13

Desde el momento en que Alexéi Alexándrovich comprendió que lo único que se esperaba de él era que dejara en paz a su esposa, sin abrumarla con su presencia, y que era lo que su esposa deseaba, sintió que la locura que latía como una fiebre en los recovecos de su mente adquiría mayor fuerza, exactamente como confiaba el Rostro que sucedería. No importaba que Alexéi se mostrara débil…, que perdonara…, que dejara que su mujer y ese canalla que lucía un bigotito vivieran y fueran libres… El Rostro estaba convencido de que con el tiempo su continuada existencia se convertiría en una afilada aguja que torturaría la angustiada mente de Alexéi hasta conducirlo a la locura.

Ni el mismo Alexéi sabía lo que quería ahora. No fue hasta que Ana abandonó su casa, y el Portero/7e62/II le preguntó si deseaba que pusiera la mesa para dos, aunque comería solo, que comprendió por primera vez su situación, la cual le horrorizaba. Lo más duro de esta situación era el hecho de que no podía conectar y conciliar su pasado con el presente estado de cosas. No era el pasado en el que había vivido feliz con su esposa lo que le preocupaba. La transición de ese pasado al hecho de averiguar la infidelidad de su esposa ya la había vivido con amargura; era una situación dolorosa, pero podía comprenderla. Si ella, al confesarle su infidelidad, le hubiera abandonado entonces, él se habría sentido herido, desdichado, pero no se habría visto en la desesperada situación —que le resultaba incomprensible— en la que se veía ahora. En estos momentos no podía conciliar su inmediato pasado, su ternura, su amor por su esposa enferma y por la hija del otro hombre, con el presente; pues a cambio de todo esto se encontraba solo.

Te ha cubierto de vergüenza. Te ha convertido en el hazmerreír. En aquel que nadie necesita y que todos desprecian.

—Sí —respondió Karenin, paseándose por las estancias desiertas de su casa.

Pero yo no.

Yo jamás te abandonaré.

Habiendo recobrado la plena confianza en sí mismo gracias a alentadoras exhortaciones del Rostro, Alexéi había conseguido mostrar cierta compostura, e incluso indiferencia. Al responder a preguntas sobre lo que deseaba que hicieran con las habitaciones y pertenencias de Ana Arkadievna, había ejercido un inmenso autocontrol a fin de dar la impresión de un hombre para quien lo que había ocurrido no era imprevisible ni algo extraordinario, y había logrado su propósito: nadie había podido detectar en él el menor atisbo de desesperación.

El segundo día tras la partida de Ana, Alexéi Alexándrovich recibió la visita de un tendero, al que había mandado recado advirtiéndole que enviara a su mujer las exorbitantes facturas por las compras que ésta había hecho.

—Disculpe, excelencia, por importunarle. Pero su esposa se encuentra en la Luna, donde es muy difícil el cobro de facturas.

Alexéi empezó a explicarle, con su talante frío y formal, que no era de su incumbencia en qué planeta o planetoide había decidido irse a vivir su esposa. Pero se detuvo en medio de una frase, con la cabeza ligeramente ladeada, escuchando una amonestación inaudible.

¡Cómo se atreve ese hombre!

, pensó Alexéi Karenin. .

—Usted viene a verme para buscar dinero, un dinero que le debe Ana Arkadievna. Se presenta aquí y me habla como si no conociera nuestra situación.

—Por supuesto, es decir, claro que la conozco —balbució el tendero—. Conozco la situación a la que se refiere.

—Sí —dijo Alexéi, y la parte humana de su rostro se crispó en una mueca de desdén, mientras su voz cambiaba, adoptando un tono anormal, como el timbre de unos clavos que sonaran dentro de una lata vacía—. Pero ¿sabe usted quién soy yo?

—Yo… yo… sí, excelencia —tartamudeó el hombre, cohibido, retrocediendo lentamente—. En otras circunstancias, como es natural, antes de venir a importunarle habría enviado a mi Categoría III. Un curioso robot llamado Alpormayor. Pero se lo han llevado para ajustarlo, señor.

Alexéi Alexándrovich inclinó la cabeza hacia atrás y se puso a reflexionar, según le pareció al tendero, hasta que de pronto se volvió y se sentó con calma a la mesa.

—Lamento molestarle. Quizás es preferible que me vaya. ¿Señor? ¿Señor?

Sepultando la cara entre las manos, Karenin permaneció largo rato en esa postura, tratando varias veces de hablar, pero deteniéndose. Por fin alzó la vista, miró al hombre, su ojo mecánico emitió un clic y empezó a extenderse hacia delante lentamente.

Cuando el asunto quedó zanjado —cuando la tráquea del vendedor se partió como el cuello de una botella de vino, cuando los ojos se le saltaron de las órbitas como fruta demasiado madura, cuando lo que había sido el cuerpo de un hombre yacía desmadejado en el suelo, sosteniendo aún con una mano la factura impagada de Ana—, Alexéi Alexándrovich se permitió esbozar una pequeña sonrisa.

—Considérese pagado, señor —dijo al cadáver pasando sobre él y regresando a su alcoba.

Pero, al quedarse de nuevo solo, reconoció que no tenía fuerzas para seguir manteniendo esa firmeza y compostura. Ordenó que el carruaje que le aguardaba se fuera, que no quería recibir visitas, y no bajó a comer.

Tenía la sensación de no poder apartar de sí el odio de la gente, porque ese odio no obedecía a que él fuera malo (en cuyo caso habría procurado ser mejor), sino a que era vergonzosa y repulsivamente desdichado. Sabía que por eso, por el hecho de tener el corazón destrozado, se mostrarían implacables con él. Sabía que los demás le aplastarían como los perros estrangulan a un igual malherido que aúlla de dolor, si él no los aplastaba a ellos. Sabía que su única protección contra la gente era ocultar sus heridas, e instintivamente trató de hacerlo durante dos días, pero ahora se sentía incapaz de sostener esa lucha desigual.

Ella te ha puesto en ridículo, Alexéi.

Mañana aparecería ante sus colegas en el Ministerio; aparecería acompañado por un regimiento de Soldados de Juguete, que le eran leales única y exclusivamente a él, para hacer un anuncio decisivo.

Ella te ha abandonado, y el mundo se ríe de ti a carcajadas.

Les anunciaría sus nuevas ideas sobre el asunto del gran proyecto, que estaba bajo su supervisión, pues sus planes sobre ese asunto habían evolucionado.

Ahora le toca a ella sufrir.

Y al mundo junto con ella.

Alexéi echó la cabeza hacia atrás y emitió un prolongado y espeluznante sonido, que empezó como una risa semejante a una parodia de la risa, y acabó en un espantoso sollozo de desesperación. Su desesperación era más intensa por el hecho de que estaba completamente solo en su congoja. No había un solo ser humano en todo San Petersburgo a quien pudiera expresar lo que sentía, que se compadeciera de él, no por ser un alto funcionario, ni miembro de la alta sociedad, sino un simple ser humano que sufría; no había nadie en el mundo a quien pudiera recurrir en busca de consuelo.

El mundo debe sufrir junto con ella.

Los presuntos queridos compañeros, todos los cuales habían sido requisados, no serían sometidos a un ajuste de sus circuitos y devueltos a sus dueños.

No se los devolverían jamás.

Sólo un amigo, Alexéi.

Sólo me tienes a mí.

Androide Karenina
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