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El viejo módulo abandonado que habían alquilado, con sus elevados techos duros de un material textil y sus pasillos de color crudo tenuemente iluminados, sus monitores que mostraban escenas terrestres en secuencias lentas, sus puertas con cerraduras manuales y sus salas de recepción en penumbra, confirmó a Vronski, debido justamente al aspecto que ofrecía el módulo cuando se mudaron a él, la grata ilusión de que, más que un hacendado ruso o un oficial del ejército retirado, era un «hombre lunar» instruido y bohemio, un mecenas de las artes, que había renunciado a su pasado, a sus amistades y a su planeta por la mujer que amaba.
—Vivimos aquí, sin enterarnos de lo que acontece a nuestro alrededor —comentó Vronski a Golenishtchov cuando éste fue a verlo una mañana—. ¿Has visto el cuadro de Mijailov? —preguntó señalando el monitor de Lupo, que mostraba un comunicado de un amigo ruso que había recibido esa mañana, y señalando un artículo sobre un artista ruso que vivía en la misma colonia y había terminado un cuadro del que todo el mundo hablaba—. ¿No podríamos rogarle que pintara el retrato de Ana Arkadievna? —inquirió.
—¿Por qué el mío? —terció Ana—. Después del que me has pintado tú, no quiero otro retrato. Es preferible que pinte uno de Annie —el nombre que había puesto a su hijita. Contempló sonriendo a través de una portilla de cristal el cuarto de la niña, donde la pequeña reía alegremente mientras miraba las cómicas volteretas de un Payaso/2/I.
—Conozco a Mijailov —dijo Golenishtchov—. Pero es un tipo raro. No ha emigrado a la Luna por propia voluntad, ¿comprendes?
Lo cierto es que Vronski no comprendió a que se refería, y en respuesta a su expresión inquisitiva, Golenishtchov se inclinó hacia delante, en esa actitud confidencial que asumen las personas que están en posesión de algún secreto para indicar que desean que las presionen para obligarles a revelarlo.
—Entiendo que hace muchos años sostenía un criterio bastante radical sobre la cuestión de los robots. Afirmaba que el alcance de la evolución de cualquier máquina corresponde única y exclusivamente a su dueño.
—Me parece bien —dijo Ana, señalando con orgullo a su querida compañera, dispuesta a defender esa postura, o cuando menos sus méritos.
—Pero este tal Mijailov llevó la idea a una conclusión un tanto peregrina, publicando su opinión de que los robots eran, en muchos aspectos, iguales que los seres humanos, y que destruir a un Categoría III equivalía a asesinar a un ser humano. —Vronski arqueó las cejas y el otro prosiguió—: Incluso se dice que llevó esas opiniones radicales a la práctica, y… —Golenishtchov fingió sonrojarse antes de continuar— se enamoró del Categoría III de su esposa, y hasta estuvo dispuesto a casarse con él. El caso es que no le quedó más remedio que emigrar a esta encantadora colonia lunar, donde ahora reside.
Golenishtchov se arrellanó en su silla, satisfecho de sus dotes de anecdotista, mientras Ana guardaba silencio, acariciando con aire distraído la mano de Androide Karenina. ¿Eran las opiniones de Mijailov tan equivocadas? ¿Acaso su querida compañera no era más mujer…, más persona…, más… lo que fuera, que la mayoría de personas que ella conocía?
—Se me ocurre una idea —dijo—. ¡Vayamos a visitarlo!