2

—¿Dónde has estado? ¿Sigues ocupándote de ese príncipe extranjero?

Ana conocía cada detalle de su existencia. Él iba a responder que no se había acostado en toda la noche y se había quedado dormido, pero al ver su rostro ilusionado y extasiado, sintió vergüenza. Le dijo que había tenido que ir a informar sobre la partida del príncipe.

—¿De modo que eso se ha acabado? ¿Ya se ha ido?

—¡A Dios gracias! No imaginas lo insufrible que ha sido para mí.

—¿Por qué? ¿Acaso no es la vida que vosotros los jóvenes lleváis habitualmente? —preguntó Ana frunciendo el ceño, tomando el extremo del hilo de hacer ganchillo que devanaba un gigantesco ovillo en el torso de Androide Karenina. Empezó a extraer la aguja de ganchillo de la madeja, sin mirar a Vronski.

—Hace tiempo que renuncié a esa vida —contestó él, sorprendido ante el cambio de expresión en el rostro de Ana y tratando de adivinar el significado—. Y confieso —añadió sonriendo, mostrando sus dientes fuertes y blancos— que esta semana me he mirado en un espejo, por decirlo así, y he contemplado esa vida, las interminables partidas de Flickerfly, la «carne de metal» y todo lo demás…, y no me ha gustado.

Ana sostenía la labor en sus manos, pero sin ponerse a hacer ganchillo, observándole con ojos extraños, relucientes y hostiles.

—¡Los hombres sois repulsivos! ¿Cómo es posible que no comprendas que una mujer jamás olvida eso? —exclamó furiosa, sin recatarse en mostrar el motivo de su irritación—. Sobre todo una mujer que no puede saber qué vida llevas. ¿Qué sé yo? ¿Qué he sabido nunca? —preguntó—. Lo que tú me cuentas. ¿Y cómo sé si me dices la verdad?

—Tus palabras me hieren, Ana. ¿Es que no confías en mí? ¿No te he dicho que no te oculto un solo pensamiento?

—Sí, sí —respondió ella, tratando de reprimir sus pensamientos celosos—. ¡Pero no imaginas lo desgraciada que me siento! Te creo, te creo… ¿Qué decías?

Vronski no recordaba lo que iba a decir. Esos ataques de celos por parte de Ana, que de un tiempo a esta parte se habían hecho más frecuentes, le horrorizaban y, por más que tratara de ocultarlo, hacían que experimentara frialdad hacia ella, aunque sabía que el motivo de sus celos era el amor que ella le profesaba. Él se había dicho más de una vez que el amor que ella sentía por él constituía la felicidad; y ahora le amaba como una mujer es capaz de amar cuando el amor es más importante para ella que todo lo bueno que ofrece la vida… Pero él estaba mucho más lejos de esa felicidad que cuando la había seguido desde Moscú. Entonces se sentía desdichado, pero la felicidad estaba ante él; ahora tenía la sensación de que la mejor felicidad había quedado atrás. Ella era muy distinta de cuando la había conocido. Había cambiado, tanto moral como físicamente, y para peor. Él la miraba como un hombre mira una flor marchita que ha cogido, sin apenas reconocer en ella la belleza que le había inducido a cogerla y destruirla. Con todo, pensaba que entonces, cuando su amor era más fuerte, habría conseguido, de haberlo deseado, arrancar ese amor de su corazón; pero ahora, cuando sentía que ya no la amaba, sabía que jamás podría romper el vínculo que le unía a ella.

Ana apartó la vista de él y comenzó rápidamente, con ayuda del dedo índice, a trabajar la lana, de una blancura deslumbrante bajo la luz de la lámpara, mientras su delicada muñeca se movía con gestos rápidos y nerviosos dentro del puño bordado. Lo único que rompía el silencio era el suave rumor del ovillo al devanarse.

—No alcanzo a comprender a tu marido —dijo Vronski—. Juega con nosotros; si tiene el poder de destruirme con una mirada, ¿por qué no utiliza ese poder? ¿Cómo puede soportar nuestra equívoca situación? Es evidente que le afecta.

—¿A él? —replicó ella con tono despectivo—. Vive feliz y contento.

—¿Por qué tenemos que sufrir todos cuando podríamos ser felices?

—Él no sufre. ¿Crees que no le conozco, que no sé la falsedad en la que está sumido? No es un hombre, no es un ser humano, es una máquina. En todo caso, y trata de comprenderme, Alexéi, porque lo digo con sinceridad, reconozco que se ha entablado cierta pugna en su interior entre el hombre y la máquina. De momento, su parte humana sigue viva y pimpante, y eso es lo único que impide que nos destruya a ti y a mí. ¡De estar yo en su lugar, hace tiempo que habría matado, que habría despedazado a una esposa como yo! No comprende que soy tu mujer, que está fuera de esto, que sobra… ¡Pero no hablemos de él!

—Eres injusta, muy injusta, querida —respondió Vronski tratando de apaciguarla—. Pero no importa, no hablemos de él. Cuéntame lo que has hecho. ¿Qué te ocurre? ¿Qué has tenido, y qué ha dicho el médico?

Ella le miró con una expresión entre socarrona y divertida. Era evidente que había recordado otros aspectos absurdos y grotescos de su marido y esperaba el momento de expresarlos.

Pero él prosiguió:

—Imagino que no se trata de una enfermedad, sino de tu estado. ¿Cuándo será?

La luz irónica se desvaneció de los ojos de Ana, y su rostro asumió otra expresión, el conocimiento íntimo de algo, que él ignoraba, teñido de una leve melancolía. Androide Karenina se dirigió rápidamente hacia un aparador emitiendo un suave zumbido y sirvió a su ama un vaso de agua fresca.

—Dices que nuestra situación es penosa —dijo Ana—. Que debemos resolverla de una vez por todas. ¡Si supieras lo terrible que me resulta, lo que daría por poder amarte libre y abiertamente! No me atormentaría a mí misma y a ti con mis celos… Será pronto, pero no como suponemos.

Y al pensar en cómo ocurriría, se sintió tan desgraciada que las lágrimas afloraron a sus ojos y no pudo continuar. Apoyó la mano en la manga de Vronski.

—No será como suponemos. No quería decírtelo, pero me has obligado. Pronto llegará el desenlace, y todos recobraremos la paz y dejaremos de sufrir.

—No comprendo —respondió él, pero sí la comprendía.

—¿Me preguntas cuándo? Pronto. Y no sobreviviré a ello. ¡No me interrumpas! —Ana se apresuró a continuar—: Lo sé; lo sé con toda certeza. Voy a morir, y me alegro, será una liberación para mí y para ti.

Las lágrimas rodaban por sus mejillas; Vronski se inclinó sobre su mano y la besó, tratando de ocultar su emoción, que, aunque sabía que carecía de fundamento, no podía reprimir.

—Sí, es mejor así —dijo ella apretando su mano con fuerza—. Es la única solución que nos queda.

En el melancólico silencio que se produjo, Lupo se levantó de pronto. Sus sensores hipersensibles habían confundido el crujido distante de una rama o el ruido de un carruaje con el sonido de los pasos de Karenin que regresaba.

Vronski recobró la compostura y alzó la cabeza.

—¡Qué absurdo! ¡Lo que dices es absurdo y no tiene sentido!

—No, es verdad.

—¿Qué quieres decir?

—Que voy a morir. He tenido… un sueño.

—¿Un sueño? —repitió Vronski, recordando los cuasi-Recuerdos que había visto en el monitor de Lupo hacía un rato.

—Sí, un sueño —respondió ella—. Hace mucho que lo soñé. Soñé que entraba apresuradamente en mi alcoba, en busca de algo, o para averiguar algo, ya sabes lo que ocurre en los sueños —dijo con una expresión horrorizada en sus ojos—. Y en la esquina de mi habitación había algo.

—¡Qué tontería! ¿Cómo puedes creer…?

Pero Ana no dejó que la interrumpiera. Lo que trataba de decir era muy importante para ella.

—Ese algo se volvió y vi que era un hombre con una barba desgreñada, vestido con una chaqueta blanca y sucia, menudo, de aspecto siniestro. Quise huir, pero el hombre se inclinó sobre un saco y empezó a rebuscar en él…

Ana imitó sus gestos. Su rostro reflejaba terror. Y Vronski sintió que ese terror hacía presa en él.

—Mientras rebuscaba en el saco hablaba atropelladamente en francés: Il faut le battre, le groznium, le brayer, le pétrir[4] Y yo, horrorizada, trato de despertarme, y me despierto, pero en mi sueño. Y empecé a preguntarme qué significaba. Y fue Androide Karenina, que, aunque no puede hablar, me respondió: «Morirá en el parto, señora, morirá…». Y me desperté.

—¡Qué tontería! —dijo Vronski; pero su voz carecía de convencimiento. Miró a Androide Karenina, la auténtica, que estaba presente en la habitación, para comprobar su reacción a lo que su ama acababa de revelar. Pero observó algo en sus ojos, en el gesto de su cabeza, que indicaba su angustia por haber sido, aunque fuera en un sueño, motivo de dolor para su estimada ama.

—No hablemos de ello —dijo Ana—. Tomemos el té, quédate un rato; dentro de poco yo…

De golpe se detuvo. La expresión de su rostro mudó al instante. Mostraba una expresión de dulce, solemne y extasiada atención. Él no comprendía el significado del cambio. Ana acababa de sentir los movimientos de la nueva vida que palpitaba en su vientre.

Androide Karenina
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