8

—Deberían arrestarlos —dijo Stepan Arkadich, tomando otra ostra de la enorme pila que había en la mesa entre Konstantín Dmitrich y él—. Deberían arrestarlos a todos y liquidarlos en las calles, como las repugnantes bestias que son.

En concordancia con el tono de las noticias vespertinas que había leído en el feed, tal fue la firme opinión expresada por Stepan Arkadich durante el almuerzo. Levin, aunque había presenciado el violento ataque de primera mano, ofreció una respuesta más moderada y analítica.

—¿No crees, estimado amigo, que hemos sufrido suficientes baños de sangre en nuestra lucha contra el SinCienPados? ¿No crees que una oferta de amnistía, para discutir y resolver sus reivindicaciones, quizá fuera el camino más prudente?

—¡Sí, sí! ¡Una tregua para los elementos moderados, desde luego, desde luego! —convino Stepan Arkadich con afabilidad—. Pero ¿y esos violentos lunáticos con sus koschéi, sus «bocas divinas» y sus bombas de emotividad? Deben ser arrestados y sometidos públicamente al castigo más severo que exista.

La conversación siguió por esos derroteros durante cinco o diez minutos antes de dar paso a otros asuntos. Oblonski no se había formado una opinión definitiva sobre el tema, aparte de la que había obtenido a través de las noticias vespertinas, y Levin estaba demasiado distraído por la empresa que le había traído a Moscú para entretenerse pensando, como ocurría a menudo, en cuestiones políticas.

—¿No te gustan las ostras? —le preguntó Stepan Arkadich apurando su copa de vino—. ¿O estás preocupado por algo?

Deseaba que Levin estuviera de buen humor. No es que éste estuviera de mal humor, sino que se sentía incómodo. Los sentimientos que embargaban su ánimo contrastaban con el ambiente del local, con sus comedores privados donde los caballeros llevaban a comer a mujeres, el incesante bullicio, los bronces, los espejos, el gas y los Sirvientes/888/II. Todo ello le resultaba ofensivo.

Miró ansiosamente a Sócrates para que éste le aclarara sus emociones.

Tiene miedo, amo —declaró su querido compañero en tono bajo y neutro—. Teme mancillar los sentimientos que le embargan.

—A propósito, ¿irás esta noche a visitar a nuestros amigos, los Shcherbatski? Me refiero a… —preguntó Stiva incidiendo con infalible intuición en el asunto que tenía a Levin consternado. Sus ojos chispeaban con una expresión cargada de significado mientras apartaba las conchas de las ostras y acercaba la bandeja de quesos utilizando un elegante proyector de fuerza que lucía en la muñeca.

—Sí, iré sin falta —respondió Levin con tono pausado y lleno de emoción.

—¡Eres un tipo con suerte! —soltó Stepan Arkadich mirando a su amigo a los ojos.

—¿Por qué?

—«Reconozco a un noble corcel por sus rasgos característicos, y a un joven enamorado por sus ojos» —recitó Stiva—. ¡Lo tienes todo ante ti!

—¿Acaso todo ha terminado para ti?

—No exactamente, pero el porvenir es tuyo. Eres dueño del presente y el futuro, tan seguro como que pronto culminaremos el Proyecto Fénix.

Oblonski se rió a carcajadas de su ocurrencia y tomó una tercera ostra. Pese a los avances tecnológicos que se habían producido en Rusia en la Edad del Groznio, el Proyecto Fénix —mediante el cual confiaban construir una máquina, utilizando las singulares propiedades del metal prodigioso, capaz de traspasar el tejido del espacio-tiempo— había sido abandonado hacía mucho. Había sido justamente el abandono de dicho proyecto, junto a otros no menos ambiciosos, lo que había indignado a la célula de científicos gubernamentales que acabarían formando el temible SinCienPados. A estas alturas la mera idea de viajar a través del tiempo resultaba tan absurda que se había convertido en motivo de diversión para Stiva y su elegante círculo.

—¡Eh! ¡Llévate esto! —ordenó a su Sirviente/888/II, tras lo cual se volvió de nuevo hacia su amigo—. Entonces, ¿por qué has venido a Moscú?

—¿No lo adivinas? —respondió Levin; sus ojos eran unos pozos profundos de luz fijos en Stepan Arkadich.

—Puedo adivinarlo, pero no quiero ser el primero en abordar el tema. Eso te demostrará si he acertado o no —dijo Stiva observando a su amigo con una sonrisa sutil.

—¿Y qué me dices al respecto? —preguntó Levin con voz temblorosa, sintiendo que todos los músculos de su rostro temblaban también—. ¿Qué opinas del asunto?

Stepan Arkadich apuró despacio su copa de Chablis sin apartar los ojos de Levin. Arrojó un trozo de carne al Pequeño Stiva, que abrió un orificio del tamaño de un puño en su placa facial y lo recogió alargando una extensión semejante a una manguera. Como es natural, el leal servomecanismo no necesitaba comer, pero tanto a su amo como al Categoría III les complacía ese ritual.

—¿Yo? —respondió Oblonski—. Nada me agradaría más, ¡nada! Es lo mejor que podría suceder.

—¿Estás seguro de no equivocarte? ¿Sabes de qué estamos hablando? —inquirió Levin taladrándole con los ojos—. ¿Crees que es posible? —Sócrates se inclinó hacia delante en un ángulo calibrado con precisión, con gesto inquisitivo.

—Desde luego. ¿Por qué no va a ser posible?

—¿Lo crees realmente? ¡Dime lo que piensas! —Sócrates se inclinó otros seis grados, reflejando con ello la ansiedad de su amo—. Pero supongamos que… lo que me aguarda es una negativa. Sí, estoy seguro…

—¿Qué te induce a pensarlo? —preguntó Stepan Arkadich sonriendo ante la zozobra de su amigo.

—A veces estoy convencido de ello. Sería espantoso para mí, y también para ella.

—Desengáñate, eso nunca es espantoso para una joven. A todas les halaga que les propongan matrimonio.

—Sí, pero ella no es como las demás.

Stiva sonrió. Conocía bien los sentimientos de Levin, para quien todas las jóvenes del mundo se dividían en dos categorías. La primera: todas las jóvenes, excepto ella, unas jóvenes corrientes y vulgares, que adolecían de las flaquezas humanas; y la segunda: «ella» sola, sin tacha alguna y superior al género humano.

—¡No, prueba la salsa! —dijo sujetando la mano de su amigo cuando éste se disponía a apartar la salsera.

Levin obedeció, sirviéndose un poco de salsa, pero no dejó que Stepan Arkadich siguiera comiendo tranquilo.

—Para un minuto, sólo un minuto —dijo—. Comprende que se trata para mí de un asunto de vida o muerte. No se lo he contado a nadie. No podría hablar de ello con nadie, salvo contigo. Sabes que somos totalmente distintos, tenemos distintos gustos y opiniones sobre todo; pero sé que me estimas y me comprendes, y por eso te aprecio tanto. Pero por lo que más quieras, ¡sé sincero conmigo!

Sócrates se inclinó aún más hacia delante al tiempo que sus ojos comenzaban a emitir una intensa luz amarilla verdosa.

—Te diré lo que pienso —dijo Stepan Arkadin sonriendo—. Pero te diré más: mi esposa es una mujer extraordinaria… —Suspiró, recordando la situación en la que se hallaba ante ella y, tras una breve pausa, prosiguió—: Tiene el don de prever las cosas. Ve lo que piensan y sienten las personas, como si tuviera un fisiómetro en la cara. Pero eso no es todo; sabe lo que ocurrirá, ¡sobre todo en lo que se refiere a matrimonios!

Ambos rieron brevemente, aunque la risa de Levin obedecía más al nerviosismo que a un profundo regocijo. Su verdadero estado quedaba reflejado por lo que ocurría en los ojos de Sócrates, donde unas luces pestañeaban rápidamente, ora de color amarillo, ora topacio, ora naranja.

—Por ejemplo, adivinó que la princesa Shajovskaia se casaría con Brenteln. Nadie le creyó, pero ocurrió tal como había pronosticado. Y está de tu parte.

—¿A qué te refieres?

—No sólo te aprecia, sino que asegura que Kitty se casará contigo.

Una sonrisa iluminó de pronto el rostro de Levin, una sonrisa cercana a las lágrimas de emoción.

—¿Eso dice? —preguntó—. Siempre he dicho que tu esposa es una mujer exquisita. Pero no hablemos más del tema —añadió levantándose de su asiento. Sócrates hizo lo propio y siguió a su amo mientras las lámparas de sus hundidos ojos emitían unos vagos destellos rojo y naranja, naranja y amarillo, amarillo y rojo.

—¡Sentaos! —les ordenó Stiva, mientras el Pequeño Stiva se alarmaba ante los desenfrenados destellos que emitía el otro robot.

Pero Levin no podía permanecer sentado. Se paseó dos veces por la pequeña jaula que se le antojaba la estancia, con su característico paso decidido, pestañeando para impedir que las lágrimas rodaran por sus mejillas, y por fin se sentó a la mesa.

—Debes comprender —dijo— que no se trata de amor.

No tan sólo de amor —apostilló Sócrates con tono agudo.

—He estado enamorado, pero no es eso lo que siento, sino una fuerza ajena a mí que me domina.

¡Una fuerza, una fuerza, una poderosa fuerza!

—Verás, me marché porque decidí que era imposible, ¿comprendes?, que ese tipo de dicha no se da en la Tierra; pero he luchado conmigo mismo, y he comprendido que no puedo vivir sin ello. Debo resolverlo de una vez por todas.

¡Sí, es preciso resolverlo cuanto antes! —gritó Sócrates.

—¿Por qué te fuiste? —inquirió Oblonski, pero Levin prosiguió:

—¡No sabes los pensamientos que se agolpan en mi mente! ¡Las preguntas que me hago! —Sócrates empezó a pasearse a toda velocidad alrededor de la mesa, emitiendo unos pitidos, zumbidos y silbidos en un paroxismo de agitación—. No imaginas el favor que me has hecho al decirme lo que me has dicho. Me siento tan feliz que me he convertido en un ser detestable; lo he olvidado todo. Hoy me he enterado de que mi hermano Nikolái…, el cual está aquí, ha enfermado… Me había olvidado de él. Pero lo terrible… Tú estás casado, sabes a qué me refiero… —Sócrates se puso a girar rápidamente sobre sí mismo mientras su sección ocular emitía un frenético y vago resplandor amarillento, pero Levin no se percató—. Es terrible que nosotros…, unos hombres ya viejos, con un pasado no de amor, sino de pecado, de pronto nos acerquemos a una criatura tan pura e inocente; es detestable…

¡Detestable! ¡Detestable!

—Por eso no puedo por menos de sentirme indigno.

¡Indigno! ¡Indigno! ¡Indigno! —chilló Sócrates, tras lo cual se oyó un ruido estridente y rechinante seguido por un pequeño silbido de vapor, y el robot, que se había recalentado, entró de forma involuntaria en estado de suspensión.

Androide Karenina
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