Afarell, el perista
Scapa golpeó la aldaba contra la madera. Durante unos segundos todo permaneció en silencio. Después, la puerta se abrió de forma tan abrupta como si alguien hubiera esperado visita al otro lado. Pero era bien sabido que los elfos se movían sigilosos, o mejor dicho, que el oído de los humanos funcionaba pésimamente.
Ante Scapa y Arane apareció un elfo de los pantanos que los examinó interrogante. El humo dulzón de su pipa atufó a ambos.
—Deseamos ver a Afarell, el perista —explicó Scapa.
El tono bajo y sosegado del chico convenció al elfo de la idoneidad de dejarlos pasar.
—Si queréis entregarle algo, será mejor que me lo digáis a mí —dijo de todas maneras.
—Queremos proponerle un negocio —expuso Scapa observando la oscura casa en la que se encontraban. A ambos lados se abrían corredores, ocultos por cortinas extendidas. Justo enfrente de ellos comenzaba una escalera de caracol, de madera de roble, que conducía a un piso alto.
—Bueno —dijo el elfo—, entonces vamos a ver lo que lleváis. ¡Brazos y piernas abiertas! ¡Vamos, vamos!
Con una sonrisa paciente, Scapa entregó la daga al elfo. Éste la cogió y la introdujo en su cinturón. Pero no por ello dejó de cachearles por si llevaban algún objeto peligroso. Como no encontró nada, se apartó a un lado y señaló la escalera.
—El pasillo a la derecha, primer despacho. Cuando regreséis, os devolveré el puñal.
Scapa y Arane subieron por la escalera mientras intercambiaban una sonrisa con disimulo. El elfo no había descubierto el cuchillo que Arane escondía en su bota. No es que pensaran utilizarlo, pero la seguridad era la seguridad y nunca se sabía a qué casa podían ir a parar los hombres de Torron.
La puerta era doble y tenía picaportes dorados, demasiado amarillos para ser de oro auténtico.
Scapa llamó con los nudillos. Tres veces, luego se oyó una voz agitada a través de la madera:
—¿Quién hay?
—Un cliente —respondió el chico.
Durante unos segundos no se oyó nada más. Luego, llegó el permiso correspondiente:
—¡Pasad, caballero!
Scapa bajó el picaporte y entraron en el cuarto. El ambiente estaba cargado. Las cortinas de terciopelo verde oscuro se hallaban corridas, pero el recinto estaba iluminado gracias a la luz de innumerables lámparas de aceite. Las había por todas partes: sobre mesillas de madera oscura, entre los libros, encima de lujosas alfombras, bajo los alféizares de las ventanas y en altos estantes. Su luz brillaba sobre la increíble colección de objetos que se amontonaban en la habitación. Entre incontables fuentes de plata, en medio de sillas de tela, tapices, libros y pipas, estaba sentado Afarell, el perista, en un sillón semejante a un trono. Sus pies reposaban sobre un escabel tapizado con la misma tela.
Era un elfo de los pantanos, sí, pero en el transcurso de su carrera había abandonado muchas de las características élficas. El cabello verde acastañado recogido en una trenza dejaba a la vista los pendientes de rubíes que en sus orejas puntiagudas brillaban como gotas de sangre. Vestía una elegante capa, cortada a la manera élfica, pero de seda, como sólo los humanos las confeccionaban. Sus botas negras, de caña alta, no las habrían llevado otros elfos, pues los integrantes de aquella raza tenían en alta estima la libertad de sus pies. Sus dedos lucían grandes anillos con diamantes y piedras preciosas de todos los colores del arco iris. Además, Afarell, en contraposición con la mayoría de los elfos, era gordo. Su oronda tripa se perfilaba con claridad a través de la ropa y también su fina nariz se hundía entre los gruesos carrillos. Sólo su tez conservaba el tono gris habitual en todos los elfos. Gris como el humo que salía incansablemente de su pipa de plata y de la comisura de sus labios.
Durante unos instantes, Afarell examinó a sus invitados de arriba abajo. Luego, inclinó la cabeza hacia atrás y se recostó en la butaca, sus brazos apoyados por completo en los brazos del sillón.
—Buenas tardes, señores —saludó con estudiada amabilidad.
Sin embargo, al muchacho no se le escapó el matiz condescendiente de su voz. Percibió cómo Arane se ponía derecha y levantaba la cabeza. Cuando se sentía herida en su orgullo, la chica solía adoptar una actitud regia.
—¿Qué os ha traído hasta mí, honorables señores? —Afarell se sacó la pipa de la boca y exhaló pequeñas volutas de humo.
Por encima de él, en el techo del despacho, Scapa divisó las espirales de humo danzando a la luz de las lámparas.
—Deseamos ofreceros algo, Afarell —dijo volviéndose hacia Arane. Ella ya le estaba tendiendo el manojo de llaves—. Tenemos las llaves de la prisión.
Afarell enarcó las cejas.
—¿De todos los calabozos?
Scapa asintió y extendió el manojo hacia él. Pero evitó por todos los medios soltarlo de su mano. Con un elfo nunca se podía estar seguro.
—Si compráis el manojo entero, podréis comprobar si son las llaves de verdad. Además, si preguntáis por ahí, os dirán que, efectivamente, la noche pasada los soldados perdieron las llaves de la prisión: así que son éstas.
—Interesante —murmuró Afarell sin quitar la vista de las tintineantes llaves—. Por supuesto, tengo que hacer mis averiguaciones. Pero de hecho ya he oído algo de un manojo perdido… Las noticias recorren las calles de Kaldera como un reguero de pólvora, ¿no es cierto? ¿Qué reclamáis por vuestro ofrecimiento, caballero?
Scapa hizo una mueca con la boca, en parte porque aquel «caballero» le había sonado muy irónico y en parte porque todavía no había madurado la respuesta a aquella pregunta. «Arane», meditó. «Arane, ¿qué piensas tú?». Pero ella se quedó como siempre tras él, como un fantasma que lo observara en silencio.
—Cincuenta táleros. Treinta de plata, diez de oro y diez de cobre.
Afarell se rió con la boca abierta de par en par. ¡La propuesta de Scapa tampoco había sido tan divertida!
—Ay, cincuenta táleros; ¿treinta de plata, diez de oro? ¡Y diez de cobre! ¡Sin duda sería muy espléndido! —con un movimiento rápido Afarell se aproximó a Scapa. Algo asustado, el chico retiró el manojo de llaves de su vista y estuvo él mismo tentado de dar también un paso atrás, pero se obligó a permanecer en el sitio—. Quiero decirte algo, chico —añadió en un tono que pretendía seguir siendo divertido, pero sonó considerablemente más serio—: Conozco a la perfección las intenciones que tenéis tú y tus amigos, como esa salvaje de ahí atrás…
—No la insultéis —le interrumpió Scapa fríamente poniéndose delante de Arane.
Afarell no se inmutó.
—Queréis echaros al cuello de Torron y sus hombres, hatajo de perros sarnosos —sus carcajadas fueron como los cacareos de una gallina—. Y para eso queréis que apoquine. Necesitáis un buen montón de sucias monedas. Y con vuestro dinero ganado honradamente pretendéis comprar armas, pertrechos y valor —Afarell inclinó la cabeza con brusquedad. Su doble papada se dobló formando rollos sobre el cuello de su camisa—. ¿Me equivoco?
Scapa apretó los dientes con tanto ímpetu que le dolieron las mandíbulas.
—No sé a qué viene todo esto… En todo caso, es una teoría interesante.
Afarell se rió para sus adentros y le dio una calada a su pipa. Acto seguido, echó unas volutas de humo en su dirección.
—Todos saben lo que estáis planeando, mi niño —pronunció aquellas palabras de una forma terriblemente cariñosa. La frase cayó sobre ambos como una jarra de pringosa miel.
Scapa perdió la paciencia.
—Queréis comprar el manojo de llaves, ¿sí o no? En caso de que rehuséis, nos buscaremos otro comprador.
Afarell rió a pleno pulmón y sus ojos mostraron una profunda incredulidad.
—¡Otro comprador! ¡Ya! ¡Como si alguien más fuera a hacer negocios con vosotros después de que os hayáis permitido enemistaros con Torron!
Scapa hizo un gesto de rabia con la boca. El elfo de los pantanos tenía razón y eso era todavía más insoportable que sus risas.
—Entonces, es que no —murmuró el chico finalmente. Afarell rió en un tono algo más bajo para poder oír lo que venía a continuación—: Así que vos sois también un lameculos de Torron.
Scapa se dio la vuelta, dispuesto a marcharse, pero la llamada del perista le retuvo.
—¡Atento, chico! Cuidadito con lo que me llamáis… Yo no tengo nada que ver con Torron, como tampoco tengo nada que ver con vuestra guerra.
—¿A qué viene entonces tanta palabrería? —preguntó Scapa por encima del hombro.
El elfo se recostó de nuevo en el respaldo del sillón, acomodándose sobre el mullido cojín como si fuera un gato ronroneante.
—Volved, no quería molestaros. Sólo estaba bromeando, una broma de nada. Sin malicia. ¿Todo en orden? —abrió las manos, rechonchas, pequeñas, como si estuviera invitándole a un abrazo.
Scapa no se dio por aludido.
—Bueno, ¿aceptáis la oferta o no? —quiso saber.
Afarell cruzó las manos y lo miró con simpatía.
—Chico, que no pertenezca a la corte de Torron no quiere decir que no me ande con ojo con el hombre más poderoso del barrio. Y si, por decirlo de alguna manera, cerrara algún negocio con uno de sus enemigos… No sé si lo sabéis, pero sólo tengo una cabeza que perder… Por otro lado, estoy gratamente sorprendido por vuestra entereza; sois todos unos luchadores, sí señor —la mentira resultó tan untuosa como la trenza de Afarell—. Y, entre nosotros: deseo que venzáis a Torron. Ya va siendo hora de que una nueva banda traiga el impulso que Kaldera necesita, ¿no? Por eso voy a ayudaros. No sólo en esta ocasión, sino en el futuro. ¡Sois muy jóvenes todavía! ¡Ja, ja, ja, ja!
—¿Qué significa eso? —preguntó Scapa con desconfianza.
—Que a partir de ahora seré vuestro comerciante oficial. Es decir, que lo que robéis… Perdón, lo que consigáis, podéis revendérmelo a mí; siempre que no tengáis nada en contra, por supuesto. Y os prometo un precio conveniente.
Scapa tuvo perfectamente claro que Afarell no había utilizado la palabra «robar» por descuido, sino que con ella pretendía demostrarles una vez más que estaba al tanto de todo lo que se cocía a su alrededor. De todas maneras, no le quedó otra que alegrarse del súbito cambio de los acontecimientos.
—Entonces, ¿hemos llegado a un acuerdo?
Afarell asintió ceremoniosamente. De pronto, sus ojos relampaguearon y en el mismo instante en que Arane aguantó la respiración, Scapa comprendió que el asunto tenía una contrapartida.
—… Y en muestra de nuestra futura colaboración, tendréis a bien cederme las llaves por un precio amistoso de diez monedas de cobre.
—¿Qué? —gritó Scapa—. Ése no es un precio amistoso, es… ¡un timo!
Afarell se tapó la cara con la mano y tocó una campanilla de plata. Apenas unos segundos después, se abrió la puerta y el elfo de la entrada asomó la cabeza.
—¿Sí, patrón? —dijo sumisamente.
—Jador, ¿podrías hacer entender a mis invitados que ha llegado la hora de que se decidan de una vez? Lamentablemente, no tengo todo el día —Afarell miró por encima de Arane y Scapa mientras se encogía de hombros.
El chico casi no pudo creer lo que veía cuando el criado se dio la vuelta hacia ellos y dijo:
—Vamos, vosotros dos tenéis que decidiros ya. ¡Afarell no tiene todo el día!
El perista ya tenía en sus manos una bolsita de terciopelo azul y había empezado a contar las diez monedas. Al percibir el inútil coraje del muchacho, dibujó una sonrisa dulce.
—¿Qué me decís, chico? ¡Por nuestros futuros negocios!
Cuando la puerta de la calle se cerró tras ellos, Scapa tenía un nudo en el estómago. Temblando, apretaba las monedas en su mano cerrada.