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Oblonski le condujo como el flautista de la fábula a las mesas de juego. Los Dados/55/I temblaban, se bamboleaban y danzaban, volando a través de la mesa verde de acetato formando unos dibujos algorítmicos, proporcionando el azar a algunos hombres pequeñas fortunas y hundiendo a otros en la desesperación. Oblonski, como comprobó satisfecho, pertenecía al grupo de los afortunados.

—¡Quizás el Pequeño Stiva me haya traído mala suerte durante todos estos años! —declaró con tono jovial, suscitando la risa de sus compañeros de mesa, y sólo un melancólico desdén en Levin.

Oblonski tomó de nuevo los Dados/55/I, confiando en añadir más fichas a la creciente pila que tenía ante sí, cuando un grupo de hombres-que-no-eran-hombres, delgados y con pronunciados pómulos, entraron con paso decidido en la sala.

—¡Ah! —dijo Stepan Arkadich al tiempo que en su rostro, de expresión normalmente alegre, se pintaba un leve gesto de temor—. Caballeros. Mejor dicho, caballeros-máquina, si se me permite acuñar un término tan osado.

—¿Podemos invitarles a participar en nuestros juegos? —se aventuró a decir Vronski.

—Al contrario, excelencia —respondió el más alto de los hombres-máquina, que lucía lo que parecía ser una desaliñada barba de dos días; Levin no pudo por menos de admirar el artístico ingenio—. Hemos venido para recoger estos aparatos.

Uno de los otros Soldados de Juguete alargó la mano, y Stiva, estupefacto, depositó el Dado/55/I en la palma del robot, que mostraba un color rosado de aspecto natural.

—Esperen…, si me permiten… Esperen un momento… —protestó el anciano príncipe con voz trémula—. ¿Es que no hay ningún lugar en la Nueva Rusia donde uno pueda echar unas partidas de naipes o dados?

—No es el juego lo que está prohibido, caballeros, sino la tecnología. —La máquina-hombre habló rápidamente—. Rusia tiene enemigos, más numerosos que nunca. Enemigos arriba; enemigos dentro. La distribución libre de esta tecnología es peligrosa y no se puede consentir.

De pronto el rostro del Soldado de Juguete tembló y se tornó borroso, revelando la maquinaria que se ocultaba detrás de la piel de su cara. Por el orificio donde había estado el ojo asomó la boca de un cañón miniatura, que disparó una rápida y eficaz andanada de fuego eléctrico contra la mesa de juego Categoría I, reduciéndola a un montón de cenizas. El diminuto cañón desapareció y el rostro del hombre volvió a asumir su aspecto anterior. El soldado carraspeó para aclararse la garganta (¡Pero si no tiene garganta!, se recordó Levin con firmeza), y dijo:

—Les ruego que depositen sus artefactos Categoría I ante ustedes en el suelo.

Todos los objetos fueron a parar a una enorme pila: unos Protectores Horarios/1/I que eran unas reliquias de familia, unos Encendedores/4/I, unas Gafas Bifocales/6/I, todos los pequeños y útiles prodigios que habían sido creados gracias a la tecnología derivada del groznio. Todos fueron apilados y volatilizados con la misma eficacia que la mesa de juego. Los Soldados de Juguete se volvieron sobre los tacones de sus botas negras y se fueron, dejando a sus espaldas un silencio de estupor, que Stepan Arkadich rompió murmurando con tono quejumbroso:

—Ése es el precio de la felicidad.

—Sí —apostilló el viejo príncipe, meneando la cabeza con rostro inexpresivo—. Ése es el precio.

Indignado por la escena que acababa de presenciar, Levin se puso la levita.

—Levin —dijo Stepan Arkadich, y éste notó que tenía los ojos húmedos, como le ocurría siempre que bebía o cuando se sentía conmovido. En esos momentos se debía a ambas causas—. No te vayas —añadió apretándole afectuosamente el brazo por encima del codo, manifestando el claro deseo de que se quedara.

»Es un buen amigo mío, prácticamente mi mejor amigo —dijo a Vronski. Levin comprendió que Oblonski, más afectado de lo que demostraba por la evolución de la Nueva Rusia, trataba de consolarse con algo que le infundiera optimismo—. Cada vez siento mayor aprecio hacia ti. Y deseo que vosotros lleguéis a ser amigos, grandes amigos, porque ambos sois unos tipos excelentes.

—Bien, no tenemos más remedio que besarnos y hacernos amigos —respondió Vronski sonriendo y con tono de chanza, ofreciendo su mano, como si el único pasado entre ellos fuera una lejana y romántica rivalidad.

Yo también puedo fingir, pensó Levin, apresurándose a estrechar con calidez la mano que el otro le ofrecía.

—Me alegro mucho —dijo.

—¿Sabes que aún no conoce a Ana? —preguntó Stepan Arkadich a Vronski—. Lo que más deseo en estos momentos es llevarlo a que la conozca. ¡Vamos, Levin!

—¿De veras? —respondió el conde volviéndose a los otros hombres, los cuales se afanaban en registrar los armarios en busca de unos anticuados dados de madera—. Estará encantada de conocerle.

Androide Karenina
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