5

El singular y querido compañero de Alexéi Alexándrovich, su temible Rostro, esperaba el momento oportuno. Desde que la conciencia de la máquina había cobrado vida, estaba al acecho; una criatura tenebrosa en lo más recóndito de la mente de Karenin, creciendo, evolucionando, adquiriendo fuerza, poder.

Ahora había llegado el momento.

Cuando al regresar de la Matanza Selectiva Ana le había informado de su relación con Vronski; —mientras el coche en el que viajaban trataba de resistir el ataque de las bombas de emotividad, y ella había roto a llorar, ocultando su rostro entre las manos—, Alexéi Alexándrovich se dio cuenta, inmediatamente después, de que en su fuero interno lloraba de pura emoción humana, por la persistente empatía que aún sentía por esa mujer a la que había amado durante tanto tiempo, lo cual le provocó el desasosiego que siempre le producían las lágrimas. Pero, enseguida, ese arrebato de comprensión y lástima que experimentó fue contrarrestado por las ásperas invectivas que le lanzó el Rostro, exigiéndole, con tono frío y despiadado al manifestarle su opinión, que silenciara sus lágrimas e hiciera acopio de todas sus cualidades viriles.

¡Tienes que ser más de metal que de carne, Alexéi Alexándrovich! —le había exhortado el Rostro, de modo que había enderezado la espalda y había reprimido sus emociones. Trató de sofocar toda manifestación de vida dentro de sí, de forma que ni se movió ni la miró a ella. Esto fue lo que causó esa extraña expresión de rigidez casi mortal en su semblante, que tan profundamente había impresionado a Ana.

En cuanto llegaron a casa, él la ayudó a apearse del coche y, haciendo un esfuerzo por controlarse, se despidió de ella con su acostumbrada cortesía, añadiendo que al día siguiente le comunicaría su decisión.

Las palabras de su esposa, confirmando sus peores sospechas, habían provocado en Alexéi Alexándrovich una dolorosa punzada en el corazón. Esa punzada se había visto intensificada por el extraño sentimiento de compasión que le habían producido las lágrimas de ella, y aún más la áspera y burlona risa del Rostro, una risa dirigida tanto a la compasión de Karenin como a las lágrimas de Ana.

Pero más tarde, al quedarse solo, Alexéi Alexándrovich experimentó, para su sorpresa y regocijo, un completo alivio de su sentimiento de compasión y de las dudas y dolor de los celos. Se sintió fuerte y poderoso, y el Rostro se mostró resuelto a fomentar esa sensación, como un amo que arroja unos pedazos de carne sanguinolenta a su perro.

Carece de honor. Carece de corazón. Carece de religión —le espetó, y Karenin asintió con amargura.

—Es una mujer corrupta —dijo en voz alta, sentado en su estudio, solo pero no solo, en las horas más amargas de esa noche.

Siempre lo supiste y siempre lo viste.

—Traté de engañarme para salvarla.

¿Salvarla? ¿Por qué motivo? ¿Con qué fin?

Alexéi nunca se había alegrado tanto de la presencia de su accesorio metálico pensante, su querido compañero secreto, capaz de abordar sin rodeos los temas que él jamás se atrevía a expresar. Su ojo mecánico le mostraba los misterios tenebrosos, y su voz le exigía que reconociera las amargas verdades de la vida.

—Cometí un error al unir mi vida a la suya, pero no había nada de malo en mi error, de modo que no debo sentirme desgraciado.

Pero ella… merece ser desgraciada.

Todo lo referente a Ana y a su hijo, hacia el cual sus sentimientos habían cambiado tanto como hacia ella, dejaron de interesarle. Lo único que le interesaba en esos momentos era librarse, con el máximo decoro y comodidad para sí mismo, y por ende con la máxima justicia, del barro con que ella le había manchado y proseguir con su vida activa, honrosa y útil.

Mientras procesaba esos pensamientos racionales, congratulándose de su capacidad de seguir reflexionando con lógica pese a su alterado estado emocional, su cuerpo, guiado por los malévolos impulsos del Rostro, obedecía a unos dictados muy distintos. Alexéi Alexándrovich entró con paso decidido en la alcoba al tiempo que se colocaba en el dedo anular, sobre su alianza, un pequeño círculo abrasador de plata —un ingenioso artilugio de groznio que él mismo había inventado—, dispuesto a prender fuego a las pertenencias de su esposa con cruel eficacia.

—No puedo permitir que el hecho de que una mujer despreciable haya cometido un delito me suma en la amargura —dijo y, extendiendo la mano, prendió fuego con el círculo abrasador al antiguo y elegante armario-ropero de Ana Karenina, que quedó reducido a un montón de astillas—. Sólo tengo que hallar el medio de salir de esta comprometida situación en que ella me ha colocado.

Acto seguido apuntó el círculo abrasador hacia el tocador de madera de abedul de su esposa y lo destruyó.

—Y lo hallaré.

Por supuesto que lo hallarás.

Moviéndose con rapidez, aspirando profundamente el penetrante y grato olor a muebles abrasados mezclado con los perfumes y las lociones que había en la mesilla de noche, Alexéi notó que por primera vez en mucho tiempo era capaz de pensar con claridad. De regreso en su estudio, se paseó arriba y abajo dos veces, tras lo cual se detuvo ante el costoso y magnífico monitor independiente de la casa. Ladeó la cabeza, meditó unos minutos, y empezó a dictar un comunicado, sin detenerse ni un segundo.

«Durante nuestra última conversación —empezó—, te notifiqué mi intención de comunicarte mi decisión con respecto al tema de esa conversación. Después de haber reflexionado detenidamente, me pongo ahora en contacto contigo al objeto de cumplir esa promesa. Mi decisión es la siguiente. Sea cual fuere tu conducta, no tengo derecho a romper los vínculos que nos unen en virtud de un Poder Superior y la benevolencia del Ministerio. La familia no puede romperse por capricho, ni siquiera debido al pecado cometido por uno de los cónyuges, por lo que nuestra vida debe continuar como hasta ahora. Esto es esencial para mí, para ti y para nuestro hijo. Estoy convencido de que te arrepientes del motivo de la presente carta, y que colaborarás conmigo para erradicar la causa de nuestro distanciamiento y olvidar el pasado. En caso contrario, ya puedes imaginar lo que os aguarda a ti y a tu hijo. Confío en que lo entiendas».

—Sí, el tiempo pasará, el tiempo que todo lo arregla, y nuestras antiguas relaciones se restablecerán —anunció Alexéi Alexándrovich al Rostro, que rió satisfecho ante la implícita amenaza que Alexéi había dirigido a su esposa: someterse a su voluntad, o ser destruida por él—. Queda claro que no estoy dispuesto a que se quiebre la continuidad de mi vida. Ella se sentirá desgraciada, pero yo no tengo la culpa, de modo que no dejaré que ello me amargue.

Tras completar y transmitir el comunicado, regresó al dormitorio y se colocó de nuevo el círculo abrasador. Con calma y premeditación, Alexéi Alexándrovich destruyó la cama de columnas en la que su esposa y él habían yacido juntos tantas veces. Las sábanas de seda y lino ardieron rápidamente, y observó, con sus rollizas manos ocultas en las axilas, cómo las llamas se propagaban, al tiempo que el Rostro musitaba «Bravo, Bravo, Bravo» mientras la cama quedaba reducida a un montón de ceniza.

Androide Karenina
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