Hacia el palacio hundido

-Nos quedaremos tan sólo lo imprescindible —anunció Kaveh con decisión, mientras se aproximaban hacia el hormiguero de luces—. Preguntaremos a alguien cuál es el camino hacia las Tierras de Aluvión. Luego nos buscaremos un lugar para pasar la noche y por la mañana temprano…

Erijel lo miró con ojos sombríos.

—De acuerdo —murmuró Kaveh—. No haremos noche aquí. Sólo preguntaremos el camino. Tal vez podamos comprar un mapa.

—Tú sabes lo que Kaldera significa para nosotros —incluso Mareju y Arjas pusieron semblante preocupado al escucharle—. ¡Desde que el rey tiene el poder y los humanos gobiernan la ciudad, aquí la vida de un elfo vale menos que la escoria! Por no decir lo que vale la de un extranjero…

—Entendido —dijo Kaveh—. No nos quedaremos más de lo necesario —se caló la capucha con un movimiento de la mano, que los demás caballeros secundaron inmediatamente, y con la otra palmoteo la cabeza de Bruno.

Ante ellos se levantaba una alta puerta de madera. La lluvia recorría sus surcos formando innumerables riachuelos. Se abrió una ventanilla en medio de la puerta y asomó el rostro de un elfo de los pantanos.

—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis? —preguntó secamente. Hablaba el idioma de los humanos, aunque le resultaba difícil porque sincopaba las sílabas como los golpes de un tambor.

—Somos viajeros que deseamos cobijarnos de la lluvia —dijo Kaveh sin levantar la cabeza más de lo preciso.

—Eso cuesta un tributo —replicó el guerrero gris. Si hubiera sabido que eran elfos los que estaban ante él no habría seguido empleando la lengua humana. O tal vez no lo tuviera permitido.

—¿Cuánto? —preguntó Kaveh sacando una bolsita de piel por debajo de su capa.

—Dos táleros de cobre por cabeza.

Kaveh dejó caer las monedas en la mano tendida del guerrero gris.

La ventana se cerró. Se subió una aldaba y, con un chirrido estridente, se abrió un portillo.

—Entrad —el elfo hizo un gesto de impaciencia con su lanza.

Los cinco compañeros se dieron prisa en deslizarse por la puerta y pasaron rápidamente por delante de los guerreros grises que estaban apostados con sus lanzas junto a la muralla. Ante ellos había una bóveda de piedra orlada por una cortina de agua. Se metieron por ella y se adentraron por las calles que bajaban hacia las profundidades de la ciudad.

Las farolas sumergían las callejuelas en una luz borrosa. A su alrededor se levantaban altas y abigarradas edificaciones con balcones, salientes y azoteas. Banderas empapadas colgaban de los torreones y las campanillas de las puertas tintineaban bajo la lluvia. A través de las ventanas, redondas, cuadradas o alargadas, que miraban a la calle, se divisaba la luz de colores tras cortinas.

Nill y los elfos alcanzaron enseguida una escalinata cuyos resbaladizos peldaños bajaban en espiral, creando recovecos inesperados. Junto a las escaleras se agolpaban casas con puertas demasiado pequeñas y ventanas el doble de grandes, y enormes tejados y torres en forma de campanas, cuyas cúpulas se asentaban como copetes de colores sobre las paredes de arcilla roja. Además, muchas de las construcciones estaban comunicadas entre sí por medio de puentes colgantes y arcos de piedra medio derruidos. Distintas siluetas atravesaban deprisa la oscuridad, sin ni siquiera percatarse de los integrantes de aquel grupo. Desaparecían tan rápidamente que sólo quedaba de ellas el chapoteo de sus pies en los charcos.

Los escalones terminaron en una calle enlosada. El eco de una música apagada, risas y voces llegaron hasta ellos.

—Allí hay tabernas y posadas —dijo Kaveh señalando la calle. Sobrepasaron unas casas, cuyas ventanas de cristal emplomado atenuaban la oscuridad de la noche. Pintadas de todos los colores, unas gruesas vigas talladas en madera recorrían sus fachadas; aunque no por ello dejaba de parecer que fueran a desmoronarse en cualquier momento.

Kaveh se detuvo ante la puerta de una venta, pero cuando iba a abrir retiró bruscamente la mano.

—¿Qué sucede? —susurró Nill. La mirada de Kaveh estaba clavada en un letrero de la puerta—. ¿Qué pone ahí?

—Prohibida la entrada a los elfos —dijo él. Lo cierto es que en el cartel lo ponía de una manera mucho más burda, ya que el dueño había utilizado un insulto en vez de la palabra «elfos».

Nill sintió que un nudo se instalaba en su garganta. Con decisión tiró de la manga de Kaveh y propuso:

—Vamos. Busquemos otra taberna.

Kaveh se dejó llevar sin oponer resistencia. Continuaron la marcha. Hombres, mujeres maquilladas portando sombrillas de papel y niños de la calle permanecían aquí y allá, ante las tabernas, hablando entre ellos o fumando. Algunos seguían interesados al grupo con la vista mientras éste iba de local en local. Pero ante todas las puertas ponía lo mismo: allí nadie quería a los elfos. Las expresiones de los caballeros se fueron haciendo más sombrías y Nill cada vez se mostraba más perpleja. ¿Adoptaba la posición crítica de los elfos contra los humanos o los disculpaba de algún modo? No sabía a qué bando pertenecía realmente.

—Entrarás tú sola —decidió Kaveh ante la siguiente taberna. Una luz roja salía por la ventana y ribeteaba su perfil.

—¿Yo sola? —se asustó Nill.

Kaveh afirmó con la cabeza y el agua de la lluvia se le escurrió de la capucha.

—Tú eres una humana. Por lo menos, lo eres más que nosotros. Pregunta sin más por el camino hacia las Tierras de Aluvión. Y nosotros te esperaremos delante de la puerta. ¿De acuerdo?

Nill se sobrepuso y asintió.

—De acuerdo.

Kaveh le dio una palmada titubeante en el hombro y añadió:

—Y… Nill. Mucha suerte.

La muchacha asintió de nuevo, luego se volvió hacia la puerta. Un cartel redondo con el letrero «La calva de Gomwin» estaba colgado encima y las letras de rasgos caligráficos brillaban en la lluvia. Los dedos de Nill rodearon el pomo. Apretó con cuidado, la puerta se abrió con dificultad. Echó una última mirada a los caballeros, a Kaveh y a Bruno.

—¡Hasta ahora mismo! —gritaron los gemelos.

Entró por fin. La puerta se cerró tras ella con un sonido sordo. Música de flauta, luz tenue, confusión de voces, y un ambiente viciado y húmedo la envolvieron. Nill se quitó la capucha. El agua se escurría por su ropa y goteaba sobre la madera. Miró a su alrededor.

A la derecha de la puerta había varias mesas y sillas. Hombres y mujeres de aspecto siniestro reían, bebían y jugaban a las cartas. Justo enfrente de Nill había un mostrador en el que se apoyaban varios humanos. A la izquierda, en una zona algo más oscura, la muchacha distinguió una escalera que conducía a un piso superior y una estrecha salida trasera.

Nill carraspeó. Las miradas de algunos clientes se posaron en ella cuando se aproximó a la barra.

Puso las manos sobre ella. A la izquierda había un hombre que despedía un fuerte olor a cerveza y sudor, y parecía más dormido que despierto. El gruñido que soltó bien podía ser un ronquido. A la derecha de Nill estaban dos chicos, uno de cabello oscuro, el otro con rizos pelirrojos, que la examinaron sin ningún recato.

—Perdón —musitó Nill.

El hombre calvo de detrás del mostrador no la oyó. Impasible, frotaba los vasos con un trapo seco mientras levantaba la nariz en un gesto casual que hizo tintinear los dos aros de oro que agujereaban sus aletas.

Nill carraspeó de nuevo.

—¡Perdón!

El calvo la miró. Sus ojos recorrieron de abajo arriba a la muchacha que se encontraba delante de su mostrador con los cabellos empapados. Nill se imaginó lo pálida y desastrada que debía de estar.

—¿Tienes la peste? —le preguntó el calvo.

—¿Qué? Yo, no, yo…

—Si estás enferma —refunfuñó el hombre ondeando el trapo hacia ella en actitud amenazante—, ¡sal de aquí ahora mismo! ¡No debes de estar en tus cabales, entrando aquí con fiebre para contagiarnos!

Una vocecilla dentro de Nill le aseguró que la fiebre no era contagiosa, pero tratar de explicárselo al calvo habría sido absolutamente absurdo.

—No tengo ni la peste, ni fiebre. Sólo quiero preguntar algo.

Los dos jóvenes, que se habían separado un poco de ella, se acercaron de nuevo. Pero Nill no se atrevía a apartar la vista del calvo.

—¿Me podría indicar el camino para las Tierras de Aluvión?

El hombre guiñó los ojos.

—¿Tengo pinta de ser un maldito mapa? ¿Quieres beber algo o sólo vas a quedarte ahí mojándome el suelo? ¿Eh?

—Sólo quería preguntar… —lo intentó Nill una vez más.

—Y yo también te he preguntado algo, niña. ¿Vas a beber algo o te echo a patadas?

De repente uno de los muchachos se inclinó hacia Nill. Su brazo se apoyó en el mostrador y le impidió ver al calvo.

—¿Quieres saber cómo se llega a las Tierras de Aluvión? —preguntó. Era el pelirrojo. Una sonrisa, que Nill no supo interpretar, se dibujó en su cara. Sus cejas se juntaron ligeramente.

—Mmm…, sí. ¿Tú me lo podrías decir?

—Oh, yo no lo sé —dijo el chico y dejó que su mirada recorriera el recinto, como si pensara—. Pero conozco a alguien que puede decirte todo, enseñarte todo y venderte todo. Un mapa, por ejemplo.

—¿Quién? —preguntó Nill con desconfianza.

El joven sonrió.

—Eres nueva aquí, ¿no? Enseguida me lo he imaginado.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó desconcertada.

El chico se levantó de su asiento. Con un gesto indicó al moreno que se levantara también. Luego cogió una vieja gorra del mostrador y se la puso.

—Porque no conoces al Señor de los Zorros —se tragó el resto de su bebida y se volvió hacia la salida trasera—. ¡Ven con nosotros!

Nill echó una mirada insegura hacia la puerta: por la ventana roja vio a Kaveh y a los caballeros. Reunió fuerzas y siguió al pelirrojo.

—¿Adonde quieres ir? —preguntó.

Los dos jóvenes ya habían llegado a la puerta de atrás y la empujaron. La lluvia cayó sobre ellos, se metieron descuidadamente en los charcos marrones.

El pelirrojo se volvió hacia Nill.

—Pues, a ver al Señor de los Zorros. No está lejos de aquí. A unos cuantos pasos —cuando se dio cuenta de que Nill dudaba, añadió—: ¿Quieres comprar un mapa o no? Él te dará todo lo que quieras.

—Esperad un momento. Tengo que recoger a mis compañeros.

El pelirrojo se apartó a un lado y miró más allá del hombro de Nill, aunque era imposible que distinguiera a Kaveh y a los otros desde allí.

—¿Te refieres a esos tipos con mala pinta?

—Ellos no…

—Lo siento —dijo el pelirrojo balanceando sus largos brazos—. No se permiten elfos. El Señor de los Zorros no se trata con guerreros grises, ¿me entiendes?

—No son guerreros grises —replicó Nill.

—¡Explícaselo tú a él! No voy a llevarle ningún elfo a su casa, no estoy harto de la vida. Entonces, ¿qué? ¿Vienes o no? Venga, es aquí mismo, a la vuelta de la esquina. Y en un visto y no visto —añadió con una sonrisa— estarás afuera con tus amigos.

Nill respiró hondo. Salió a la calle y se puso la capucha.

—Si no está lejos, llévame hasta él —dijo.

—Cuando la dama disponga —el pelirrojo se inclinó haciendo una reverencia mientras tomaba ya la dirección elegida.

Se pusieron en camino. Las callejas eran tan estrechas que, de haber extendido los brazos, Nill habría podido tocar las dos paredes. El agua de la lluvia corría por las calles y les llegaba más allá de los tobillos. Un olor nauseabundo, a húmedo y podrido, se había adueñado de algunas zonas.

Siguió a los chicos cuando bajaron por una escalera angosta. En una ocasión se resbaló con las piedras pulidas y el pelirrojo la pescó antes de que cayera al suelo. Nill se lo agradeció con un murmullo y continuó la marcha.

Nadie salió a su encuentro. Tan sólo un gato calado hasta los tuétanos cruzó veloz ante ellos, se erizó y dio un bufido.

—¿Dónde estamos? —preguntó Nill intentando que la voz no delatara su miedo.

—Enseguida llegamos.

Finalmente, ambos jóvenes se pararon. Más abajo había un edificio, pero en la oscuridad Nill no pudo distinguir más que el contorno de un bloque de piedra inmenso. De manera esporádica un foco brillaba en su dirección.

—Ya estamos —dijo el pelirrojo apoyando las manos en sus caderas estrechas. Miró a su compañero y ambos comenzaron a hacer muecas, luego a reír a media voz.

—¿Qué pasa? —preguntó Nill molesta.

El pelirrojo hizo un signo negativo con la mano.

—Nada. Ven, te llevaremos ante él.

Un mal presentimiento se apoderó de la chica. Pero ¿qué podía hacer? Ni siquiera sabía precisar si sería capaz de hallar el camino de regreso.

Un camino con mucha pendiente y escalones de vez en cuando conducía al edificio. Cuando llegaron a sus proximidades, se reveló como una ruina imponente: era un palacio, medio hundido y sepultado por sus propias piedras.

Los muchachos la llevaron por una pequeña abertura entre dos montones de cascotes. Ninguna luz daba a entender que hubiera alguien allí. Tan sólo una vez que hubieron penetrado por el agujero y tras torcer por una esquina, la luz mustia de una farola salió a su encuentro.

Había tres chicos alrededor de una mesa, jugando a las cartas. Al oír ruido afuera, echaron mano de sus armas. Nill fue la única que pareció impresionada al ver los arcos tensados.

—Somos nosotros —dijo el pelirrojo.

Los vigilantes bajaron despacio las armas.

—¿Quién es ésta? —preguntó uno de ellos señalándola con su arco.

—Una de los nuestros —dijo el muchacho pasando junto a ellos y haciendo un gesto a Nill para que le siguiese—: ¡Vamos, ven!

La muchacha caminó deprisa mientras inclinaba la cabeza para que la capucha la tapara más.

Ante ellos se abría un tortuoso pasillo. Muchas antorchas colgaban de las paredes. La luz dibujó una sombra larga en el muchacho que caminaba delante de Nill. Ahora sí que ya no había vuelta atrás. Bajo la capa, su mano se cerró en torno al cuchillo de caza.

Pronto apareció una escalera frente a ellos. Los escalones giraban hacia arriba sobre su eje y Nill se dio cuenta de que toda ella estaba torcida. Seguramente se hallaban en uno de los escasos torreones que se habían salvado de la ruina. En un lugar de la pared se divisaba un enorme agujero, del que se habían desprendido varias piedras. La lluvia entraba por él y mojaba los peldaños.

La escalera finalizaba bajo un arco redondo, en el que había más chicos con lanzas y arcos. Saludaron a los acompañantes de Nill y la miraron con curiosidad.

Llegaron a un vestíbulo de piedra. A izquierda y derecha se abrían varias puertas dobles, cuyos lujosos ornamentos estaban iluminados por antorchas. Aquí y allá se divisaban hilillos de agua que recorrían los muros e iban formando charcos. Los suelos de los anchos corredores estaban llenos de gotas de agua que se introducían por todas las paredes. Ahora el eco de sus pasos resonaba fantasmagórico.

—¿Dónde estamos? —preguntó la muchacha.

—En su palacio —respondió el pelirrojo, volviéndose hacia ella con una sonrisa divertida—. Nunca habías visto nada igual, ¿eh?

Nill sacudió la cabeza. Por supuesto que no había estado jamás en un sitio que pudiera compararse a aquél. Se sentía como en un palacio hundido, abocado a la decadencia por sus habitantes tiempo atrás.

El pasillo hizo un recodo y acabó ante cuatro anchos peldaños de piedra. Los dos jóvenes los subieron a saltos y se quedaron frente a la puerta de dos hojas que se abría sobre la escalera.

—Ya estamos.

El chico de los rizos rojos se quitó la gorra, se limpió con el brazo el agua de la frente y posó una mano en el picaporte.

Al otro lado sonaba una algarabía de voces y música. Nill tragó saliva. Sus dedos se agarraron al cuchillo. Y el pelirrojo empujó las hojas de la puerta.