14

Al día siguiente, a las once de la mañana, Vronski se dirigió en coche a la estación del Grav San Petersburgo-Moscú para recibir a su madre, y la primera persona con que se encontró en la gran escalinata fue Oblonski, que había ido a esperar a su hermana, la cual viajaba en el mismo tren.

—¡Hola, excelencia! —exclamó Oblonski—. ¿A quién has venido a recibir?

—A mi madre —respondió Vronski, sonriendo como hacían todas las personas que se encontraban con Oblonski y su curioso Categoría III—. Llega hoy de San Petersburgo. —Estrechó la mano de Stiva, dio una palmadita al Pequeño Stiva en su esférica cabeza-cúpula, y subieron juntos; Lupo les siguió con el morro pegado al suelo, observando los escalones con sus finos sensores olfativos.

—Anoche te esperé hasta las dos de la madrugada. ¿Adónde fuiste cuando abandonaste la casa de los Shcherbatski?

—A casa —contestó Vronski—. Debo confesarte que ayer, después de visitar a los Shcherbatski, me sentía tan feliz que no me apetecía ir a ningún sitio.

—«Reconozco a un noble corcel por sus rasgos característicos, y a un joven enamorado por sus ojos» —recitó Stepan Arkadich, como había hecho antes con Levin.

Vronski sonrió con una expresión que parecía indicar que no lo negaba, pero se apresuró a cambiar de conversación.

—Mira, hoy ha salido toda la tropa de nuestros incansables protectores. Espero que no caigan en una emboscada preparada por los koschéi. Mi madre detesta que la incomoden.

No bien dijo esto, el característico estrépito de las botas de metal de los 77 resonó en toda la estación. Docenas de robots de elite, unos cabezas de bombilla que ejecutaban unos incesantes giros sobre sí mismos, exploraban cada rincón de la vasta terminal, los sensores de aumento adheridos a sus accionadores finales tratando de localizar a los monstruosos y temidos bichejos llamados koschéi.

—¿Y tú a quién has venido a recibir? —preguntó Vronski a Oblonski.

—¿Yo? A una mujer bonita —respondió éste asumiendo una expresión pícara y misteriosa mientras alzaba los brazos para dejar que un 77 le registrara rápidamente de pies a cabeza. Incluso los miembros de la nobleza, cuando viajaban en tren, tenían que someterse a esta relativa indignidad, que Oblonski se tomaba, como la mayoría de contrariedades, con calma y buen humor.

—¿Una mujer bonita? —preguntó Alexéi Kiríllovich—. ¡No me digas!

Honi soit qui mal y pense! Mi hermana Ana.

—¡Ah! Madame Karenina —dijo Vronski. El 77 dirigió su fisiómetro hacia el conde, quien, torciendo el gesto, silbó para llamar la atención del Superintendente que acompañaba a la tropa e indicarle un pequeño alfiler que lucía en la solapa, identificándolo como un oficial de los Regimientos Fronterizos.

—Si necesita ayuda, aquí me tiene —dijo con tono quedo, pero arrogante al soldado con uniforme dorado, el cual, suavizando el gesto, hizo un breve ademán al 77, que se retiró.

—Supongo que conoces a mi hermana Ana —dijo Stepan Arkadich cuando se acercaron juntos al andén.

—Creo que sí. O quizá no… No estoy seguro —respondió Vronski distraído, recordando vagamente algo tedioso y envarado que le había evocado el nombre de Karenina.

—Pero sin duda conoces a Alexéi Alexándrovich, mi célebre cuñado. Todo el mundo lo conoce. Es un alto funcionario del Ministerio.

—Ah, sí —respondió Vronski—. Un pez gordo, ¿no?

Oblonski asintió con fingida gravedad.

—Sin duda.

—Lo conozco por haber oído hablar de él y de vista —continuó Vronski—. Sé que es inteligente, culto, bastante religioso… Pero, como bien sabes, not in my line[1] —agregó en inglés.

—En efecto, es un hombre extraordinario; un tanto conservador, pero admirable —observó Stepan Arkadich—, admirable.

En esto oyeron un coro de agudos pitidos en el centro de la estación al tiempo que una docena de los bioescáneres sonaban al unísono. La tropa de los 77 y su Superintendente rodearon a un campesino obeso que portaba una destartalada mochila, el cual observó con ojos como platos y temblando cuando uno de los gigantescos hombres-máquina extrajo una cuerda enroscada rematada por una pinza de una ranura en la parte inferior de su torso y sacó un diminuto koschéi del bolsillo de su chaleco.

—Han localizado a uno —comentó Vronski con evidente regocijo. Él y Oblonski observaron mientras el 77 sostenía al koschéi, semejante a una cucaracha, que no cesaba de revolverse. El obeso campesino retrocedió horrorizado ante el diminuto bicho-máquina, cuyo dorso blindado estaba cubierto de vibrantes antenas, que se había ocultado cual un polizón en la pechera de su camisa, mientras el temible 77 sostenía al koschéi con cuidado por el extremo de la cola, lo transportaba a un cubo de basura y lo arrojaba en él. Mientras Vronski y Oblonski observaban con gesto de aprobación, un segundo 77 arrojó una bomba en miniatura de Categoría I al mismo cubo y lo tapó.

Todas las personas que había en la estación se taparon los oídos simultáneamente; el Pequeño Stiva y Lupo atenuaron sus sensores auditivos. Al cabo de unos momentos se produjo una explosión ensordecedora, seguida por el silencio, al tiempo que la estación se llenaba de un humo denso y acre. Un niño rompió a llorar, y una Institutriz/646/II se apresuró a cogerlo en brazos para tranquilizarlo.

—Buen trabajo —dijo Oblonski aplaudiendo y saludando con admiración a los robots 77—. Así aprenderán los del SinCienPados a no tomarse a broma el poder del Ministerio. Nada nos pasa por alto.

Vronski meneó la cabeza y suspiró:

—Sí, sí. Pero el Grav llegará con retraso y mi madre se pondrá nerviosa.

—Por supuesto —convino Stepan Arkadich—. Es el precio que debemos pagar por la felicidad —añadió, repitiendo uno de los populares eslóganes que resumían sus opiniones políticas—. A propósito, ¿has conocido a mi amigo Levin? —preguntó al conde Vronski cuando la actividad normal de la estación se restableció y mientras aguardaban en el borde del andén la llegada del tren.

—Sí, pero se marchó temprano.

—Es un tipo estupendo —prosiguió Oblonski—, ¿no crees?

—No sé por qué —respondió Vronski—, pero en Moscú todo el mundo, menos tú, muestra una actitud fría y distante. Están a la defensiva, se enfurecen, como si quisieran hacerte sentir…

—Tienes razón —convino Stepan Arkadich riendo jovialmente.

—¿Está la vía despejada? ¿Llegará pronto el Grav? —preguntó Vronski a un Guardagujas/L26/II, cuando el último de los 77 se marchó.

—El Grav ha indicado que está a punto de llegar —respondió el Categoría II mientras una luz verde relucía en sentido afirmativo en el centro de su placa facial.

La llegada del magnífico Tren Antigravitatorio de Alta Velocidad Moscú-San Petersburgo se hizo cada vez más evidente debido al bullicio que se organizó en la estación, el trajín de los Mozos/7e62/II, el movimiento de los Policías/R47/II y de las personas que habían acudido a recibir el tren. A través del gélido vapor podía verse a los Empleados del Grav/X99/II, con sus cubiertas exteriores impermeables de groznio y sus suaves ruedecillas revestidas de fieltro, atravesar los rieles imantados de la vía.

—No —dijo Stepan Arkadich, que se sentía tentado de revelar a Vronski las intenciones de su amigo con respecto a Kitty—. Tienes una impresión equivocada de Levin. Es un hombre muy nervioso, y en ocasiones muestra cierta falta de sentido del humor, y su Categoría III es un bicho raro, pero por lo general es muy amable. Tiene un carácter recto y honrado, y un corazón de oro. Pero ayer había unos motivos especiales… —continuó con una sonrisa cargada de significado, olvidándose de la comprensión que ayer le había inspirado su amigo, y sintiendo ahora la misma comprensión, pero por Vronski—. Sí, había unos motivos por los que no podía por menos de sentirse especialmente feliz o desdichado.

Vronski se detuvo y preguntó sin ambages:

—¿A qué te refieres? ¿Acaso se declaró ayer a tu belle-soeur?

Este momento de intercambio de confidencias fue interrumpido por Lupo, que se sentó en el suelo, con las orejas pegadas a la cabeza, y se puso a aullar. Vronski miró a su querido compañero con expresión interrogante, pero el resto de los presentes no tardaron en oír lo que Lupo había presentido: el suave pulso del Grav que se aproximaba, su sonido trepidante sobre la vía imantada.

—Es posible —respondió Stepan Arkadich—. Supuse que ayer podía ocurrir eso. Si se fue temprano, y de mal humor, significa que… Hace mucho tiempo que está enamorado, y lo lamento por él.

—¡De modo que ése es el motivo! No obstante, imagino que la muchacha aspira a un partido mejor —dijo Vronski—, aunque por supuesto no conozco a Levin —añadió—. Sí, su situación es francamente ingrata. Por ello la mayoría de los hombres prefiere mantener relaciones con las Klara/X14/II. Un fracaso con ellas sólo demuestra que no tienes suficiente dinero, pero en este caso tu dignidad queda a salvo. Ya llega el Grav.

La plataforma comenzó a vibrar al tiempo que unos cables invisibles de energía eléctrica temblaban sobre la vía imantada, y el descomunal y magnífico tren entró en la estación. La grave figura del Ingeniero/L42/II estaba cubierta de escarcha. Detrás del ténder, haciendo que las vibraciones del andén se ralentizaran, iba el vagón del equipaje en el que viajaba un perro que aullaba. Por fin aparecieron los coches de pasajeros, cuyas oscilaciones fueron disminuyendo durante tres minutos después de que sus circuitos fueran desconectados, hasta que el tren se detuvo.

En esto apareció un Supervisor del Grav/FF9/II, que emitió un agudo silbido a través de una ranura sesgada en su torso de groznio, y los impacientes pasajeros empezaron a descender: un oficial de los Regimientos Fronterizos, muy tieso con su uniforme plateado y mirando con gesto adusto a su alrededor; un comerciante ágil y menudo que portaba una maleta Categoría II debajo del brazo, sonriendo alegremente; un aldeano cargado con un fardo al hombro, silbando.

Vronski, que estaba junto a Oblonski, miró los vagones y a los pasajeros, olvidándose de su madre. Lo que acababa de oír sobre Kitty le había intrigado y complacido. Sin darse cuenta, hinchó el pecho, y sus ojos relucían de satisfacción. Se agachó para acariciar el áspero pelo metálico de Lupo. Acto seguido se enderezó y apoyó la mano en el mango del látigo caliente que llevaba enroscado alrededor del muslo. Se sentía un conquistador.

—La condesa Vronskaia viaja en ese compartimento —dijo el Oficial Fronterizo acercándose a Vronski.

Las palabras del oficial interrumpieron sus reflexiones, obligándole a pensar en su madre y su inminente reunión con ella.

Androide Karenina
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