17
Durante el almuerzo, Yashvin habló sobre la nueva y sensacional ópera que se representaba actualmente en el imponente Vox Catorce de San Petersburgo; Ana, para disgusto de Vronski, se empeñó en que alquilaran un palco para esa noche. Después de comer, Yashvin salió a fumar, y Vronski le condujo a sus habitaciones. Después de permanecer allí un rato, subió apresuradamente. Ana ya estaba vestida con un escotado traje de seda ligera y terciopelo que había mandado que le confeccionaran en la Luna, y había activado en Androide Karenina un delicioso resplandor blanco perlado muy favorecedor.
—¿Piensas realmente ir al teatro? —preguntó él, evitando mirarla.
—¿Por qué me lo preguntas con ese tono preocupado? —contestó ella, herida de nuevo porque no la miraba—. ¿Por qué no he de ir? —Parecía no comprender el motivo de la pregunta.
—Está claro que nada te impide ir —respondió él frunciendo el ceño.
—Eso digo yo —dijo ella, negándose adrede a captar la ironía de su tono, enfundándose su largo y perfumado guante.
—¡Por el amor de Dios, Ana! ¿Qué te ocurre? —exclamó él, exasperado.
—No entiendo a qué te refieres.
—Sabes que es imposible que vayamos.
—¿Por qué?
Él se encogió de hombros con aire de perplejidad y desesperación.
—¿Pretendes decir que no lo sabes…? —preguntó, pero no terminó la frase.
—¡No quiero saberlo! —gritó Ana—. Me niego. ¿Acaso me arrepiento de lo que he hecho? ¡No, no y no! Si diera marcha atrás, haría lo mismo. Para nosotros, para ti y para mí, sólo cuenta una cosa, que nos amamos. No tenemos que tener en cuenta a los demás. ¿Por qué no puedo ir? Te amo, y lo demás me tiene sin cuidado —dijo mirándole con una expresión singular en sus ojos que él no logró descifrar—. Si tus sentimientos hacia mí no han cambiado, ¿por qué no me miras?
Él la miró. Vio la belleza de su rostro, iluminado por el suave resplandor blanco perlado que emitía Androide Karenina. Pero su belleza y elegancia eran precisamente lo que le irritaban ahora.
—Mis sentimientos no pueden cambiar, lo sabes bien, pero te lo ruego, te lo suplico —dijo de nuevo en francés, con una tierna nota de súplica en su voz, pero frialdad en sus ojos.
Ella no oyó sus palabras, pero vio la frialdad de su mirada y contestó irritada:
—Y yo te ruego que me expliques por qué no puedo ir.
—Porque… porque… —Vronski dudó, tras lo cual recurrió a una explicación que no era la verdadera causa de su renuencia, pero que tenía la virtud de ser cierta—. ¡Debido a Androide Karenina! Exhibirte en público con tu Categoría III no hará sino dar a tu marido y a sus secuaces una excusa perfecta para someterla a ese absurdo programa de ajuste de circuitos.
—Es un riesgo que estoy dispuesta a afrontar —replicó ella, llena de rencor hacia él, hacia Alexéi Karenin, y hacia la penosa situación en que se hallaban. Sólo sentía cariño por su Categoría III, a quien consideraba inocente de toda culpa. Se volvió hacia Androide Karenina y añadió—: Un riesgo que ambas estamos dispuestas a afrontar. ¿No es cierto, mi querida compañera?
En respuesta, Androide Karenina miró con unos destellos de ternura a su ama y echó a andar mecánicamente tras ella hacia el Vox Catorce.