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Durante ese período de su emancipación y rápido restablecimiento de su salud, después del peligroso parto, Ana se sentía imperdonablemente feliz y rebosante de la alegría de vivir. El recuerdo de todo lo ocurrido después de su enfermedad: la reconciliación con su marido, el rompimiento definitivo, la noticia de la herida sufrida por Vronski, la visita de éste, los preparativos de su divorcio, la marcha de la casa de su esposo, la separación de su hijo y el viaje a la Luna en un cilindro ovoide lanzado por un gigantesco cañón le parecían un sueño delirante, del que se había despertado junto a Vronski en la superficie lunar. Pensar en el daño que había causado a su marido suscitaba en ella un sentimiento de repulsión, análogo al que siente un hombre que está a punto de ahogarse y se quita de encima a otro que se aferra a él. Ese hombre se había ahogado. Había sido un acto perverso, sin duda, pero era la única forma de escapar, y era preferible no pensar en esos angustiosos hechos.
Al romper definitivamente con su marido a Ana se le había ocurrido un pensamiento que la había tranquilizado con respecto a su conducta, y ahora, al recordar todo lo pasado, evocó ese pensamiento.
—He hecho sufrir inevitablemente a ese hombre, pero no quiero aprovecharme de su desgracia —dijo, mientras los delgados dedos de Androide Karenina peinaban su cabello en dos deliciosas trenzas—. Yo también sufro, y sufriré; he perdido lo que más valoro, mi buen nombre y a mi hijo. He obrado mal, de modo que no deseo ser feliz, no quiero un divorcio, y soportaré mi vergüenza y la separación de mi hijo.
Androide Karenina asintió con gesto benevolente, al tiempo que el destello que transmitía su sección ocular pasaba de un rojo intenso a un lila amable y comprensivo. Pero sabía tan bien como su ama que, aunque Ana había supuesto que sufriría, lo cierto es que no sufría. No sentía vergüenza. Vronski y ella nunca se habían colocado en una posición falsa, y por doquier se encontraba con personas que fingían comprender su situación, incluso mejor que ellos mismos. No era por casualidad que habían decidido viajar a la Luna, un enclave tolerante donde los juicios de valor, junto con la gravedad, contenían sólo una fracción de su fuerza habitual. La separación del hijo al que amaba tampoco la había angustiado al principio. La pequeña —hija de Vronski— era adorable, y comoquiera que era cuanto le quedaba, había conquistado el corazón de Ana hasta el extremo de que rara vez se acordaba de su hijo.
El deseo de vivir, que había recuperado con más fuerza que antes al tiempo que su salud, era tan intenso y las circunstancias de su vida tan novedosas y agradables que se sentía imperdonablemente feliz. Cuanto mejor conocía a Vronski, más le amaba. Le amaba por ser como era, y por el amor que él le profesaba. La sensación de que le pertenecía por completo la colmaba de alegría. Su presencia siempre la hacía feliz. Todos los rasgos de su carácter, que había llegado a conocer bien, le parecían entrañables. Su aspecto, que había cambiado al vestir de paisano, le parecía tan fascinante como le habría parecido a una jovencita enamorada. En todo cuanto él decía, pensaba y hacía, Ana veía algo particularmente noble y elevado; atesoraba una imagen pueril de él y de Lupo, considerándolos un paladín y su corcel; por más que buscara, no encontraba ningún defecto en él. No se atrevía a demostrarle que se sentía insignificante a su lado. Creía que si él se daba cuenta dejaría de amarla antes, y lo que más temía Ana era perder su amor, aunque no tenía motivos para temerlo. Con todo, no podía por menos de sentirse agradecida por la forma en que la trataba, y demostrarle su gratitud. Él, que según ella poseía marcadas aptitudes para una carrera militar, en la que sin duda habría descollado, había sacrificado su ambición por ella, sin insinuar jamás que se arrepentía de ello. Se mostraba más cariñoso y respetuoso con ella que nunca, y no dejaba un instante de esforzarse en evitar que ella se sintiera avergonzada de su situación. Él, un hombre tan viril, nunca le llevaba la contraria, parecía como si con ella no tuviera voluntad, y se afanaba en anticiparse a sus deseos. Ella no podía por menos que agradecérselo, aunque en ocasiones se sentía abrumada por la intensidad de su deseo de complacerla y la atmósfera de cariño con que la rodeaba.
Entretanto, Vronski, pese a haber conseguido lo que había deseado durante tanto tiempo, no se sentía plenamente feliz. No tardó en comprender que haber conseguido sus deseos no le procuraba más que un grano de arena de la montaña de felicidad que había esperado. Eso le demostró el error que cometen los hombres al imaginar que la felicidad reside en la realización de sus deseos. Durante un tiempo después de unir su vida a la de Ana, después de quitarse el látigo caliente que llevaba enroscado al muslo y vestirse de paisano, había experimentado el gozo de la libertad en general, que no había conocido antes, y la libertad que le procuraba su amor, lo cual le hizo sentirse satisfecho. Pero esa sensación duró poco. No tardó en sentir que en su corazón nacía el deseo de desear: el hastío. Añoraba la camaradería del campo de batalla, echaba de menos el fragor, el calor y la bruma del combate, el ruido de la puerta Exterior cerrándose tras él, el peso de una pistola en su mano. Sin pretenderlo, empezó a aferrarse a cada capricho pasajero, interpretándolo como un deseo y un objetivo. Tenía que ocupar de alguna forma dieciséis horas diarias, puesto que vivían en total libertad, alejados de los eventos de la vida social que ocupaban su tiempo en San Petersburgo. En cuanto a los entretenimientos de la vida de un soltero, los cuales le habían divertido durante los viajes extraatmosféricos que había emprendido con anterioridad, ahora eran impensables, pues el mero hecho de insinuar su deseo de participar en uno de ellos había provocado en Ana un ataque de depresión desproporcionado en relación con el motivo: un partido nocturno de croquet lunar con amigos solteros.
La perspectiva de relacionarse con las personas que había allí —extranjeras y rusas— también estaba descartada debido a la equívoca situación de ambos. La observación de diversos panoramas, la magnificencia azul verdosa de la Tierra o la imagen cuajada de estrellas de distantes galaxias no tenía para él, un hombre ruso y sensato, la enorme importancia que los ingleses concedían a dicha actividad.
Y al igual que el estómago hambriento acepta de inmediato cualquier objeto que consigue, confiando en que le alimente, Vronski se aferró, sin darse cuenta, primero a la política, luego a nuevas lecturas, y por último a los cuadros. Empezó a comprender el arte semimístico de pintar con pigmentos derivados del groznio, la forma en que un artista podía aplicar diminutos charcos de color sobre el lienzo con pequeñas pinceladas, la forma en que las gotas de pintura se atraían unas a otras, creando unos luminosos diseños tan singulares como las huellas dactilares o los copos de nieve. De modo que se centró en estos estudios; aplicando esta técnica, empezó a pintar el retrato de Ana luciendo sus botas y su casco, y el retrato le pareció, tanto a él como a los que lo vieron, un éxito extraordinario.