3

Betsy había decidido situar a la desdichada Marioneta en el centro de un juego llamado Una u Otra, destinado a calibrar la relativa fidelidad de un robot a las Leyes de Hierro. Esto es, poner a prueba la firmeza de su obediencia a una ley («los robots obedecerán a los humanos») en contraposición a otra («los robots no permitirán que los lastimen»).

¡Un juego! —vocalizó Marioneta con patético afán—. ¡Qué delicia!

En esos momentos se oyeron unos pasos en la puerta, y la princesa Betsy, sabiendo que se trataba de Madame Karenina, miró a Vronski. Éste tenía los ojos dirigidos hacia la puerta, y su rostro mostraba una expresión extraña e inédita. Observando con alegría, curiosidad y al mismo tiempo timidez la figura que se aproximaba, se levantó lentamente. Ana entró en el salón. Muy erguida, como de costumbre, mirando al frente y avanzando con su paso ágil y decidido, seguida de cerca por Androide Karenina, que proyectaba sobre ella un favorecedor color carmesí, cruzó el breve espacio que la separaba de su anfitriona, le estrechó la mano sonriendo y, con esa misma sonrisa, se volvió hacia Vronski. Éste hizo una profunda reverencia y le acercó una silla.

Marioneta lucía una antigua máscara de crespón negro sobre sus ojos, al tiempo que su placa facial mostraba una empalagosa sonrisa de ilusionada impaciencia. Pero, de momento, los ojos de todos los presentes estaban fijos en Alexéi Kiríllovich y Ana Karenina.

Ésta saludó al conde con una breve inclinación de cabeza, se ruborizó un poco y frunció el ceño. Pero enseguida, mientras saludaba a sus amigos y estrechaba las manos que le tendían, dijo dirigiéndose a la princesa Betsy:

—Fui a casa de la condesa Lidia y aunque quería llegar aquí antes, me entretuve.

—Creo que se alegrará de haber venido cuando comencemos nuestro pequeño juego —respondió la princesa esbozando una maliciosa sonrisa.

¡Me encantan los juegos! —exclamó Marioneta detrás de su máscara.

Betsy arqueó las cejas, y los invitados, con gran regocijo, se dispusieron a asistir a la primera prueba, que la propia anfitriona se encargaría de administrar. Uno de los Lacayos/74/II le ofreció una resplandeciente bandeja en la que había una copa que contenía un humectante sobrecalentado, el poderoso lubricante que aplicaban a los mecanismos de groznio. La princesa tomó la bandeja con cuidado y ordenó a Marioneta que introdujera la mano en la copa.

El robot obedeció, pero acto seguido, activada por los delicados y complejos sensores de su accionador final, la apartó bruscamente.

—Deja la mano dentro de la copa, Marioneta —le ordenó Betsy sin perder la calma—. No te muevas.

Una expresión de manifiesto dolor se reflejó en la parte visible de la cara de Marioneta, y durante unos momentos no estaba claro si obedecería la Ley de Hierro, que exigía que se protegiera de todo daño, o la que exigía que obedeciera la orden de Betsy.

Pero cuando el dilema que traslucía su rostro remitió y desapareció, sustituido por una expresión estoica, los presentes dejaron de observarla para seguir cotilleando, pasando al caso de una boda por amor que había llegado a oídos de la princesa Miágkaia, y que desaprobaba.

—De joven estuve enamorada de un diácono —dijo—. Pero no me benefició en nada.

—Bromas aparte, imagino que para conocer el amor es preciso cometer errores y luego rectificarlos —apuntó la princesa Betsy desde donde se hallaba de pie—. No te muevas, Marioneta —ordenó con aspereza al desvencijado androide femenino, el cual, intuyendo que los demás habían dejado de observarla, había comenzado a retirar la mano de su tormento—. Quédate ahí.

—Sí, sí, desde luego —respondió el androide con dificultad—. No me moveré, no me moveré.

—¿Rectificarlos incluso después de casarse? —preguntó la esposa del embajador a la princesa Miágkaia con tono socarrón.

—Nunca es tarde para enmendarse.

—Cierto —dijo Betsy—. Uno debe cometer errores y rectificarlos. ¿Qué piensa al respecto? —preguntó volviéndose hacia Ana, que escuchaba la conversación en silencio, aunque tenía los ojos fijos en Marioneta. Al parecer era la única entre los asistentes a la fiesta que lamentaba profundamente que cualquier máquina, tanto si aún tenía un amo humano como si no, fuera objeto de esas vejaciones.

—Pienso —respondió jugueteando distraídamente con el guante que se había quitado—, pienso… que hay tantos hombres, tantas mentes, desde luego tantos corazones, tantos tipos de amor.

Vronski la observó expectante, temiendo su respuesta. Al oír esas palabras suspiró, como si el peligro hubiera pasado.

La princesa Betsy, satisfecha de la respuesta que había obtenido de Ana Arkadievna, permitió a Marioneta que sacara la mano de la copa, cosa que el robot se apresuró a hacer con una exclamación de alivio. Betsy se volvió entonces hacia los asistentes.

—La ley de obediencia ha ganado este asalto —declaró entre aplausos y risas por parte de los presentes.

Ana se volvió de improviso hacia Vronski.

—He recibido carta de Moscú. En ella me informan de que Kitty Shcherbatski está muy enferma. Es posible que la envíen al espacio.

—¿Ah, sí? —preguntó el conde arrugando el entrecejo.

Ana le miró con gesto de reproche.

—¿La noticia no le interesa?

—Por el contrario, me interesa mucho. ¿Qué le dicen en la carta exactamente? —inquirió.

—Va a iniciarse el segundo asalto —anunció la princesa Betsy.

—Por favor —protestó Ana Arkadievna—. Ya ha quedado demostrada la fidelidad de la máquina a las Leyes de Hierro. No sigamos con este juego.

¿Más juegos? ¿El juego va a continuar? —preguntó Marioneta con penoso entusiasmo, y en ese momento, haciendo caso omiso de la objeción de Ana, Betsy hizo una indicación a la esposa del viejo embajador, que activó un artilugio Categoría I que disparaba unas descargas eléctricas, que formaba parte de un juego infantil semejante a los dardos. Cuando docenas de pequeñas descargas eléctricas impactaron contra su torso, Marioneta retrocedió de un salto, pero Betsy le ordenó que no se moviera. El esfuerzo del robot por obedecerla era obvio, y cuando una segunda andanada de descargas eléctricas la alcanzó de nuevo, el Categoría III se volvió, dispuesta, en contra de su voluntad, a abandonar la habitación.

—¡Quédate! ¡No te muevas! —gritó Betsy.

Varios asistentes corearon sus palabras: «¡Quédate!», «¡No te muevas, robot!», «¡Quédate donde estás!». Y Marioneta obedeció.

—¿Qué le dicen en la carta? —repitió Vronski a Ana, que apenas le escuchaba, pues observaba el «juego» con una mezcla de horror y fascinación.

—A menudo pienso que los hombres ignoran lo que es deshonroso, aunque siempre estén hablando de ello —replicó ella secamente.

—No entiendo a qué se refiere —dijo el conde. El artilugio que lanzaba descargas eléctricas se atascó, la esposa del embajador se encogió de hombros, y la lluvia de disparos cesó. Ana, suponiendo que el cruel pasatiempo había concluido, se volvió hacia Alexéi Kiríllovich.

—Ha obrado usted mal, muy mal —dijo.

—¿Se figura que no lo sé? —respondió él—. Pero ¿quién ha sido la causa de que obrara mal?

—¿Por qué me dice eso? —inquirió Ana mirándole con severidad.

—Ya sabe por qué le digo estas cosas —contestó Vronski sin rodeos y con expresión risueña, mirándola a los ojos.

—Eso demuestra que no tiene corazón —replicó ella, pero sus ojos indicaban que sabía que él tenía un corazón y que por eso le temía.

—¡Ya está arreglado! —dijo la esposa del embajador, disparando una nueva andanada de descargas eléctricas con el artilugio, alcanzando esta vez a Marioneta en la pierna. El autómata lanzó un grito de dolor.

—Eso a lo que ha aludido usted antes fue un error, no amor.

—Recuerde que le tengo prohibido pronunciar esa palabra, esa odiosa palabra —respondió Ana estremeciéndose, abrumada por la conversación y la sensación de empatía que experimentaba hacia el pobre y desvencijado robot destinado al desguace. Sostuvo la mano de Androide Karenina para conservar el equilibrio—. ¡Hace tiempo que deseo decirle algo! Esta noche he venido aquí expresamente para hablar con usted. He venido para decirle que esto debe terminar. Jamás me he sonrojado ante nadie, y usted me obliga a sentirme avergonzada por algo que desconozco.

Vronski la miró impresionado por la nueva belleza espiritual que traslucía su rostro.

—Yo… —dijo, pero Ana le interrumpió.

—¡No lo soporto más! —exclamó. Y soltando la mano de Androide Karenina, se colocó frente a las reverberantes descargas eléctricas, protegiendo el cuerpo de Marioneta con el suyo y gritando al robot—: ¡Vete, vete, Marioneta! ¡Puedes irte!

El robot se alejó apresuradamente, la esposa del embajador dejó de disparar y en la habitación se hizo un tenso silencio cuando todos los presentes comprendieron que el juego había terminado y Ana estaba herida. Ésta se llevó la mano a la pierna, cayó hacia atrás y esbozó una mueca de dolor.

—Yo no… no pretendía… —balbució la princesa Betsy, mientras el conde Vronski corría junto a Ana Arkadievna y se agachaba junto a ella, cortándole rápida y hábilmente la bota con su daga crepitante y examinando la quemadura eléctrica. Al mismo tiempo, Androide Karenina se agachó al lado de Marioneta, pasando las manos sobre el cuerpo del otro androide, produciendo una docena de pequeñas soldaduras, activando los mecanismos de reparación del otro robot. El resto de los asistentes se agolparon alrededor, comentando en voz baja el curioso evento que acababan de presenciar: un humano intercediendo para salvar a un robot, ¡arriesgando incluso su integridad física!

Mientras Vronski atendía la herida de Ana, le susurró al oído con desesperación:

—¿Qué quiere de mí?

—Quiero que vaya a Moscú y pida perdón a Kitty —respondió Ana.

—¿Eso desea? —dijo él.

Comprendió que Ana había dicho lo que ella misma se había forzado a decir, no lo que deseaba decir.

—Si me ama, como dice —murmuró Ana—, compórtese de forma que yo recobre la paz.

Vronski la miró con expresión radiante.

—¿Acaso no sabe que lo representa todo en mi vida? Yo no conozco paz alguna, y no puedo dársela. Puedo darle toda mi persona… y mi amor. No concibo que seamos dos seres separados. Para mí somos una misma persona. Y no veo ante nosotros la posibilidad de que ni ninguno de los dos goce de paz. Veo la posibilidad de desesperación, de desdicha…, o veo una oportunidad de alcanzar felicidad… ¡Y qué felicidad! ¿Por qué no puede ser posible? —murmuró con sus labios; pero Ana entendió su sentido.

Se devanó los sesos en busca de las palabras adecuadas. Pero en lugar de contestar, dejó que sus ojos se posaran en él, rebosantes de amor, y no dijo nada.

¡Ha ocurrido!, pensó él extasiado. Cuando empezaba a desesperarme, pensando que mi desdicha no tendría fin, ¡ha ocurrido! ¡Ella me ama! ¡Lo ha reconocido!

—Entonces hágame un favor: no me diga nunca estas cosas, seamos amigos —dijo Ana, pero sus ojos expresaban algo muy distinto.

—Jamás seremos amigos, lo sabe de sobra. En sus manos está el que seamos las personas más dichosas o más desgraciadas del mundo.

Cuando Ana se disponía a decir algo, él la interrumpió.

—Le pido sólo una cosa: concédame el derecho a confiar, a sufrir como sufro —dijo Vronski mientras hacía un nudo en su pañuelo y alisaba el bajo del vestido de Ana sobre el improvisado vendaje—. Pero si eso es imposible, ordéneme que desaparezca y lo haré. Si mi presencia le disgusta, no volverá a verme.

—No pretendo obligarle a que desaparezca.

—Le pido que no cambie nada, déjelo todo como está —dijo él con voz trémula—. Ahí viene su marido.

En ese instante Alexéi Alexándrovich entró en la habitación con su paso sereno y torpe, el ojo robótico girando lentamente en su cuenca, escrutando a todos los presentes en cada esquina de la estancia. Lupo, que había permanecido tumbado en un rincón, esperando fielmente a que su amo concluyera su conversación, se apresuró a alejarse.

Tras mirar a su esposa y a Vronski, Alexéi Alexándrovich se acercó a la anfitriona y, sentándose para degustar una taza de té, empezó a hablar con voz deliberadamente audible y su habitual tono entre socarrón y amenazador.

—Veo que su Rambouillet está en pleno cónclave —dijo observando a los asistentes—: las Gracias y las Musas.

Pero la princesa Betsy no soportaba ese tono despectivo, sneering, como decía utilizando el término inglés, y como hábil anfitriona que era entabló con él una conversación seria sobre el servicio militar obligatorio. Alexéi Alexándrovich se mostró de inmediato interesado en el tema, y empezó a defender con vehemencia el último decreto del Ministerio frente a la princesa Betsy, que lo había criticado.

Vronski y Ana estaban sentados ante la mesita, en silencio.

—Esto es indecoroso —murmuró una dama dirigiendo una mirada cargada de significado a Madame Karenina, Vronski y el marido de ésta.

—¿Qué te dije? —respondió la amiga de Ana.

No sólo las damas, sino prácticamente todos los presentes, inclusive la princesa Miágkaia y la propia Betsy, observaron repetidas veces a la pareja formada por Ana y Vronski, alejados del círculo general, como si constituyeran un hecho inquietante. Alexéi Alexándrovich fue la única persona que no los miró ni una sola vez, pues estaba enfrascado en una interesante conversación en otro lugar de la estancia.

Percatándose de la impresión desfavorable que eso producía en los demás, la princesa Betsy se las ingenió para que otra persona ocupara su lugar y escuchara a Alexéi Alexándrovich, y se acercó a Ana.

—Siempre me asombra la claridad y precisión con que se expresa su marido —dijo.

—¡Oh, sí! —respondió Ana. A continuación se acercó a la mesa grande y participó en la conversación general.

Al cabo de media hora, Alexéi Alexándrovich se acercó a su mujer y le propuso que regresaran juntos a casa. Pero ella, sin mirarle, respondió que quería quedarse a cenar. Su marido se despidió de todos y se retiró.

Después de cenar, Madame Karenina se excusó y al salir halló a su elegante Cochero/47-T/II frente a la puerta, aterido de frío. Un Lacayo/C(c)43/II abrió la portezuela del carruaje. El Portero/7e62/II mantuvo abierto el portón de la casa. Androide Karenina, con sus hábiles dedos metálicos, desenganchó el encaje de la manga de su ama que había quedado atrapado en el corchete de su capa de piel, volviendo discretamente el rostro mientras Ana, con la cabeza inclinada hacia delante, escuchaba lo que Vronski le murmuraba al tiempo que la acompañaba escaleras abajo.

—Usted no ha dicho nada, y no le pido nada —dijo él—, pero sabe que lo que deseo no es su amistad, que sólo existe una felicidad para mí en la vida, esa palabra que usted detesta… ¡Sí, amor!

—Amor —repitió Ana lentamente, sintiendo la dolorosa quemadura en su pantorrilla—. Amor. —(Esa noche, cuando se quedó dormida, creyó recordar haber oído a Androide Karenina pronunciar también esa palabra —«amor»—, aunque era imposible: su querida compañera no podía hablar, no poseía un Vox-Em.)—. Esa palabra no me gusta —dijo a Vronski—. Me disgusta porque significa mucho para mí, mucho más de lo que usted puede comprender —añadió mirándole a la cara—. Au revoir!

Ana le tendió la mano y con su paso rápido y ágil pasó frente al Portero/7e62/II y desapareció en el interior del carruaje.

Su mirada, el tacto de su mano, enardeció a Vronski. Besó el lugar en la palma de su mano que ella había tocado. Lupo alzó la cabeza y soltó su artificial aullido, que parecía casi real, hacia el resplandor de la luna llena, como saludando a las personas que moraban allí.

Androide Karenina
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