17
«Acepta lo que eres», había dicho Androide Karenina; Ana trató de desterrar esas sombrías y terribles palabras de su mente. Sí; ¿qué fue en lo último que pensé con toda claridad? Trató de recordarlo. Sí, sobre lo que dicen, la lucha por la existencia y el odio es lo único que mantiene unidas a las personas.
No, habéis emprendido un viaje inútil, dijo, dirigiéndose mentalmente a unas personas montadas en un carruaje que al parecer iban a gozar de un día de campo. Y el perro que lleváis no os servirá de nada. Iban en pos de la felicidad, como ella, pero toda dicha pronto se ahogaría en la creciente marea de la Nueva Rusia. A menos…, a menos…
No, pensó, al tiempo que su humanidad se reafirmaba, por decirlo así, contra los imperativos lógicos del Mecanismo en su interior. ¡No puedo!
Apoyándose unos instantes contra un antiguo muro de piedra de una vieja fábrica para recobrar el resuello, Ana vio a un operario, borracho como una cuba, con la cabeza gacha, al que un policía llevaba detenido. Éste ha encontrado un medio más expeditivo, pensó. El conde Vronski y yo tampoco hallamos esa dicha, por más que habíamos depositado todas nuestras esperanzas en ella.
Ana enfocó por primera vez esa Lupa-Visionaria a través de la cual lo veía todo sobre sus relaciones con él. ¿Qué buscaba en mí? Más que amor, satisfacer su vanidad. Recordó sus palabras, la expresión de su rostro, semejante a un setter sumiso, en los primeros días de su relación. Todo confirmaba ahora esta impresión. Sí, Vronski exhalaba el triunfo del éxito. Por supuesto que también había amor, pero el elemento principal era el orgullo del éxito. Presumía de mí. Pero esto ha terminado. No hay nada de que sentirse orgulloso, sino avergonzado. Ha tomado de mí todo cuanto ha podido, y ya no le sirvo. El entusiasmo ha desaparecido, como dicen los ingleses. Ese hombre desea que todos le admiren y se siente muy satisfecho de sí mismo, pensó Ana, pasando junto a un rubicundo oficinista que observó atónito su aspecto desgreñado y exhausto. Sí, ya no se siente atraído por mí. Imagino la cara que pondría si le contara la verdad que acabo de descubrir, que no soy una mujer, sino un androide Categoría XII; saldría huyendo. Me denunciaría al Ministerio, se aseguraría de que me fundieran en el sótano de la Torre, y celebraría recobrar su libertad.
Ana veía ahora la verdad con toda claridad bajo la intensa luz.
Ambos caminábamos al encuentro uno del otro mientras duró nuestro amor, y luego nos hemos alejado inexorablemente en direcciones opuestas. Esto no tiene remedio, y menos ahora. Ahora comprendo que tenía que acabar así; él es una persona, yo una máquina. Pero… Ana abrió los labios, intrigada por la idea que se le acababa de ocurrir. Si yo pudiera ser otra cosa que su amante, anhelando apasionadamente tan sólo sus caricias; pero no puedo ni deseo ser otra cosa. Si él fuera tierno y amable conmigo no por amor, sino por deber, sin darme lo que yo deseo, ¡eso sería mil veces peor que si me maltratara! ¡Sería un infierno! Si no puedo tener su amor, su pasión, prefiero ser una máquina mortal. Así es como están las cosas. Hace mucho que él ya no me ama. Y cuando el amor termina, empieza el odio.
—¿Un billete para San Petersburgo?
Ana cayó en la cuenta de que se había detenido junto a la puerta de la estación del Grav; había olvidado adónde se dirigía y por qué, y tuvo que hacer un esfuerzo para comprender la pregunta.
—Sí —dijo, y en respuesta a la confusa pregunta que hizo al empleado de la ventanilla, éste le informó con aspereza de que faltaban aún unos minutos para que el Grav entrara en el andén. Mientras se abría paso a través de la multitud hacia la sala de espera de primera clase, Ana evocó lentamente todos los detalles de su situación, y los planes entre los que dudaba. Ir a San Petersburgo y cumplir la atroz misión, o quedarse, ir en busca de Vronski, revelarle lo que ella era, confiando en su comprensión, en su deseo de comenzar de nuevo en esas circunstancias tan distintas. Sintió que las viejas llagas volvían a abrirse, que la esperanza y luego la desesperación envenenaban las heridas de su atribulado y atormentado corazón. Mientras esperaba sentada en el sofá en forma de estrella la llegada del Grav, observó con aversión las personas que entraban y salían; todas le resultaban odiosas. Pensó que en esos momentos Vronski se lamentaba también de su situación, sin comprender los sufrimientos de ella, y pensó que ella iría a hablar con él, y qué le diría. Luego pensó que la vida aún le ofrecía la oportunidad de ser feliz, y en lo intensamente que le amaba y le odiaba, y en el temor que anidaba en su corazón. Si su mente estaba dominada por la máquina, su corazón aún le pertenecía…
Una lágrima, formada por una compleja variedad de proteínas y silicatos suspendidos en una solución acuosa, se deslizó lentamente por su mejilla.