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Junto a la arena donde iba a celebrarse el torneo habían erigido una especie de escudo de metal conocido como «el silo», al que habían transportado la víspera el Exterior de Vronski. Aún no lo había visto allí. Durante los últimos días no se había ejercitado con su Exterior, por lo que ignoraba en qué condiciones había llegado ayer y en qué condiciones estaba hoy.
Vronski se sentía lógicamente orgulloso de su Exterior, llamado Frufrú, que había construido y modificado a su gusto, con ayuda de un brillante ingeniero inglés que había contratado como mécanicien por un elevado precio. Cada movimiento de Frufrú era controlado por Vronski, metido dentro de la armadura, con su cuerpo acoplado al delicado sistema sensorial compuesto por docenas de cables.
—¿Cómo está Frufrú? —preguntó el conde en inglés al ingeniero.
—Muy bien, señor —respondió el mécanicien con voz gutural—. Vamos —añadió el inglés, arrugando el ceño y hablando con la boca cerrada, y salió moviendo los codos y caminando como un pato.
Entraron en el pequeño patio frente al establo, seguidos por un chico-diana, tembloroso y vestido con un traje acolchado de pies a cabeza. Cuando atravesaron el silo, Vronski reconoció a otros cinco Exteriores que ocupaban sus respectivas casillas; uno de ellos era Matrioshka, el Exterior de su principal adversario, Mahutin, que había sido transportado allí y sin duda destacaba entre los demás.
Más que a su Exterior, Vronski ansiaba ver a Matrioshka, al que nunca había visto. Pero sabía que, según las normas de la Matanza Selectiva, no sólo tenía prohibido ver a otro de los exoesqueletos, sino que era impropio que hiciera preguntas acerca de él. Mientras avanzaban por el pasillo, el chico abrió la puerta del segundo establo a la izquierda, y Vronski vislumbró la máquina de combate que le inspiraba más curiosidad: Matrioshka era un Exterior de aspecto curiosamente inocente, con una parte inferior inmensa y redondeada, una parte superior más reducida pero también redondeada, y el rostro de un campesino con barba, burdamente pintado con expresión de payaso. El conde se detuvo, sorprendido de que el Exterior de Mahutin presentara un aspecto tan afable, incluso cómico; luego, sintiéndose como un hombre que aparta los ojos de una carta abierta que está dirigida a otro, se volvió y entró en la casilla de Frufrú.
Frufrú era un Exterior de tamaño mediano, construido con forma humanoide a partir de una docena de placas metálicas gigantescas y curvadas que se solapaban. Vronski había desembolsado una elevada suma para adquirir la cantidad de aleación de groznio necesaria para revestir todo su cuerpo, cuyas juntas estaban construidas con tal habilidad que ninguna artillería enemiga a la que él se había enfrentado había sido capaz de traspasarla. En cuanto a su capacidad ofensiva, Frufrú estaba equipada con tres unidades rotatorias de fuego graneado instaladas en unos conos en el torso, además de una rejilla situada frente al «rostro» de la máquina, desde la cual, cuando lo deseara, Vronski podía lanzar unas descargas de electricidad globular del tamaño de balas de cañón contra el adversario que eligiera.
Toda la figura de Frufrú, y en especial la cabeza, emanaba una expresión de vigor, de apabullante capacidad ofensiva, y al mismo tiempo de delicadeza. Algunos Exteriores parecían tan sólo unas máquinas mortíferas, unas gigantescas armas con un agujero para introducirse en ellas; pero Frufrú era uno de esos Exteriores —menos que un Categoría III, pero más que un simple Categoría II— que si no hablaban eran tan sólo porque no incorporaban un orificio que hiciera las veces de boca. En cualquier caso, a Vronski le parecía que el robot comprendía todo cuanto él sentía con sólo mirarle.
Tan pronto como fue conectado a la docena de electrodos pulsantes que le permitían comunicarse con los relés de control de Frufrú, la máquina movió las enormes placas blindadas a la altura de las articulaciones, giró sus ojos en sus cavernosas cavidades oculares y apuntó sus tres unidades de fuego graneado en tres direcciones.
—Como verá, está muy nerviosa —observó el inglés.
—¡Tranquila, cariño, tranquila! —dijo Vronski con tono apaciguador a la armadura—. ¡Cálmate, cariño! —repitió dándole una palmada en su parte posterior, que relucía en la penumbra del establo—. Hagamos una prueba.
A continuación, el ingeniero abrió el torso de metal de la máquina y Vronski se introdujo en ella, acoplando las docenas de cables a las correspondientes entradas instaladas en la tabla de contacto de Frufrú. El corazón le latía con fuerza, una sensación a la vez turbadora y exquisita. Cuando la máquina se calentó, y Vronski sintió el familiar y delicioso cosquilleo de su cuerpo que parecía fundirse con los reflejos sintéticos de la armadura, el chico-diana trató de huir, pero fue acorralado por Lupo, que soltó un gruñido amenazador a fin de mantenerlo a raya hasta que su amo estuviera listo para poner a prueba su capacidad ofensiva.
—Por favor, excelencia —dijo el chico-diana—. Quizá…
El inglés puso los ojos en blanco y le asestó un pescozón.
—Sólo será un disparo de mediana potencia.
Vronski, que se sentía tan cómodo en el familiar espacio interior de Frufrú como un niño en el útero materno, ordenó a su Exterior que disparara y éste obedeció, lanzando desde la rejilla frente a su rostro una descarga de pura energía eléctrica contra el chico-diana. Aunque era en efecto un disparo de mediana potencia, cuando Vronski se despojó de la armadura y él y el inglés salieron del establo al soleado exterior, dejaron al chico-diana tras ellos, temblando espasmódicamente mientras poco a poco se recobraba postrado en el duro suelo del silo.
—Bien, confío en usted —dijo Vronski al inglés—. A las seis y media en la arena.
—De acuerdo —respondió el ingeniero—. ¿Adónde se dirige, milord? —preguntó de sopetón, empleando el título que apenas había utilizado hasta ese momento.
Asombrado, Vronski alzó la cabeza y fijó la vista, como sólo él sabía hacer, no en los ojos del inglés, sino en su frente, sorprendido por el descaro de su pregunta. Pero al comprender que al formulársela el inglés le había mirado no como a un patrono, sino como a un combatiente, respondió:
—Debo hacer una visita; regresaré a casa dentro de una hora. —Acto seguido se sonrojó, cosa que le ocurría rara vez.
El inglés le miró con gesto grave, y como si él supiera también adónde iba Vronski, añadió:
—Lo importante es conservar la serenidad antes de un torneo. Procure no enojarse ni disgustarse por nada. Y tenga precaución en las carreteras. Corre el rumor de que los del SinCienPados han minado las que se hallan en torno a la arena con bombas de emotividad.
Vronski arrugó el ceño. Las bombas de emotividad eran muy peliagudas: unos detonadores accionados por las secreciones fisiológicas debidas al estado de ánimo de los transeúntes, como la química del sudor.
—De acuerdo —respondió, y se marchó, con las placas sensoriales en miniatura adheridas todavía a su cuerpo, con las que más tarde retomaría su conexión con Frufrú, y mediante las cuales el ingeniero podía monitorizar, a través de la telegrafía vibratoria, su estado fisiológico hasta el momento de la competición.
Apenas se alejó unos pasos, los nubarrones que habían amenazado lluvia todo el día descargaron un aguacero torrencial.