EPÍLOGO
La nueva historia
En las sesgadas sombras vespertinas que arrojaban las maletas y los bultos apilados en el andén, Vronski, vestido con su capote militar y su reluciente gorro plateado, caminaba arriba y abajo, con las manos enfundadas en los bolsillos, como un orgulloso león exhibiéndose ante la multitud que le observaba con admiración, volviéndose bruscamente cada veinte pasos. Su querido compañero robot, Lupo, caminaba junto a él como de costumbre, los paneles plateados de su cuerpo de lobo brillando magníficamente bajo el sol crepuscular, mientras el hombre y la máquina esperaban partir para su nuevo destino.
Yashvin, un compañero de armas y viejo amigo de Vronski, tuvo la impresión, al acercarse a él, de que éste le había visto, pero fingía no verlo. Esto no le preocupó en absoluto: interesado sólo en promover su carrera y sabiendo que el conde ocupaba ahora un elevado puesto en el regimiento, Yashvin estaba por encima de toda dignidad personal. En esos momentos consideraba a Vronski un hombre que había alcanzado la cima de una extraordinaria carrera, y habría sido un estúpido si desaprovechara la oportunidad de abordarlo. De modo que se acercó a él.
Vronski se detuvo, le miró fijamente, reconociéndolo, y avanzando unos pasos hacia él, le estrechó la mano con afecto.
—Pero si eres tú, Alexéi Kiríllovich —dijo Yashvin—. Aunque me choca ver a un soldado ruso partir en semejante misión, no imagino a ningún otro hombre capaz de llevarla a cabo. ¿Supusiste que llegaría este día?
—Hace años que tenía la sensación de que las cosas acabarían así —respondió Vronski, volviendo la cabeza unos instantes para admirar la elegante figura de una mujer acompañada por un encantador robot Categoría III de color fucsia—. Desde el ascenso de Stremov, con sus opiniones decididamente liberales sobre la cuestión de los robots. Después de la muerte de… vaya, no recuerdo su nombre. ¿Sabes a quién me refiero? Ese tipo con el extraño rostro…
Yashvin se apresuró a llenar la laguna, deseoso de impresionar a Vronski con sus conocimientos.
—Karenin.
—Exacto, Karenin.
La mandíbula de Vronski se crispó con un persistente tic debido al incesante y atroz dolor de muelas que le impedía incluso hablar con una expresión natural. Ahora que lo recordaba, el asunto Karenin había causado un gran revuelo: un ministro de las altas instancias, asesinado por su esposa en la cama.
—El tal Karenin era un enérgico defensor del desarrollo mecánico. Stremov siempre me dio la impresión de ver las cosas de otra forma. Aunque desde luego me sentiré extraño, como dices, al sentarme en el lado opuesto en una mesa de negociaciones con el SinCienPados.
—Ya… —dijo Yashvin. Vronski fijó la vista a lo lejos cuando oyeron el trepidante y grato sonido del Grav al entrar en la estación. Puntual, fiable y eficiente como siempre—. Lamento haber irrumpido en tu soledad. Sólo quería ofrecerte mis servicios —dijo Yashvin por fin, escudriñando el rostro del conde—. Librar a nuestros compatriotas de una guerra interminable es un propósito digno de la muerte y la vida. Que Dios te conceda el triunfo externo y la paz interior —añadió tendiéndole la mano. Vronski se la estrechó con cordialidad y empezó a responder, cuando de repente sintió un punzante dolor en su fuerte dentadura, que parecía formada por dos hileras de marfil. De pronto sintió un dolor muy distinto, no un dolor físico, sino un intenso sufrimiento interior que le desconcertó e hizo que olvidara durante unos instantes su dolor de muelas. Hacer las paces con el SinCienPados era sin duda una gran ventaja para Rusia y el pueblo ruso, pero ¿qué significaba para él? El único propósito que había tenido en su vida, la única estrella en torno a la cual giraba el planeta de su existencia, era combatir, sintiendo el pesado e implacable poder de su Exterior en movimiento, el feroz restallido del látigo. Vronski fijó la vista en el Grav que acababa de entrar, avanzando con elegancia sobre la vía imantada. De golpe recordó vagamente a una joven, la princesa Kitty Shcherbatskaia: una de más de una docena de jóvenes a la que, en cierto momento, había logrado enamorar con sus elocuentes palabras de amor. Ahora está casada, pensó, con ese hombre tan curioso, ese ministro…
Durante un angustioso momento, se vio reflejado en la proa plateada del Grav bajo una luz desfavorable y cruel: un cuerpo que se aproximaba a los cuarenta años, un soldado sin una guerra, un hombre sin una esposa.
Se frotó su dolorida mandíbula y Lupo emitió un ladrido interrogante.
—Sí, sí, viejo amigo. Por supuesto. Aún te tengo a ti.
En ese momento, el sol se ocultó debajo de la línea del horizonte y Vronski y su Categoría III subieron al Grav.