de sentirse impresionado. Se inclinó hacia él ligeramente—. Sólo que el odio se ha incrustado en tus pesadillas y en tu alma.

—¡No me conoces, elfo de los pantanos! Nadie me conoce.

—Oh, sí, claro que te conozco —Maferis se levantó pausadamente y se dirigió hacia la puerta de salida—. Conozco a otros humanos como tú. El odio, la miseria y las pérdidas de personas queridas os han ido modelando, igual que se modela la arcilla.

Y con esas palabras aquel curioso elfo desapareció tras la puerta. Scapa se quedó solo en la cama. Afuera, gemía el viento.


* * *


La historia de Maferis, el vidente del rey; Maferis, el amante de Xanye; y finalmente Maferis, el repudiado, era una historia triste. Se convirtió muy temprano en un hombre admirado entre los elfos de los pantanos. Porque lo que caracterizaba a Maferis era una inteligencia que superaba en mucho a la de los viejos videntes. Cuando observaba a un elfo cualquiera, podía llegar hasta el detalle más mínimo de su personalidad; cuáles eran sus miedos, cuáles sus deseos, cuáles sus pensamientos. Y aquello le llevaba a deducir con facilidad cómo había transcurrido su pasado. Podía conformar el perfil de cualquier alma… y sólo por medio de la observación. Atendiendo, combinando y valorando gestos, tono de voz, mirada… Sus vaticinios eran una matemática que se basaba en reglas lógicas. Pero lo que no poseía Maferis era un poder sobrenatural. No tenía sueños proféticos, no podía leer en las entrañas de animales muertos o escuchar misteriosas palabras en el susurro del viento, tal como cabría esperar de un druida elfo. La sabiduría de Maferis se sustentaba exclusivamente en los pilares de la razón.

Con su frío raciocinio, aprendió Maferis las capacidades de druidas y adivinos sin ver nada más allá ni percibir ningún espíritu sobrenatural. A pesar de ello, enseguida se convirtió en el mayor sabio de los elfos de los pantanos, y llegó junto al rey, el portador de la corona Elrysjar, para ofrecerle sus conocimientos. Pronto nació una amistad tan estrecha entre ambos jóvenes que el rey seguía todos los consejos del druida.

Y Maferis, que no era guapo pero tampoco espeluznante, pudo gracias a su nueva posición enamorar a una mujer: Xanye, la hermana del rey, que para su sorpresa le correspondía con toda la admiración de la que era capaz. Fue la primera y última elfa a la que Maferis confió sus metas más secretas, sus verdaderas ambiciones.

Porque lo que de veras ansiaba era algo que para un elfo solía resultar del todo indiferente, algo mucho más cercano al entendimiento de los humanos. Lo que Maferis codiciaba era la corona Elrysjar. Y a todo el pueblo elfo, para que le venerara, únicamente a él. Cuanto más veía la corona de piedra negra ceñida en torno a la frente de su rey, más fuerte arraigaba su ansia y más le reconcomía la envidia.

Una fría noche de otoño confesó su secreto a Xanye. Le confesó que no tenía visiones, que en realidad no era ningún adivino y que todo lo que le contaba al rey servía tan sólo a su propósito de llegar a portar la corona él mismo alguna vez. Pretendía deslumbrar al rey con sus vaticinios para que éste finalmente le traspasara el poder.

Xanye se sentía toda una elfa, de corazón y de espíritu. Sabía que sólo los reyes elegidos libremente podían ceñirse la corona, pues del buen sentido del rey dependía el destino de todos los elfos. Jamás un estafador podría hacerse con la corona, fuera inteligente o no, lo amase ella o no. Xanye tenía la absoluta certeza de que si un tramposo lograba la corona gracias a sus malas artes, el fin de la raza élfica no se haría esperar. Y se lo contó a su hermano.

Ese fue el fin de su época de gloria. Sus objetivos y todo lo que él había propiciado en su vida se vinieron abajo de un plumazo y fueron arrancados de lo más profundo de sus pensamientos. Cuando se enfrentó al rey, conociendo ya éste su verdadera identidad, quiso abalanzarse sobre él y quitarle la corona de la cabeza tal como había hecho en innumerables sueños. Maferis quería alcanzar la corona Elrysjar, incrustada en la frente del otro… cuando su piel fue presa del fuego. El fuego de la corona mágica mordió su rostro, corroyó trozo a trozo los últimos restos de su máscara. Lo único que no pudo borrar el fuego protector de Elrysjar fue el ardiente anhelo que sentía de poseerla.

Quemado y desfigurado, fue repudiado de las filas de los elfos de los pantanos. Le gritaron que fuera a Kaldera, donde vivían los humanos, pues su avidez era digna de ellos. Pero Maferis eligió el frío, allí esperaba sanar sus heridas y quizá también su sed de poder.

Tal vez lo había logrado a base de años, sin percibir por ello la lenta muerte de su interior. Tal vez no sentía ya esa necesidad de dominar a los demás e influir sobre ellos. Ya únicamente estaba lleno de un odio sordo por aquellos que le habían seducido y luego traicionado: la corona Elrysjar… y Xanye.

Xanye, en la que él había confiado. Xanye, que le había arruinado la vida.

En algún lugar de su corazón, Maferis nunca se había fiado de las mujeres, aunque una de ellas hubiera llegado a enternecerlo. ¿No eran siempre ellas las que provocaban la caída de los hombres? ¿No eran las culpables de que todos los grandes planes fracasaran? Ellas solas, porque se deslizaban como serpientes astutas al lado de un hombre para emponzoñarlo secretamente; porque descubrían sus debilidades como un agujero en una cota de malla. ¡Se habría convertido en rey de los elfos de los pantanos si Xanye, la temerosa y buena de Xanye, no le hubiera traicionado!

Xanye era la culpable de que toda su vida se hubiera venido abajo y él no hubiera logrado nada de lo que pretendía. ¡Siendo rey habría llegado a hacer tantas cosas! Habría transformado a los elfos de los pantanos. Habría transformado el mundo entero. ¡Habría sepultado aquellas tradiciones estúpidas, las creencias en los espíritus y aquellos saberes trasnochados! Habría hecho algo decente, algo lógico, científico.

Para empezar, habría construido ciudades, como lo hacían los humanos. Pues sólo en una comunidad de miles de seres podían formarse verdaderas sociedades que superasen la primitiva vida campestre, en la que se vivía como una gran familia. Además, sólo en una gran ciudad podría haber un verdadero rey, uno que fuera realmente venerado por las masas y como un dios se convirtiera en inmortal a puerta cerrada. ¿De qué serviría ser rey si se malvivía en el mismo sucio agujero que todos los demás?

Maferis creía ir de acuerdo con los tiempos: sólo sobrevivían los pueblos que se asociaban en gran número, que caminaban juntos y eran enterrados unos al lado de los otros, para no ahogarse en la corriente de la vida. Eso era lo que hacían los humanos y no había más que verlo: a pesar de su poco tino habían sobrepasado a los elfos y estaban a un paso de apropiarse del mundo entero. Era lo mismo que hacían las ratas, y mira tú por dónde: habían arraigado en cualquier rincón de la Tierra, allí donde hubiera un poco de basura y oscuridad. Su especie existiría por los siglos de los siglos. Tan sólo los elfos, que se aferraban a sus tradiciones y renunciaban libremente a un lugar en el mundo sólo porque lo encontraban feo, zozobrarían en sus pequeñas aldeas cuando los humanos irrumpieran sobre ellos igual que una marea gigantesca.

Sin embargo, en sus catorce años de soledad Maferis había comenzado a creer que su antiguo anhelo por la corona estaba muerto ya. Le parecía que había firmado la paz con su pasado… Hasta ahora. Porque aquella noche Maferis no había salido a la nieve por casualidad. Dejaba el calor de la chimenea en tan pocas ocasiones como le era posible, y desde luego nunca para proteger de morir congelado a un viajero desconocido. No, lo había presentido: la presencia de un objeto que era como la corona Elrysjar. Algo así como si en las proximidades hubiera una sombra de la corona. Algo esculpido con su misma piedra.

¡Era de locos! Ahora que vivía como un repudiado, ¡Maferis tenía de pronto poderes visionarios! Y además había comprobado que eran auténticos. Pues estaba claro que los integrantes del grupo que había llevado a su casa tenían algo que ver con la corona. Con toda seguridad. De la muchacha de los cabellos verdes emanaba algo que a Maferis le obligaba a pensar de una manera tan fuerte en la corona como si se tratara de un viejo olor del pasado.

Pero estaba también aquel chico humano de ojos sombríos, al que Maferis tomó enseguida simpatía, porque era evidente que en él anidaban el odio y el dolor. Más valía que no le quitara el ojo de encima. Una rara premonición le decía que el muchacho debía cumplir un significativo destino. Un destino que de algún modo tenía que ver con la corona, aquella regia, mágica y todavía seductora corona.