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Una vez que desembarcaron en tierra firme, después del viaje de regreso de la Luna, Vronski y Ana se instalaron en uno de los mejores hoteles de San Petersburgo: él en una planta inferior, ella en una suite con su hija, una Institutriz/D145/II para que atendiera al bebé y Androide Karenina.
El día de su llegada Vronski fue a casa de su hermano. Allí se encontró con su madre, que había venido de Moscú para realizar unas gestiones. Su madre y su cuñada le saludaron como de costumbre: le preguntaron por su estancia en la Luna y conversaron sobre sus amistades en común, pero él no dijo una palabra referente a su relación con Ana. A la mañana siguiente, su hermano fue a verlo y le preguntó por ella. Alexéi Vronski le respondió sin rodeos que consideraba su relación con Madame Karenina como un matrimonio; que confiaba en lograr que se divorciara para poder casarse con ella, y hasta ese momento la consideraba una esposa tan legítima como cualquier otra, y rogó a su hermano que transmitiera sus palabras a la madre de ambos y a su mujer.
—Me tiene sin cuidado que el mundo lo apruebe o no —dijo—, pero si mis familiares quieren seguir manteniendo trato conmigo, tienen que hacerlo extensivo a mi esposa.
El hermano mayor, que siempre había respetado el criterio de su hermano menor, no podía saber si éste tenía razón o no hasta que el mundo emitiera su juicio al respecto; por su parte, no estaba en contra de esa relación, y fue a visitar a Ana acompañado por Alexéi.
En presencia de su hermano, como en presencia de todo el mundo, Vronski trataba a Ana con cierta formalidad, como si fuera una amiga íntima, aunque daba por sentado que su hermano conocía el verdadero carácter de su relación.
Pese a su amplia experiencia mundana, Vronski, en virtud de su nueva situación, había incurrido en un extraño error. Cabe pensar que imaginaba que la sociedad les cerraría las puertas a Ana y a él; pero se le había metido en la cabeza la vaga idea de que eso sólo sucedía antaño, y que ahora, en virtud del acelerado progreso moderno (sin darse cuenta se había convertido en partidario de toda suerte de progreso), los criterios de la sociedad habían cambiado, y que la cuestión de si serían recibidos por sus miembros no estaba decidida. Como es natural, pensó, los amigos íntimos pueden y deben juzgarla como es debido.
Una de las primeras damas de la alta sociedad petersburguesa con la que se encontró Vronski fue su prima Betsy.
—¡Por fin! —exclamó ésta saludándolo con alegría—. ¿Y Ana? ¡Cuánto me alegro de verte! Imagino que después de tus deliciosos viajes, nuestra pobre San Petersburgo se te debe antojar horrible. ¡Imagino tu luna de miel en el Mar de la Tranquilidad! ¡Y aún no se han llevado a tu encantador Lupo! ¡Qué maravilla!
Betsy pasaba rápidamente de un tema a otro, sintiéndose evidentemente incómoda con sus viejos amigos. Habló sobre los rumores de extraños monstruos que campaban a sus anchas por la campiña —«¡Por fin han llegado nuestros Ilustres Visitantes!»—, y explicó lo mucho que anhelaba el regreso de sus robots Categoría III. «No es que eche de menos a Darling Girl, claro está. Me las apaño muy bien sin ella». Vronski asintió con la cabeza, observando con disimulado regocijo que Betsy llevaba el pelo recogido en un desaliñado moño, y que la pechera de su vestido estaba muy arrugada.
—¿Y el divorcio? —continuó su prima—. ¿Ya está resuelto?
—Aún no…, pero ¿qué significa…?
Vronski observó que el entusiasmo de Betsy había disminuido al averiguar que Ana aún no había obtenido el divorcio.
—La gente me arrojará piedras, lo sé —dijo ella—, pero iré a ver a Ana; sí, estoy decidida. Supongo que no os quedaréis mucho tiempo en San Petersburgo, ¿verdad?
En efecto, fue a visitar a Ana y a Androide Karenina ese mismo día, pero su tono era muy distinto del de antes. Estaba claro que se ufanaba de su valor, y quería que Ana agradeciera la fidelidad de su amistad. Sólo se quedó diez minutos, refiriéndole los cotilleos de la alta sociedad y haciendo conjeturas sobre los Ilustres Visitantes: ¿provenían de Venus? ¿De este nuevo planeta, Neptuno, que acababa de ser descubierto? Daba lo mismo, el Ministerio les había garantizado que acabarían con esta amenaza sin mayores problemas, ¿y quién iba a ser tan necio de dudarlo?
Al despedirse, dijo:
—No me habéis dicho cuándo vais a conseguir el divorcio. Suponiendo que yo desafiara las convenciones sociales, para demostraros mi amistad… Otras personas más estiradas os negarán el saludo hasta que estéis casados. Cosa que hoy en día no presenta mayores problemas. Aunque tu esposo, según tengo entendido, anda muy atareado estos días, supervisando el ajuste de nuestros queridos compañeros.
»Si tu esposo no fuera quien es… He oído decir que últimamente se comporta de un modo un tanto…
Betsy no terminó la frase. Alzó la mano para arreglar su desaliñado moño.
—… un tanto extraño.
Por su tono, Vronski debió comprender lo que la gente esperaba de él; pero hizo otro intento con un miembro de su familia. Al día siguiente de su llegada fue a ver a Varia, la mujer de su hermano, y al encontrarla sola, le expresó sus deseos: que en lugar de arrojarle piedras, fuera a visitar a Ana sin dilación y la recibiera en su casa.
—Sabes lo mucho que te aprecio, Alexéi —respondió Varia después de escucharle—, y que haría lo que fuera por ti; pero no he dicho nada porque sabía que no podía ser útil ni a ti ni a Ana Karenina —añadió, articulando el apellido «Karenina» con elocuente precisión—. Te ruego que no supongas que la juzgo. Eso, nunca. Tal vez en su lugar yo habría hecho lo mismo. No puedo ni quiero entrar en ello —dijo mirando tímidamente el sombrío rostro de Vronski—. Pero es preciso llamar a las cosas por su nombre. Quieres que vaya a verla, que la invite a venir aquí, y que la rehabilite ante la sociedad, pero comprende que no puedo hacerlo. Tengo hijas adolescentes, y debo vivir en el mundo de la alta sociedad por el bien de mi marido.
Vronski se marchó entristecido, comprendiendo que todo esfuerzo por su parte era inútil, y que tenía que vivir en San Petersburgo como en una ciudad extraña, evitando todo trato con su antiguo círculo de amistades para no exponerse a desaires y humillaciones, que no podía tolerar. Incluso entre extraños, siempre era consciente de las miradas frías y envidiosas de los que se preguntaban por qué le permitían las autoridades pasearse con su Categoría III. Y no tenía respuesta a esta pregunta implícita. ¿Por qué los célebres Soldados de Juguete, que estaban comandados nada menos que por el mismísimo Alexéi Alexándrovich Karenin, no se habían presentado para llevarse a su querido Lupo?
Uno de los factores más desagradables de su situación en San Petersburgo era el hecho de que por doquier se tropezaba con Alexéi Alexándrovich y su nombre. No podía abordar ningún tema sin que la conversación acabara girando en torno a Alexéi Alexándrovich; no podía ir a ninguna parte sin exponerse a encontrarse con él. Vronski tenía la sensación de un hombre que se ha lastimado un dedo y se lo golpea, adrede, con todo.
La estancia de ambos en San Petersburgo fue para él aún más dolorosa porque percibía continuamente un nuevo talante en Ana que no lograba comprender. Tan pronto parecía enamorada de él, como se mostraba fría, irritable e impenetrable, y pasaba muchas horas a solas con Androide Karenina. Era evidente que estaba preocupada por algo que le ocultaba, sin reparar en las humillaciones que envenenaban la existencia de él, y que a ella, con su fina intuición, debían de resultarle aún más insoportables.
El viejo adagio, que Vronski recordaba de su juventud, encerraba una gran verdad: uno puede viajar a la Luna, pero no debe sorprenderle que el mundo cambie en su ausencia.