10
El hotel en Urgenski, la ciudad provinciana donde vivía Nikolái Levin, era uno de esos hoteles de provincia construidos según el último modelo de modernos adelantos, con las mejores intenciones de higiene, confort e incluso elegancia, pero que, debido al público que se aloja en ellos, se transforman con pasmosa rapidez en unas cochambrosas tabernas con ínfulas de modernidad que los convierten en algo peor que unos hoteles anticuados, sucios pero decentes.
Les quedaba sólo una inmunda habitación, en la que apenas cabrían los dos y sus robots, cuando éstos volvieran a reanimarse. Levin estaba enojado con su esposa porque había sucedido lo que él se había temido: cuando llegaron, sintiendo él que el corazón le latía aceleradamente de emoción e impaciencia por reunirse con su hermano y buscar un lugar donde los Categoría III pudieran ocultarse sin que su presencia fuera detectada, tuvo que atenderla a ella.
—¡Vete, vete, vete! —dijo ella mirándole con expresión tímida y cariacontecida.
Levin salió sin decir una palabra, y de inmediato se tropezó con la compañera de su hermano, María Nikolaievna, que se había enterado de su llegada y no se había atrevido a entrar a verlo. Tenía el mismo aspecto que cuando se habían visto en Moscú: el mismo vestido de lana, con los brazos y el cuello al descubierto, y el mismo rostro afable, estúpido y picado de viruelas, aunque algo más lleno.
Hablando atropelladamente y con evidente turbación, María Nikolaievna expresó su alivio al verlo: la enfermedad de Nikolái, le explicó, había empeorado de forma dramática y temía que estuviera a las puertas de la muerte.
—¿Qué? ¿Cómo está en estos momentos?
—Muy mal. No puede levantarse. Se retuerce de dolor, y la textura de su carne muestra unas ondas extrañas y grotescas. Me temo lo peor. Venga conmigo —continuó María Nikolaievna—. Hace tiempo que le espera.
La puerta de la habitación de Levin se abrió y Kitty asomó la cabeza. Tatiana asomó la suya debajo de la de su ama. Levin enrojeció de bochorno e indignación contra su esposa, que los había colocado a ambos en una situación embarazosa; pero María Nikolaievna se puso aún más colorada. Parecía como si se encogiera y se sonrojó hasta el punto de que las lágrimas afloraron a sus ojos, y comenzó a estrujar los extremos de su delantal con sus manos enrojecidas, sin saber qué decir ni qué hacer.
Durante unos instantes Levin observó una expresión de profunda curiosidad en los ojos con que Kitty miraba a esa espantosa mujer, que le resultaba tan incomprensible; pero sólo duró unos instantes.
—Bien, ¿le has explicado nuestro plan con respecto a los robots Categoría III? —preguntó volviéndose hacia su marido y luego hacia la mujer.
—No podemos seguir hablando en el pasillo —contestó Levin, mirando con cara de pocos amigos a un caballero que en esos momentos pasaba por allí con aire abstraído. ¿Sería quizás uno de ellos? ¿Un Soldado de Juguete? ¿Otro agente del Estado, disfrazado de paisano?
—En tal caso, entre —dijo Kitty volviéndose hacia María Nikolaievna, que había recobrado la compostura, pero al ver la expresión de estupor de su marido, añadió—: O vete tú y luego ven a recogerme. —Y tras estas palabras ella y Tatiana entraron de nuevo en la habitación.
Levin se dirigió a la habitación de su hermano. Miró sorprendido unas instrucciones escritas sobre la puerta, pero las obedeció, enfundándose el complicado traje compuesto por una máscara, una bata y unos guantes para entrar en la estancia del enfermo.
—Mi pobre hermano —murmuró a Sócrates, que se estaba colocando la máscara; un compañero robot, como es natural, no tenía que protegerse contra una infección humana, pero el traje serviría al menos para que la presencia del hombre-máquina no fuera detectada de inmediato en caso de que apareciera un médico.
Por la descripción de María, Levin esperaba ver unos signos físicos más marcados de una muerte inminente: una mayor debilidad, una delgadez más acusada, pero en un estado aproximadamente igual. Había imaginado que se sentiría consternado ante la pérdida del hermano al que quería y el mismo horror ante la proximidad de la muerte que había experimentado con anterioridad, aunque más intenso.
En la pequeña e inmunda habitación con un letrero de advertencia sobre la puerta, con los paneles pintados de las paredes cubiertos de salivazos, en la que se oían unas voces a través del delgado tabique procedentes de la habitación contigua, en un ambiente irrespirable saturado de impurezas, en una cama alejada de la pared, yacía postrado un cuerpo cubierto con una colcha. Un brazo de ese cuerpo reposaba sobre la colcha, y la gigantesca muñeca, del tamaño del mango de un rastrillo, estaba adherida de forma inconcebible al hueso largo y delgado del brazo, liso desde el arranque hasta el centro. La cabeza descansaba ladeada sobre la almohada. Levin observó el pelo ralo empapado en sudor y pegado a las sienes y la frente, tensa y casi transparente.
Karnak, el oxidado e inservible Categoría III de Nikolái, estaba apoyado contra la pared opuesta, presentando un aspecto aún más decrépito y desvencijado que la última vez que Levin lo había visto.
—Es comprensible que al Ministerio no le interese arreglar esas máquinas —murmuró a Sócrates, que había retrocedido instintivamente ante la triste y encogida figura de metal.
Cuando se acercaron al lecho, toda duda de que ese cuerpo destruido fuera el querido hermano de Levin se disipó al instante. Pese al terrible cambio que había experimentado el rostro de su hermano, Levin no tuvo más que mirar esos ojos, que Nikolái se apresuró a alzar hacia él al oír que se acercaba, el débil movimiento de la boca bajo el pringoso bigote, para comprender la trágica verdad de que ese cuerpo casi cadáver era el de su hermano vivo.
Por eso, en cuanto Konstantín le tomó la mano, apretándosela a través de los guantes blancos que apenas le protegían, Nikolái sonrió. En ese momento se oyeron las pisadas de unas botas en el pasillo, y Levin alzó la vista bruscamente. ¿Eran ellos? ¿Los habían descubierto? Sócrates se subió un poco la máscara sobre el rostro, emitiendo a través de los ojos unos angustiados destellos.
—No esperabas verme en este estado —dijo Nikolái articulando las palabras con esfuerzo.
—Sí… no —respondió Levin. El sonido de los pasos se desvaneció en el pasillo.
El abdomen de Nikolái estaba muy hinchado, como si su cuerpo fuera un globo y le hubieran introducido temporalmente aire en una parte de él. Levin desvió la vista cuando Nikolái torció el gesto y gimió de dolor.
—¿Por qué no me informaste antes de que estabas tan mal?
Nikolái no pudo responder; la carne de su abdomen se hinchó de nuevo de forma grotesca, y otra vez apretó los dientes e hizo una mueca de evidente sufrimiento.
Konstantín tenía que hablar para no guardar silencio, y no sabía qué decir, sobre todo porque su hermano no contestaba a nada. Al parecer, su extraña enfermedad no afectaba sólo a su pecho; mientras le observaba, uno de los ojos de Nikolái pareció como si fuera a saltársele de la órbita, produciendo un efecto grotesco, y luego pasó lo mismo con el otro. Trató de hablar, pero tenía la lengua tan hinchada que cayó sobre su mejilla como masa de pan. Reprimiendo su horror y repugnancia, Levin explicó a su hermano que había venido acompañado de su esposa. Cuando su lengua se deshinchó y pudo hablar, Nikolái expresó su satisfacción, pero dijo que temía asustarla con su aspecto. Se produjo un silencio; Levin se abstuvo de decirlo, pero él también estaba asustado.
—Permite que te explique el motivo de que haya venido —dijo luego—. Tiene que ver con… —Bajó mucho la voz, acercándose al destruido cuerpo de su hermano, y dijo «los robots».
La pierna de Karnak se desprendió, y el autómata cayó al suelo con un ruido seco y metálico. Sócrates le ayudó educadamente a levantarse y lo colocó como estaba antes, apoyado contra la pared.
De pronto Nikolái se movió y empezó a decir algo, pasando por alto el comentario que Levin le había susurrado acerca de los robots Categoría III y refiriéndose a su salud. El médico no le gustaba, y se lamentó de que no le atendiera un renombrado doctor de Moscú con un Pronóstico/4/II o más avanzado. Levin comprendió que aún albergaba la esperanza de curarse.
Aprovechando el primer momento de silencio, se levantó, deseoso de escapar siquiera por un instante de sus angustiosas emociones, y dijo que iba en busca de su mujer.
—Muy bien, diré a Karnak que asee esto un poco. Supongo que está sucio y apesta. ¡Karnak! Adecenta la habitación —dijo el enfermo no sin esfuerzo. El robot giró la cabeza de forma vacilante al tiempo que sus sensores auditivos detectaban una distante información sensorial.
—¿Cómo está? —preguntó Kitty con expresión atemorizada cuando Levin fue en su busca.
—¡Es terrible, terrible! ¿Por qué habremos venido? —respondió Levin.
Kitty guardó silencio unos segundos, mirando con timidez y consternación a su marido; luego se acercó a él y le tomó del codo con ambas manos.
—¡Kostia! Llévame junto a él; será más fácil para nosotros soportarlo juntos. Por favor, llévame junto a él y luego retírate —dijo—. Comprende que para mí es más doloroso verte a ti y no verlo a él. Allí os podré ser útil a los dos. ¡Te lo ruego, deja que lo vea! —imploró a su marido, como si su felicidad dependiera de ello.
Levin no tuvo más remedio que acceder, y tras recobrar la compostura, y olvidándose por completo de María Nikolaievna, fue de nuevo a ver a su hermano acompañado por Kitty.
Caminando con paso ligero, volviéndose continuamente para mirar a su marido, mostrándole un rostro valeroso y compasivo, Kitty se puso la máscara, los guantes y la bata, entró en la habitación del enfermo y, volviéndose de forma pausada, cerró la puerta sin hacer ruido. Luego se acercó con paso sigiloso a la cabecera de Nikolái, y aproximándose de forma que éste no tuviera que volver la cabeza, tomó de inmediato con su mano lozana, joven y enguantada el esqueleto de la gigantesca mano del anciano, la apretó y empezó a hablar con ese suave entusiasmo, con tono compasivo y sin estridencias, que es propio de las mujeres.
—Nos vimos, aunque no nos presentaron, en el orbitador de Venus —dijo—. ¿No se le ocurrió que yo iba a ser su hermana?
—¿Me habría reconocido usted? —preguntó él esbozando una sonrisa radiante al verla entrar.
—Sí. Lamento que esté enfermo, y confío en poder serle útil.
—Y yo a ustedes, y a sus máquinas. —Nikolái sonrió, y Levin, al oír esa frase pronunciada en tono quedo, dedujo que su hermano había oído la alusión que él había hecho acerca de los robots, y estaba dispuesto, pese a su precaria salud, a ayudarle a poner a salvo a sus queridos compañeros.
Decidieron que, cuando llegara el momento de que Levin y Kitty regresaran a Pokróvskoie (refiriéndose, aunque ninguno lo expresó en voz alta, a cuando Nikolái hubiera fallecido), sus robots Categoría III permanecerían aquí, después de realizar las oportunas modificaciones en su exterior, para que pasaran por unos Categoría II que trabajaban en una fábrica de cigarrillos local —cuyo dueño, según les aseguró Nikolái, estaría dispuesto a aceptar un pequeño estipendio a cambio de ocultar a los robots entre sus empleados— y pernoctar, cuando se hallaran en estado de suspensión, en el lóbrego sótano de la fábrica.