Los elfos libres
Scapa no podía dormir bien. Por las noches, cuando estaba tumbado entre mantas y mullidos almohadones, y aquellos rizos rubios acariciaban sus mejillas, se despertaba en medio de horribles pesadillas que le alejaban de la torre. Y le llevaban hacia las praderas, junto a una muchacha de pelo y ojos verdes. Los vientos se la llevaban, pero su mirada seguía clavada en Scapa. También veía las minas por las que habían deambulado el primer día. El olor a sudor, muerte y fuego le quitaba el aire, quería tirarse al suelo, pero la muchedumbre pegada a él se lo impedía. A menudo se despertaba jadeando, como si hubiera habido alguien intentando estrangularlo.
Scapa se levantaba sin hacer ruido. Se ponía el jubón sin tomarse la molestia de abrochar corchetes y ataduras, y se iba hasta la terraza.
Fuera soplaba un viento helado. Scapa respiraba hondo y tenía la impresión de que por fin podía respirar bien tras horas de no hacerlo. Pero en esa ocasión, mientras se llenaba los pulmones, sintió un olor nauseabundo… y no se trataba de un sueño. Con las piernas temblorosas, se dirigió a la balaustrada de piedra que rodeaba la terraza y miró hacia la noche.
Las minas estaban situadas a sus pies, en la oscuridad, como ardientes nidos. Su aliento chocó contra el joven y le trajo el olor de todo lo que habían devorado hasta entonces. Tuvo que pensar en las macilentas figuras que pululaban por aquellos nidos, aquellas que fundían el hierro y vertían el contenido de las pesadas ollas, llevaban y traían armas, excavaban con picos, trabajaban, trabajaban como las hormigas. Sentía que se mareaba. Debían de ser más de diez mil. Muchas más. Pues las rojas luces de las minas brillaban alrededor de la torre como un infinito campo de amapolas.
Cuando Scapa oyó unos pasos a su espalda, no se volvió. Sabía de quién se trataba.
Arane se le acercó en silencio.
—Si yo estuviera allí abajo, tomaría todas las armas que hubiera forjado y emprendería una revuelta —Scapa había creído que sus palabras irritarían a Arane, pero ella simplemente se apoyó a su lado contra la barandilla de piedra.
—Tú sí, pero ellos no —se tragó un bostezo y se cerró la capa de piel en torno a los hombros—. Ellos… ellos no son humanos, son elfos.
—¿Y? —replicó Scapa con cierta testarudez.
—¿Y? Los elfos son tontos, sólo eso —Arane apartó la vista de él y miró las minas—. El miedo les atenaza. Cualquiera que se rebela contra el rey, que dice algo en su contra o, incluso, que ansia la corona debe ser acusado por el elfo más cercano y juzgado ante el rey. Y como ningún elfo se atreve a realizar algo que vaya en contra del rey, como tampoco se tienen confianza entre ellos, se quedan callados.
—¿Eso es todo? —preguntó Scapa.
—Sí, eso es todo. Se necesita un solo cabecilla, y un ejército de sumisos silenciosos para dominar el mundo. Por supuesto —añadió—, se precisan algunos medios más para que la masa siga callada.
—¿Medios? —Scapa la miró—. Te refieres a la muerte.
Arane sonrió.
—También la muerte, sí. Pero, en realidad, estaba pensando en el poder. Si le transmites algo de poder a un pequeño grupo, siempre te será fiel. Tal vez hayas oído hablar de los tyrmeos. Antes eran pueblos sin derechos. Odiados y menospreciados por los demás elfos de los pantanos. Yo les he dado poder, y por eso me serán eternamente leales…, aunque, en realidad, no les une a mí ningún hechizo ni ningún juramento, ¡imagínate! Así de sencillo es dirigir a los elfos. Me he beneficiado tan sólo del odio que los tyrmeos levantan entre los demás elfos.
—¡Muy ingenioso!
—¡Gracias, Señor de los Zorros! —Arane sonrió poniendo una mano sobre la de Scapa.
Scapa retiró los dedos.
—¿Cómo es que conoces ese nombre? —de pronto una sospecha se adueñó de Scapa. ¿Y si Arane había sabido siempre que él seguía con vida? ¿Si le había olvidado pura y llanamente hasta aquel momento? ¿O si no le había interesado más tenerle junto a ella?
—Me lo dijo Fesco —dijo la joven en voz baja.
—¿Cuándo has hablado con Fesco?
—Antes. Hablé con él de todo lo imaginable —se apoyó con las dos manos sobre la balaustrada—. Por ejemplo, del robo del cuchillo mágico —había suspicacia en el tono de su voz. Sonrió con amargura—. Ves, ésa es la diferencia entre los humanos y los elfos. Los elfos viven anclados en sus tradiciones. Su moral y su lealtad a esas tradiciones son tan fuertes que hasta son capaces de seguir a un rey humano ¡sólo para que exista un rey! La fidelidad de los elfos a sus costumbres es la única magia, toda la magia, que reside en la corona Elrysjar. Eso es todo. Y a pesar de ello: portar la corona significa que te pertenece el mundo.
»Los humanos, en cambio, conservan sus tradiciones exclusivamente porque son demasiado perezosos para transformar su día a día. Oran a sus dioses de manera tan estúpida como juegan a cartas por las noches y por las mañanas sacan la basura. Su devoción es absolutamente hipócrita, y ni siquiera lo saben. Moral, solidaridad, amor al prójimo, todo forma parte de una hermosa capa que llevan cuando se lo pueden permitir. No viven para su pueblo, sino para sí mismos. Son interesados. Eso les hace astutos. Eso les hace listos. Y al final sólo sobrevivirá la raza en la que cada uno se preocupe de su propia vida.
Scapa se la quedó mirando.
—¿Sobrevivir? ¿A qué te refieres con eso de sobrevivir? ¿Qué intenciones…?
Arane hizo un gesto de rechazo con la mano.
—Si hubiera planeado borrar una raza del mapa, te lo diría seguro. Además, ¿cómo iba a exterminar a los elfos? ¡Son la fuerza que me respalda! No, pero se están cavando su propia tumba… ellos mismos. Y ése es el curso natural. Los listos sobreviven. Y los tontos, los soñadores y los obcecados se vienen abajo.
Scapa la miró sin pestañear. ¿Qué palabras eran esas que salían de sus labios? ¿Siempre había hablado así? ¿Su odio hacia los elfos había sido siempre tan profundo? ¿Por qué sólo salía a la luz el odio cuando iba acompañado del poder?
—¿Por qué me miras así? —susurró Arane—. Scapa, tu mirada puede llegar a dar mucho miedo.
Sonrió asombrado, pero era una sonrisa exenta de alegría.
—¿Tienes miedo de mi mirada? ¿A pesar de que la tuya brilla en cada uno de los fuegos de allí abajo?
—¿Qué quieres decir?
En su cara había tanta inseguridad que Scapa se sintió mezquino inmediatamente. Negó con la cabeza y se apoyó en la barandilla.
—Ay, nada. Nada… —sentimientos de culpa, desconfianza y desconcierto se apropiaron de él a un tiempo. Ya no sabía qué debía pensar. Todo le parecía una gran mentira, hasta que Arane dijo esas cosas. E incluso después…—. Cuando estábamos en Kaldera —añadió entre dientes—, cuando te fuiste a ver a los guerreros grises… ¿de verdad tuviste una visión, Arane?
—Si no hubiera tenido visiones, a estas alturas ya estaría muerta, ya te lo dije entonces. Las visiones de un mundo mejor nos impiden desmoro…
—¡Para! —levantó las manos y se apretó las sienes—. ¡Maldita sea, Arane! Dime sencillamente si mentiste. ¿Viste en tu mente dónde estaba el cuchillo mágico? ¿Sí o no? No te escaquees con tu palabrería.
Asustada por la reacción de él, se quedó callada durante un rato.
Por fin tragó saliva y dijo con voz adusta:
—Sí. Tuve una visión. Vi cómo podría ser nuestro destino. Y no, si lo quieres saber así: nunca supe dónde estaba el cuchillo, jamás, ¡si no, habría ido a buscarlo ya hace tiempo! Porque no existen las visiones —musitó—. Sólo hay planes. ¿Lo oyes?
—Bien —Scapa se pasó la lengua por los labios resecos y miró hacia las minas—. Ahora ya lo sé.
Durante un rato Arane permaneció muda junto a él, mirándole. Luego posó su brazo en la espalda del muchacho y le acarició suavemente.
—¡Lo hice por nosotros! Por nosotros… Todo lo hice por nosotros, yo no sabía que durante tres años no… —esperó a que su voz dejara de temblar. Por fin respiró con fuerza—. Tú eres todo lo que tengo verdaderamente, ¿sabes? El mundo es tan frío, sólo tú y yo… Entra pronto, ¿de acuerdo? Vas a acabar enfriándote —y se deslizó hacia atrás con precaución.
Scapa oyó sus pasos cuando abandonó la terraza.
* * *
El tiempo voló por encima de ellos. Las noches duraban sólo instantes, los días pasaban como segundos. Los cuatro amigos dejaron atrás el reino de Dhrana. Las distantes cordilleras que eran lo último que les recordaba a Korr desaparecieron en el horizonte, y pronto…, pronto se sumergieron en el Reino de los Bosques Oscuros.
Para Nill era como si no hubiera visto su hogar en años. ¡Y qué maravillosamente bien se sintió cuando una mañana despertó bajo los altos y susurrantes árboles, percibiendo el blando musgo bajo ella y respirando el dulce aroma del bosque!
Creyó haber regresado a una vida muy lejana en el tiempo; un sueño distante, pacífico, que volvía a soñar de nuevo… Sólo que ahora todo era distinto. Tan fuerte como sentía el amor a los bosques, sentía también el terror de perderlos para siempre. El recuerdo de las Tierras de Aluvión de Korr estaba todavía demasiado presente.
Cabalgaban día y noche. Los caballos estaban próximos a la extenuación y Bruno se caía de sueño cuando se detenían. Nill, Kaveh y los caballeros no se encontraban mejor. El agotamiento les tenía al límite de sus fuerzas. El hambre se había convertido en un compañero habitual y, si se miraban unos a otros, se daban cuenta de lo delgados y pálidos que estaban.
Bastantes días después, una hojarasca roja y dorada se extendió por los bosques. Había llegado el otoño. La fronda se llenó del crujido de las hojas; arriba, en las copas, había fulgores, como si mil llamas danzaran en el aire. Las ramas acariciaban a los viajeros, las hojas caían sobre sus cabezas y los orlaban de un dorado brillante. El aroma del verano que se desvanecía llegaba por todas partes; subía desde la tierra mullida y seca, fluía a través de los árboles y la hojarasca teñida de colores.
—¿Lo notáis? —dijo Kaveh entre el susurro de las hojas danzantes. Una sonrisa recorría sus facciones—. Estamos en casa.
Mareju y Arjas irradiaban felicidad, como si ante ellos se extendiera un panorama digno de admiración.
—Mira —dijo Kaveh volviéndose a Nill, la cogió del brazo y la atrajo hacia sí. Luego le dio la mano. Nill no vio nada más que el bosque acostumbrado. Kaveh hizo un movimiento con la mano, como una tierna salutación. De pronto, entre el centelleo de la fronda del valle surgieron una serie de árboles robustos. Pero ¡qué árboles! Nill aguantó la respiración cuando contempló ante ella el pueblo de los elfos libres. Unas hayas gigantescas crecían del suelo. Los troncos de más de un metro se retorcían como espirales hacia lo alto, formando escaleras, habitaciones y balcones. Puentes colgantes tejidos con juncos, raíces y plantas trepadoras unían algunas de las copas que crecían como hongos redondos…, tan espesas que era imposible que dejaran pasar ni una sola gota; porque aunque sus hojas se hubieran tornado doradas y granates no iban a ser arrastradas por el viento.
—¿Cómo… es que esto… ha surgido así… sin más? —tartamudeó Nill.
Kaveh sonrió. Picaron a sus caballos y cabalgaron valle arriba.
Poco a poco los fueron divisando. Los niños dejaron de jugar y regresaron nerviosos a sus casas-árbol. Aparecieron elfos por todas partes. De entre la muchedumbre salió una mujer que fue hacia ellos. Llevaba el pelo negro anudado en una artística trenza que rodeaba su cabeza como una diadema. Con aquellas diminutas arrugas que perfilaban sus ojos y su boca, a Nill le pareció muy hermosa.
La mujer llevaba una cesta a medio trenzar en las manos, pero cuando los viajeros se acercaron, ésta cayó al suelo.
Kaveh desmontó del caballo. Con pasos vacilantes fue hacia ella.
—Marúen —susurró.
Aryjén miró a su hijo como si fuera una alucinación.
—¿Madre? —repitió. Sus ojos se anegaron de lágrimas—. ¿Eso es todo lo que vas a decirme?
Kaveh bajó la mirada. Aryjén le dio una bofetada, pero temblaba demasiado para golpear con fuerza y se quedó casi en una caricia. Ni un segundo más tarde lo abrazó con tanta energía que su túnica los envolvió a ambos.
—¡Eres muy malo! —lloró Aryjén—. ¡¿Qué clase de hijo es el que le hace eso a una madre?! ¡Desapareciste sin más, Kaveh!
—Mamá… ¡Los otros! —el muchacho retrocedió lentamente mientras se limpiaba los ojos con las palmas de las manos—. Ésta es la chica, Marúen, ¡aquí! —empujó a Nill, que, como los gemelos, ya había bajado del caballo, hacia delante y puso un brazo en torno a ella—. Es ella… Su nombre es… Se llama Nill.
Aryjén arrugó la frente de una forma apenas perceptible, pero luego inclinó la cabeza ante Nill y la abrazó cuidadosamente. Desprendía un olor especial, que Nill no supo reconocer pero que le llegó muy dentro. Nunca nadie le había abrazado de una manera tan maternal. Y, sin embargo, la elfa era una desconocida.
—Sé bienvenida, Nill —dijo la mujer con un ligero acento—. Mi nombre es Aryjén. Soy la madre de Kaveh.
Nill no fue capaz más que de asentir en silencio. Aryjén dijo algo en lengua élfica, luego abrazó a los gemelos y miró a todos con los ojos húmedos. El tono de su voz se hizo vacilante y entre sus palabras Nill entresacó el nombre de Erijel. Kaveh bajó la cabeza. Contestó muy despacio y sus ojos se tornaron opacos. Asustada, Aryjén se llevó una mano a los labios. Finalmente acarició la mejilla de su hijo.
—Estáis muy pálidos —murmuró—. Vosotros… Oh, venid todos. ¡Qué ha sido de vosotros! ¡Qué habéis hecho todo este tiempo!
Intentó arroparlos a todos entre sus brazos: agarró más allá de la izquierda de Kaveh y logró hacerse con una punta de la sucia capa de Mareju, pasó el brazo derecho por los hombros de Nill y Arjas a un tiempo, y así caminaron por el valle de los elfos.
Niños, hombres y mujeres los rodeaban mirándolos con rostros aliviados, desconcertados o atemorizados. Un murmullo recorrió la multitud, pero Nill no entendía ni palabra. Aryjén se dirigió hacia un árbol enorme, cuyo tronco tenía la forma de una escalera silvestre. Ramas, hojas y lianas la cubrían con un techo a manchas doradas que dejaba penetrar los rayos del sol otoñal.
—¡Kaveh! —aun antes de que hubieran coronado la escalera, salió un hombre a su encuentro. En un primer momento, Nill creyó que tenía a Kaveh ante sus ojos… con más edad. Debía de tratarse de su padre. El rey de los elfos libres.
—Marhút —tartamudeó Kaveh.
El rey pegó un grito, abrió los brazos y lo abrazó con tanto ímpetu que el chico se quedó de puntillas.
—¡Eres un necio! ¡Vaya cabeza tan dura que tienes! ¡Un duro de mollera, eso es lo que eres! —bramó el rey Lorgios mientras apretaba a su hijo contra su pecho y sus lágrimas mojaban la cabeza de Kaveh.
—Gaz, baba! —murmuró Kaveh contra la túnica de su padre.
—¡Ven! —gritó Lorgios tirando de Kaveh los últimos escalones—. ¡Por todos los espíritus del bosque, por todos los buenos espíritus, mi hijo ha regresado! ¡Ha regresado!
Lo llevó hasta un gran cuarto lleno de pieles y divanes. Hierbas secas colgaban de las paredes de madera, junto a una hoguera sobre la que había el único agujero del techado. Por lo demás, el techo de hojas les cubría como si se tratase de una cúpula de cristal de colores.
—A una cama —murmuró Aryjén y condujo a los demás, de uno en uno, a diversas estancias, a las que se llegaba a través de escalones jalonados de vegetación. También Nill fue llevada a una habitación. En el suelo había pieles y alfombras de musgo que invitaban a dormir—: Descansa —le dijo con ternura la reina de los elfos mientras acariciaba sus cabellos despeinados—. Vendré enseguida y te traeré algo de comer. ¿Todo bien?
Nill asintió torpemente. Unos instantes después se tumbó sobre las pieles. «Estoy demasiado excitada para poder dormir», pensó. Pero se equivocaba. Un minuto más tarde había caído en un sueño profundo.