3

«¡Ya están aquí!», «¡Ya ha llegado!», «¿Cuál es, el robot alto y amarillo?», «¡No, estúpido! ¡El amo del robot!», «Es muy joven, ¿verdad?», eran los comentarios de la multitud, cuando Levin entró por fin con Sócrates en la iglesia.

Stepan Arkadich le explicó a su esposa el motivo de la tardanza, y los convidados susurraron unos a otros la información, sonriendo. Levin no vio nada ni a nadie; no apartó los ojos de su novia cuando ésta se encaminó por la nave central hacia él.

Todos comentaron que de un tiempo a esta parte Kitty estaba muy desmejorada, que el día de su boda no estaba tan guapa como de costumbre; pero Levin no pensaba eso. Contempló su pelo recogido en un moño, con el velo largo y blanco, las flores blancas, el cuello alto y festoneado de su vestido, su bonita y esbelta figura, y le pareció que estaba más bonita que nunca, no porque su belleza quedara realzada por estas flores, este velo, este vestido de París y por la suave luz rosada de fondo que emitía Tatiana, sino porque, pese a la complicada suntuosidad de su atavío, la expresión de su dulce rostro, de sus ojos, de sus labios seguía siendo su característica expresión de candorosa sinceridad.

—Empezaba a pensar que te habías escapado —dijo ella, sonriéndole.

—Lo que me ha sucedido es tan estúpido que me avergüenza hablar de ello —contestó él sonrojándose.

Dolly se acercó, trató de decir algo, pero no pudo articular palabra y rompió a llorar y luego a reír de forma un tanto histérica. La ausencia de Dolichka la había afectado más de lo que había imaginado. ¡Qué absurdo, pensó, no contar con unos hábiles dedos de metal que le pasaran un pañuelo, un recio hombro de metal en el que apoyarse en la boda de su hermana!

Kitty la miró, y a todos los convidados, con los mismos ojos ausentes que Levin.

Entretanto, los clérigos que iban a oficiar la ceremonia se habían puesto sus vestiduras, y el sacerdote y el diácono se acercaron al atril, situado en la parte frontal de la iglesia. El sacerdote se volvió hacia Levin para decirle algo, pero éste tardó unos minutos en comprender lo que debía hacer. Durante largo rato trataron de ayudarle y le hicieron comenzar de nuevo —porque no cesaba de tomar a Kitty por el brazo que no debía o con el otro brazo—, hasta que por fin comprendió que lo que tenía que hacer, sin cambiar de posición, era tomarle la mano derecha con su mano derecha. Cuando al fin tomó la mano de la novia en la suya como es debido, el sacerdote echó a andar frente a ellos y se detuvo ante el atril. Los amigos y parientes les siguieron, rodeados por el murmullo de voces y el frufrú de faldas. Alguien se agachó para alisar la cola de la novia. En la iglesia se hizo un silencio tan profundo que se oía el leve sonido sibilante de las Lumières/7/I en sus candelabros de pared.

Todos tenían los ojos fijos en el altar, y nadie se percató de que fuera de la iglesia, los Policías/56/II giraban describiendo unos círculos arbitrarios, chocando de vez en cuando entre sí aunque sin lastimarse, un signo evidente de que alguien los había manipulado grave y deliberadamente para que funcionaran mal.

El viejo y menudo sacerdote, con su solideo, sus largos cabellos grises plateados recogidos detrás de las orejas, rebuscaba algo en el atril. «Diantres, ¿dónde has metido las cosas, San Pedro?», mascullaba irritado; pero aunque los del Ministerio habían permitido que el robot sacramental de la iglesia ocupara su lugar ante el altar, se habían llevado su núcleo analítico para ajustarlo. Por fin el sacerdote sacó sus manos pequeñas y arrugadas de debajo de su pesada casulla plateada con una cruz dorada en el dorso.

El sacerdote encendió dos Lumières/7/I, adornadas con flores, y se volvió hacia los novios. Observó con ojos cansados y melancólicos al novio y a la novia, suspiró, y sacando la mano derecha de debajo de su casulla, bendijo al novio con ella y, con un gesto de solícita ternura, apoyó los dedos cruzados sobre la cabeza inclinada de Kitty. Luego les ofreció las lumières y, tomando el incensario, retrocedió unos pasos.

Pero ¿es verdad?, pensó Levin mirando a su novia. Miró su rostro de perfil, y por el temblor casi imperceptible de sus labios y pestañas comprendió que se había percatado de que la miraba.

Ella no se volvió, pero su cuello alto y festoneado, que le rozaba su pequeña oreja sonrosada, temblaba levemente. Levin observó que reprimía un suspiro en la garganta, y la pequeña mano enfundada en un guante largo temblaba mientras sostenía el delgado e iluminado Categoría I.

De pronto el episodio de la camisa, su retraso, los comentarios de amigos y parientes, el malestar que les había causado y el ridículo que él había hecho se disipó y Levin sintió una profunda dicha no exenta de temor.

En ese preciso momento la combinación de intensos sentimientos hizo estallar la primera bomba de emotividad.

Explotó con precisión matemática debajo del asiento de un feligrés, un anciano primo segundo de Kitty que estaba sentado en el tercer banco al fondo. La detonación desencadenó toda la potencia destructora de una explosión tradicional, pero concentrada en ese desdichado, haciendo que cada molécula de su cuerpo vibrara violentamente y convirtiendo sus entrañas en una pasta gelatinosa. La terrorífica explosión fue tan precisa que ni siquiera los feligreses sentados a la izquierda y derecha del anciano se dieron cuenta de lo ocurrido, de que la boda había sido objeto de un ataque perpetrado por agentes del SinCienPados. El convidado cayó hacia delante en su asiento, como si sucumbiera al sueño: un acto descortés, pero no sorprendente al estar protagonizado por un anciano invitado a la ceremonia eclesiástica.

—Bendito sea el nombre del Señor —dijo el sacerdote, articulando las solemnes palabras de la liturgia pausadamente, haciendo que el aire vibrara debido a las ondas de sonido.

Los sesos del primo segundo que había muerto asesinado, convertidos en líquido, brotaban lentamente de sus orejas.

—Bendito es el nombre de nuestro Dios, desde el principio, ahora y siempre —dijo el menudo sacerdote con voz sumisa y aflautada, rebuscando algo en el atril. Las voces del coro invisible se alzaron, llenando la iglesia, desde las ventanas hasta el techo abovedado, ahogando los gritos aterrorizados de una mujer sentada al fondo de la iglesia.

—¡Este hombre está muerto! ¡Santo Dios! ¿Qué ha ocurrido?

Una segunda bomba de emotividad estalló, esta vez debajo de una joven campesina con la cabeza cubierta con unos coloridos pañuelos; al igual que el anciano pariente, se desplomó en su asiento, sus entrañas emulsionadas al instante.

El sonido triunfal y de alabanza del coro se intensificó, y la alegría y el misterio llenaron los corazones de Levin y su novia, incrementando el peligro que corrían todos los presentes. Los oficiantes oraron, como siempre, para que el Altísimo concediera la paz y la salvación al mundo; oraron pidiendo larga vida para los altos cargos del Ministerio; y para los siervos de Dios, Konstantín y Ekaterina, quienes se prometieron fidelidad. Conforme la liturgia se aproximaba al fatídico momento, cuando Kitty y Levin penetrarían juntos en el misterioso ámbito de la unión conyugal, más palpable era la efervescente mezcla de temor y felicidad en sus respectivos corazones; y conforme se intensificaba ese extraño torrente emocional, con más precisión estallaban las silenciosas bombas, cada una con una eficacia más brutal que la anterior. Kitty y Levin se miraron a los ojos, perdidos en el dulce sentimiento que los embargaba y la contemplación de sus destinos unidos para siempre, mientras el macabro número de víctimas de su amor aumentaba con cada segundo que transcurría.

—Te rogamos, Señor, que les concedas un amor perfecto, paz y ayuda —dijo la voz del diácono principal. Levin oyó las palabras, que le impresionaron profundamente.

—¿Cómo han adivinado que lo que necesito es ayuda? —preguntó en voz baja a Sócrates, que permanecía fielmente a su lado.

—¡Socorro! —gritó la princesa Shcherbatskaia—. ¡Dios santo, socorro! —Su hermana, la tía de Kitty, había brincado de pronto en su asiento, su cuerpo se había vuelto con un movimiento anómalo y se había desplomado sobre el regazo de la princesa. Levin y Kitty se volvieron hacia los asistentes, contemplando al fin el caos que se había desatado a su alrededor: un horror que se intensificaba por momentos, mientras las bombas de temor-alegría estallaban como Flashpops/4/I para celebrar el cumpleaños de un niño. Kitty gritó llevándose las manos a la cara horrorizada cuando otra explosión (ya no silenciosa, sino más potente que una tronada) destrozó la ventana programada electrónicamente y provocó una lluvia de cristales refulgentes que mostraban la figura del Salvador.

La primera medida destinada a frenar ese torrente de violencia la tomaron los dos queridos compañeros robots. Con un moviendo rápido y ágil, Tatiana derribó a su ama al suelo y se arqueó hacia atrás, formando un puente, para protegerla de la lluvia de cristales. Tras tomar un manoseado fisiómetro del montón de herramientas en su barba, Sócrates se abrió paso entre la multitud para iniciar la clasificación de los heridos basándose en la gravedad de su estado, y Levin se apresuró a ayudarle.

—¿Por qué persiste? —gritó Kitty a Levin mientras éste y su fiel hombre-máquina examinaban los daños y atendían a los heridos, que no cesaban de gemir—. ¿Son bombas de emotividad? —pues era la única conclusión lógica—, y si las bombas son activadas por nuestra dicha al entrar en el bendito estado del matrimonio, ¿por qué no han cesado ahora que nuestra felicidad ha sido subsumida?

Entretanto, Tatiana logró detener una nueva lluvia de cristales y astillas de madera moviendo con eficacia sus apéndices semejantes a dedos.

Levin no pudo por menos de sonreír. ¡Qué mujer! ¡Qué lista es al hacer un análisis tan acertado en unas circunstancias tan espantosas!

—¡Cielo santo! —exclamó de pronto horrorizado—. Yo soy el culpable. ¡Dios bendito, perdóname, pero soy feliz! La miro, e incluso en una situación tan grave no puedo remediarlo: ¡la amo y soy feliz!

En el momento en que pronunció la palabra «feliz», se oyó una detonación al fondo de la iglesia, como una siniestra confirmación de sus palabras.

Levin miró a su alrededor horrorizado, maravillándose de la potencia de su amor, tratando en vano de sofocar su fuerza en su corazón. De pronto Kitty se abalanzó sobre él, su vestido blanco de raso y encaje ahuecándose a su espalda, agitando febrilmente las manos como si quisiera arrancarle los ojos y tirando con fuerza de su barba. Atónito, Levin se protegió la cabeza con las manos, y en ese disparatado y angustioso momento, se quedó tan sorprendido por el ataque de Kitty que su amor por ella se transformó en lo contrario.

—¡Basta! —gritó a su amada—. ¡Por el amor de Dios, detente! ¿Te has vuelto loca?

La agarró por las muñecas para frenar la agresión. Agotada, Kitty cayó contra su pecho, sollozando. Sócrates alzó la vista, emitiendo unos pitidos interrogantes en el repentino silencio que se produjo.

Pues conforme la dicha de Konstantín Dmitrich remitió, el ataque cesó también. Las bombas de emotividad callaron y en la devastada iglesia se hizo un silencio sepulcral, roto sólo por los gemidos y sollozos de los heridos.

Es una mujer muy capaz —dijo Sócrates con admiración.

—No te quepa duda, viejo amigo —convino Levin acariciando el pelo de Kitty—. Tan capaz e inteligente como…

¡Pum! Una viga se partió sobre el ábside, y una Lumière/7/I que se había desprendido cayó al suelo.

Más vale que salgan de aquí, amo.

Veinte minutos más tarde, fuera, lejos de los escombros de la iglesia, el oficiante que había sobrevivido concluyó la ceremonia con melancólico talante. Kitty y Levin se hallaban ante él con las manos enlazadas, contusionados y llorosos, pero negándose —según el viejo espíritu ruso— a permitir que los terroristas del SinCienPados arruinaran el sagrado día de su unión matrimonial.

El viejo sacerdote se volvió hacia los novios.

—Dios eterno, que unes en el amor a quienes estaban separados —dijo con voz triste y aflautada mientras otras voces gemían al fondo—, que has ordenado la unión en sagrado matrimonio que no puede separarse, que bendijiste a Isaac y a Rebeca y sus descendientes, según la Bendita Alianza, bendice a tus siervos, Konstantín y Ekaterina, y condúcelos por el sendero de las buenas obras. Señor, eres generoso y misericordioso, gloria a Ti, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, ahora y siempre.

Mientras el cura entonaba las antiguas palabras, dentro de la iglesia las víctimas sufrían impotentes, aguardando la inevitable aparición de un Superintendente con su tropa de robots 77, que siempre llegaban después de producirse estos horrores. Lloraban por sus heridas, por la persistente plaga del SinCienPados sobre la sociedad; y lloraban con amargura porque sus autómatas Categoría III no habían estado presentes para protegerlos, ni lo estaban ahora para prestarles consuelo y alivio.

El violento suceso ocurrido el día de su boda no podía por menos de trastocar las románticas ideas de Konstantín Dmitrich sobre el matrimonio y la vida que le aguardaba. Levin veía cada vez con más claridad que todas sus ideas sobre el matrimonio, todos sus sueños sobre cómo deseaba organizar su vida eran pueriles, lo cual no había comprendido hasta entonces, y que ahora comprendía menos que antes, por más que en esos momentos estuviera viviendo esa situación. El nudo en su garganta aumentó y a sus ojos afloraron unas lágrimas que no pudo reprimir.

Esa noche, después de cenar, la joven pareja partió para el campo.

«Una joven no puede casarse sin la presencia tranquilizadora de su Categoría III», había alegado el príncipe.

Androide Karenina
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