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Konstantín Dmitrich Levin abrió suavemente la puerta del cuarto de su hijo. Pero al ver que tanto la madre como el niño estaban dormidos, y que el aya y Agafea Mijáilovna le imploraban con ojos llenos de ternura que no hiciera ruido, volvió a cerrar la puerta. El gozo que el niño le producía era mayor cuando lo veía en ese ambiente: en paz, rodeado por su madre, su aya y Agafea Mijáilovna, arropado por el cariño de seres humanos.
Con todo, de un tiempo a esta parte estas alegres reflexiones le recordaban cada vez más la terrible cuestión que le venía atormentando, de una forma u otra, desde que su hijo había nacido. En esos momentos había dado la espalda a Dmitriev y a la facción del SinCienPados; en esos momentos no le había costado ningún esfuerzo tomar la fatídica decisión, que ni siquiera había interpretado como una decisión. Pero ahora no sabía si esa decisión era acertada o no, ni lo que la vida le exigía. A partir de esos momentos, aunque no se había enfrentado a ello, y había seguido viviendo como siempre, Levin no había dejado de experimentar esa sensación de terror que le provocaban sus dudas.
Al principio, el hecho de ser padre, con las nuevas alegrías y deberes que ello comportaba, había eclipsado por completo esos pensamientos. Pero de un tiempo a esta parte, el asunto que pedía a gritos una solución no cesaba de atormentarlo.
La cuestión se reducía a lo siguiente: Si no acepto la autoridad del Ministerio de Robótica y Administración del Estado, y la forma en que Rusia ha sido y seguirá siendo reformada, ¿cómo puedo justificar el no hacer nada? Se decía que las escenas como la que acababa de contemplar —su hijo, rodeado no por máquinas sino por seres humanos, y lo natural de esa escena— demostraban que, a fin de cuentas, estaba conforme con los cambios que se habían operado en la sociedad. Más aún: al contemplar la vasta mina de groznio, cuyos terrenos eran ahora arados metódicamente y transformados en trigales, comprendió que le apetecía convertirse en el amo y señor de una extensa propiedad agrícola, como lo habían sido sus antepasados en tiempos de los zares. Pero estaba lejos de hallar en todo el arsenal de sus convicciones unas respuestas satisfactorias, era incapaz de dar con algo semejante.
Se sentía como un hombre que busca comida en tiendas de juguetes y ferreterías. Instintiva e inconscientemente, en cada libro, en cada conversación, en cada hombre con quien se encontraba, buscaba algo que arrojara luz sobre estos temas y su solución. Lo que más le extrañaba y desconcertaba era que la mayoría de los hombres de su edad y su círculo habían trocado sus viejas convicciones, al igual que él, por las mismas nuevas convicciones, pero no veían en ello motivo alguno de lamentarse, sino que se sentían tranquilos y satisfechos. De forma que, aparte de la cuestión principal, a Levin le atormentaban otras cuestiones. ¿Eran esas personas sinceras?, se preguntaba, ¿o desempeñaban un papel? ¿O comprendían las respuestas que el Ministerio ofrecía a estos problemas de una forma distinta y más clara que él? Levin se afanaba en analizar las opiniones de esos hombres y los libros que versaban sobre esas explicaciones. Rusia se había debilitado, decían, por su excesiva dependencia de las soluciones fáciles y los atajos que proporciona la tecnología. ¿Acaso no había llegado él a las mismas conclusiones, trabajando junto a sus Pitbots y Refulgentes Scrubblers en las entrañas de la mina? ¿No había lamentado la pérdida de disciplina y claridad mental en la Era del Groznio?
Pero había entregado su corazón a un momento en el tiempo, a una Esperanza Dorada, y ahora no podía reconocer que en aquellos momentos supiera la verdad, y que ahora estuviera equivocado; pues tan pronto como empezaba a pensar en ello con calma, todo se venía abajo. No podía reconocer que había estado equivocado entonces, pues sus creencias eran muy valiosas para él, y reconocer que ello era prueba de su debilidad habría equivalido a profanar esos momentos. Se sentía angustiosamente dividido contra sí mismo, y hacía acopio de todas sus fuerzas espirituales a fin de escapar de esta situación.
Estas dudas le abrumaban y atormentaban, debilitándose o intensificándose según el momento, pero no le abandonaban nunca. Leía y meditaba, y cuanto más leía y meditaba, más alejado se sentía del propósito que perseguía.
Durante toda esa primavera se sintió angustiado, experimentando unos momentos espantosos y horrendos. Sin saber qué soy y por qué estoy aquí, la vida es imposible; y eso no puedo saberlo, y así no puedo vivir, se decía Levin.
Tenía que escapar de esa tortura. Cada hombre tenía en sus manos el medio de escapar. No tenía más que cortar por lo sano su dependencia del mal. Y había un medio: la muerte.
Y Levin, padre y esposo feliz, que gozaba de excelente salud, estuvo tantas veces al borde del suicidio que ocultó la cuerda para no sentirse tentado a ahorcarse, y temía salir con su escopeta por temor a pegarse un tiro.
Pero no se pegó un tiro, ni se ahorcó, sino que siguió viviendo.