15

Cuando Alexéi Alexándrovich llegó a la arena donde iba a celebrarse el torneo mortal, Ana ya estaba sentada en las gradas junto a Betsy, en la zona donde se había congregado la alta sociedad. Vio a su marido a lo lejos. Dos hombres, su marido y su amante, constituían los dos centros de su existencia, e incluso sin ayuda de los sensores vibratorios de Androide Karenina, sintió la proximidad de ambos. Vio a su marido acercarse desde lejos, y no pudo por menos de seguirlo con la mirada entre la multitud a través de la que se abría paso. Le vio encaminarse hacia la tribuna, ora respondiendo con gesto condescendiente a una obsequiosa inclinación de cabeza, ora cambiando unas palabras cordiales y superficiales con unos amigos, ora tratando con insistencia de atraer la atención de un personaje importante perteneciente a su mundo o dándose unos golpecitos en la mejilla de metal con su elegante índice. Ella conocía todos esos gestos de su esposo, y los aborrecía. Sólo le mueve la ambición, el deseo de progresar, es lo único que le interesa, pensó Ana. En cuanto a esos nobles ideales, el amor por la cultura, la religión, sólo representan para él unos instrumentos para avanzar.

Por las miradas que dirigía hacia la tribuna que ocupaban las damas, Ana vio que su ojo mecánico escudriñaba las gradas tratando de localizarla, pero evitó adrede fijarse en él.

—¡Alexéi Alexándrovich! —le llamó la princesa Betsy—. Estoy segura de que no sabe dónde está su esposa. Está aquí.

Él esbozó su fría sonrisa; su rostro de metal emitía unos destellos casi hermosos bajo el intenso sol.

—Tanto esplendor reunido aquí casi me hiere los ojos —observó, tras lo cual añadió secamente—: mejor dicho, mi ojo. —Sonrió a su esposa como un hombre que se reúne con su mujer al poco rato de haberse separado de ella, y saludó a la princesa y a otras amistades. Se había producido un descanso entre las carreras, por lo que nada entorpecía la conversación. Un ayudante general expresó su desaprobación de los torneos de muerte, y Alexéi Alexándrovich, empleando el tono autoritario de las altas instancias, los defendió con vehemencia, explicando con grandilocuencia el motivo de que esos torneos fueran considerados necesarios por aquellos que, debido al cargo que ocupaban, comprendían su importancia.

Ana escuchó su tono agudo y mesurado, sin perder una palabra, y cada una de ellas se le antojó falsa y le hirió los oídos.

Cuando iba a iniciarse la Matanza Selectiva y el resplandor del intenso fuego iluminó la pista, Ana se inclinó hacia delante y fijó los ojos en Vronski en el momento en que éste se acercó a su Exterior y se introdujo en él, sin dejar de oír la odiosa e incesante voz de su esposo. La aterrorizaba que Vronski pudiera sufrir un percance, pero el incesante y agudo parloteo de su marido, con su familiar cadencia, le causaba un profundo malestar.

—Soy una mala mujer, una perdida —dijo en voz baja y grave a Androide Karenina—. Pero no me gusta mentir. No soporto la falsedad, mientras que para él… —Ana dirigió rápidamente la vista hacia su marido— es tan natural como respirar. Lo sabe todo, todo lo ve; ¿qué le importa cuando es capaz de hablar con esa tranquilidad? Si decidiera matarme, si decidiera matar a Vronski, quizá le respetaría. Pero no, lo único que le interesa es la hipocresía y la conveniencia. —Androide Karenina no respondió, aparte de sugerir a su ama modestamente, con un pequeño ademán, que bajara la voz.

Ana no comprendía que ese día la singular locuacidad de Alexéi Alexándrovich, que tanto la exasperaba, no era sino la expresión de su desasosiego e inquietud. Al igual que un niño que se ha herido se pone a brincar, moviendo todos sus músculos para mitigar el dolor, su marido necesitaba también un ejercicio mental para sofocar los pensamientos sobre su esposa que, en presencia de ella y de Vronski, y con la persistente reiteración del nombre de éste, irrumpían en su mente. Para él, era tan natural hablar con corrección e ingenio como para un niño brincar.

—¡Crucemos una apuesta, princesa! —Era la voz de Stepan Arkadich, sentado más abajo, dirigiéndose a Betsy—. ¿Quién es su favorito?

—Ana y yo apoyamos a Kuzovlev —respondió Betsy—. ¡Ese artilugio parece inexpugnable!

—Yo apoyo a Vronski. ¿Apostamos un Categoría I? ¿A elección del ganador?

—¡Hecho!

—Es un hermoso espectáculo, ¿no le parece?

Alexéi Alexándrovich se detuvo mientras los demás hablaban, pero prosiguió de inmediato.

—Reconozco que los deportes viriles no… —comenzó a decir.

Pero en ese momento comenzó la carrera y la conversación cesó. El marido de Ana guardó también silencio, mientras todos se levantaban y se volvían hacia el arroyo. La Matanza Selectiva no le interesaba lo más mínimo, de modo que en lugar de observar a los combatientes, se dedicó a escrutar con desgana a los espectadores. Su ojo mecánico se fijó en su esposa.

Su rostro estaba pálido y tenso. Era evidente que tan sólo veía un Exterior, que tan sólo pensaba en el hombre instalado dentro de él. Sostenía el abanico con la mano crispada, y contuvo el aliento. Alexéi Alexándrovich la miró y desvió rápidamente la vista para escudriñar otros rostros.

Pero esta dama, y otras personas, se sienten conmovidas por el espectáculo; es muy natural, pensó Alexéi Alexándrovich dirigiéndose al Rostro, pero el Rostro no respondió. ¿Emitió una risita despectiva? ¿Era posible que Alexéi percibiera una risita reverberando en los recovecos de su mente? Miró distraídamente a través de sus Prismáticos/8/I y trató de conservar la calma. Trató de no mirarla, pero su mirada se dirigía inconscientemente hacia ella. Su ojo mecánico la observó de nuevo, tratando de no leer lo que en su semblante estaba escrito con meridiana claridad, y por más que trató de evitarlo, leyó en él, horrorizado, lo que no deseaba saber.

Las primeras y violentas colisiones —cuando el Exterior semejante a un arácnido estalló al ser alcanzado por el misil del húsar y su pata afilada como una cuchilla se clavó en el cuello de la armadura del golem— turbaron a todos los espectadores, pero Alexéi Alexándrovich vio con claridad en el rostro pálido y triunfante de Ana que el hombre al que observaba no había caído. El público se estremeció horrorizado, pero él vio que su esposa ni siquiera se había percatado del incidente, y no comprendía a qué se refería todo el mundo. Alexéi la miró con mayor frecuencia e insistencia, hasta que Ana, absorta con el espectáculo de la Matanza Selectiva, se dio cuenta de que los fríos ojos de su esposo la observaban de soslayo.

Se volvió un instante, lo miró con expresión interrogante y desvió de nuevo la vista, frunciendo el ceño.

«¡No me importa!», le pareció a Alexéi verla decir a su androide. Y Ana no volvió a mirarlo.

Androide Karenina
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