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Aquello que para Vronski había sido, durante casi un año, el deseo más absorbente de su vida, sustituyendo a todos los demás; aquello que para Ana había constituido el sueño de una dicha imposible, terrible, y por ello más seductor, aquel deseo se había cumplido. Estaban solos, completamente solos; sus respectivos autómatas Categoría III no estaban presentes. En virtud de un acuerdo tácito, ambos los habían dejado en casa para acudir al lugar donde habían quedado citados, pues los robots tenían prohibido asistir al fenómeno más humano.
Vronski estaba de pie ante ella, pálido, su mandíbula inferior temblorosa, rogándole que conservara la calma, sin saber cómo ni por qué.
—¡Ana! ¡Ana! —dijo con voz entrecortada—. ¡Ana, por lo que más quieras…!
Pero cuanto más alzaba él la voz, más agachaba ella la cabeza, antes orgullosa y alegre, ahora cubierta de vergüenza, mientras resbalaba sobre el sofá en que estaba sentada y caía a los pies de él; y habría caído sobre la alfombra, de no haberla él sujetado.
—¡Que Dios me perdone! —dijo Ana sollozando, oprimiendo las manos de él contra su pecho.
Se sentía tan pecadora, tan culpable, que sólo le cabía humillarse y pedir perdón; y puesto que ahora sólo le tenía a él en la vida, a él dirigió su súplica de perdón. Al mirarlo, experimentó una sensación física de humillación, y no pudo decir más. Él se sentía como un asesino al contemplar el cuerpo al que ha arrebatado la vida. Ese cuerpo, al que él había arrebatado la vida, era el amor que se profesaban, la primera fase de su amor. Había algo terrible y repulsivo en el recuerdo de lo que habían adquirido al tremendo precio de la vergüenza. La vergüenza en su desnudez espiritual abrumaba a Ana, contagiándolo a él. Pero pese al horror que siente el asesino ante el cadáver de su víctima, tenía que despedazarlo, ocultarlo, utilizarlo en provecho de lo que había conseguido con su crimen.
Y el asesino se arroja sobre el cadáver con furia, con pasión, por decirlo así, lo arrastra y lo despedaza; de modo que cubrió de besos el rostro y los hombros de Ana. Ella sostuvo su mano, sin moverse.
—Sí, estos besos…, esto es lo que hemos adquirido con esta vergüenza. Sí, y una mano, que siempre será mía…, la mano de mi cómplice. —Ana alzó esa mano y la besó. Él cayó de rodillas, tratando de ver su rostro; pero ella lo ocultó, sin decir nada. Por fin, sobreponiéndose, se levantó, apartándolo de sí. Su rostro era tan bello como siempre, pero su belleza inspiraba, precisamente por ello, una mayor compasión.
—Todo ha terminado —dijo Ana—. Sólo te tengo a ti. Recuérdalo.
—Jamás podré olvidar lo que representa toda mi vida. Durante unos instantes de esta dicha…
—¡Esta dicha! —protestó ella horrorizada. En esos momentos no podía expresar con palabras el sentimiento de vergüenza, de éxtasis y de horror que experimentaba por haber iniciado una nueva vida, y no quería hablar de ello, banalizar ese sentimiento con palabras inadecuadas—. Por compasión, ni una palabra, ni una…
Como para reforzar su determinación de que él guardara silencio, Ana se detuvo sin terminar la frase. Vronski observó que no sólo había dejado de mover su hermosa boca, sino todo su cuerpo: toda ella estaba inmóvil, los ojos entornados, las piernas y los brazos quietos, inmóvil como una estatua sobre el lecho.
—¿Ana? —exclamó él—. ¡Ana! ¿Qué te ocurre?
Es él, pensó Vronski de inmediato, refiriéndose a Alexéi Alexándrovich, su extraño y cruel marido nos ha descubierto y ha conseguido envenenarla… Pero esto era algo más extraño y potente que cualquier veneno: pues mientras la observaba, el cuerpo de Ana, inmóvil como tallado en mármol, se alzó muy despacio unos centímetros del lecho y comenzó a oscilar frenéticamente en el aire.
—¡Ana!
Vronski alargó hacia ella una mano temblorosa, sin saber qué hacer, avergonzado de confesarse a sí mismo que temía incluso tocarla, cuando el episodio concluyó tan de repente como había comenzado. El cuerpo de Ana dejó de temblar y cayó con suavidad sobre el lecho, reanimado; a continuación, ésta retomó la conversación en el punto donde se había detenido.
—… una palabra más —dijo ella, mientras Vronski la miraba tratando de descifrar lo que había presenciado.
—Ana —dijo el conde por fin—. Ana, yo…
Pero era demasiado tarde. Con una expresión de fría desesperación, incomprensible para él, ella se despidió y se marchó.
En sueños, cuando Ana no podía controlar sus pensamientos, su situación se le presentaba en toda su angustiosa crudeza. Había un sueño que la atormentaba prácticamente cada noche. Soñaba que ambos eran su marido al mismo tiempo, que ambos la cubrían de caricias. Alexéi Alexándrovich lloraba, besándole las manos y diciendo: «¡Qué felices somos ahora!». Alexéi Vronski también estaba presente, y también era su marido. Lupo también estaba ahí, merodeando a su alrededor en círculos, olfateando las arrugadas sábanas; y el rostro metálico de Alexéi también estaba presente, reluciendo a la luz de las lumières; y de pronto, al bajar la vista mientras abrazaba a Vronski, Ana veía que su cabeza humana se había fundido misteriosamente con el refulgente cuerpo de robot de Androide Karenina.
Este sueño la oprimía como una pesadilla de la que Ana despertaba aterrorizada.