12

Al día siguiente el enfermo recibió el viático y la extremaunción de un sacerdote, que se situó por precaución, con la cruz alzada ante él, a un metro del lecho del enfermo. Durante la ceremonia Nikolái Levin rezó con fervor. Sus grandes ojos, girando en sentido opuesto uno de otro, trataban sin éxito de fijar la vista en la imagen sagrada que estaba dispuesta sobre una mesa de juego cubierta con un paño de colores. A Levin le resultó muy doloroso contemplar los ojos implorantes y esperanzados, y el cuerpo enflaquecido, consumido y cubierto de llagas, hacer la señal de la cruz sobre su frente tensa y picada de viruelas, y los prominentes hombros y el pecho cóncavo y sacudido por su trabajosa respiración, lo cual no guardaba ninguna afinidad con la vida por la que el enfermo rogaba. Durante el sacramento Levin hizo lo que él, que no era creyente, había hecho mil veces. Dirigiéndose a Dios, dijo: «Si existes, haz que este hombre se cure» (palabras que han sido repetidas un sinfín de veces), «y Tú nos salvarás a él y a mí». Cuando el sacerdote se fue, Sócrates salió de su escondite, y Levin cargó en su tercer compartimento las mismas oraciones de esperanza, reproduciéndolas una y otra vez.

Después de recibir la extremaunción, el enfermo se recuperó de forma sorprendente. No tosió durante toda una hora, y en su torso no apareció ninguna turgencia. Sonrió, besó la mano de Kitty, dándole las gracias con lágrimas en los ojos, y dijo que se sentía bien, que ya no tenía dolor, y que se sentía fuerte y hambriento. Incluso se incorporó para tomarse la sopa que habían calentado en un primitivo Hornillo/1/I, y pidió también una chuleta. Pese a lo enfermo que estaba, y lo evidente que era a primera vista que no podía recuperarse, Levin y Kitty sintieron durante esa hora el mismo estado de emoción y felicidad, aunque temían estar equivocados. Hasta Karnak emitió unos roncos y jubilosos sonidos, al tiempo que unas motas de un color naranja esperanzado aparecían en sus ojos marrones como el lodo.

—¿Está mejor?

—Mucho mejor.

—Es maravilloso.

—No tiene nada de maravilloso.

—En cualquier caso, está mejor —murmuraron, sonriéndose entre sí.

El engaño en el que habían caído no duró mucho. El enfermo se sumió en un sueño apacible, pero al cabo de media hora se despertó sacudido por un violento acceso de tos, acompañado por la brusca reaparición del extraño fenómeno que hacía que su abdomen se hinchara exageradamente, un bulto que se extendió por todo su cuerpo, desde el cuello hasta los muslos. De golpe toda idea de posible curación se desvaneció. La realidad de su sufrimiento dio al traste con las esperanzas de Levin, de Kitty y del propio enfermo, eliminando toda duda e incluso el recuerdo de pasadas expectativas de recuperación.

A las ocho de la tarde Levin y su esposa tomaban una taza de té en su habitación cuando María Nikolaievna entró apresuradamente. Estaba pálida y le temblaban los labios.

—¡Se está muriendo! —musitó—. Temo que esté a punto de morir.

Ambos corrieron a la habitación de Nikolái. Éste estaba postrado en la cama, oscilando de un lado a otro, su vientre hinchado y arrugado, con unas nuevas llagas que le cubrían el cuello, los brazos, la larga y encorvada espalda y la cabeza, que tenía inclinada sobre el pecho.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Levin con voz queda.

—Está dentro de mí —respondió Nikolái de forma enigmática, pero con absoluta nitidez, esforzándose en articular las palabras.

Levin dedujo que su hermano se refería a que en su interior anidaba el espíritu de la muerte, decidido a devorarlo.

—Dentro de mí —repitió Nikolái.

—¿Por qué te figuras eso? —preguntó Levin, por decir algo.

—Está dentro… dentro… Quiere salir —insistió, como si esa frase le complaciera—. Tiene que salir. Es el fin.

María Nikolaievna se acercó a él.

—Tiéndete, estarás más cómodo —dijo.

—No tardaré en tenderme para siempre —contestó pausadamente, al tiempo que un enorme bulto de carne brotaba de su torso—. Cuando esté muerto.

Levin ayudó a su hermano a tenderse boca arriba, se sentó junto a él y contempló su rostro, conteniendo el aliento. El moribundo yacía con los ojos cerrados, pero los músculos de su frente se contraían de vez en cuando, como si unas criaturas vivas y grotescas danzaran debajo de su piel. Levin pensó junto con Nikolái, involuntariamente, en lo que a éste le ocurría, pero pese a sus esfuerzos mentales por seguirle, comprendió, por la expresión seria y apacible de su rostro, que el moribundo veía cada vez con mayor claridad lo que para él seguía estando oscuro.

—Sí, sí —articuló Nikolái de forma lenta y entrecortada, hablando con dificultad con una lengua que se hinchaba y se deshinchaba, se hinchaba y se deshinchaba.

—Dios santo —dijo Levin a Sócrates en voz baja—. ¿Qué forma de morir es ésta?

La agonía duró otros tres días; el enfermo seguía igual. Todos anhelaban que muriera al ver su lamentable estado, retorciéndose y gimiendo; todo pensamiento del peligro que corrían los robots Categoría III, de que pudieran ser capturados, fue olvidado frente a semejante sufrimiento. Nikolái arqueaba la espalda y apretaba los dientes; se agarraba su vientre pulsante. En algunos momentos, aunque raros, cuando el zumbido de la Caja Galena aliviaba unos instantes sus dolores, murmuraba, semidormido, que lo sentía en su corazón con más intensidad que los demás: «¡Ojalá llegue pronto el fin!», o una frase más inquietante, «Está dentro de mí…, está dentro…, dentro…». De vez en cuando, el viejo y cansado Karnak se sentaba en el suelo imitando la postura doliente de su amo, apoyando sus oxidados accionadores finales en su maltrecho y abollado torso.

El constante horror del sufrimiento de Nikolái era tan agotador que al décimo día de su llegada a la ciudad Kitty se sintió ligeramente indispuesta. Levin no pudo reprimir una expresión preocupada, que su esposa comprendió de inmediato.

—¿Acaso temes —preguntó reprimiendo unos sollozos— que haya contraído la enfermedad de Nikolái?

—Por supuesto que no, querida. Es imposible. —Levin la abrazó. Pero después de acompañarla a la cama y ayudarla a acostarse para que descabezara un sueño reparador a mediodía, examinó detenidamente su cuello y su frente, en busca de las terribles ondas que surcaban la piel de su hermano. Pero no; Kitty no se había contagiado.

Después de comer la joven se enfundó de nuevo sus prendas protectoras y fue a atender como siempre al enfermo. Cuando entró en la habitación, éste la miró muy serio, y sonrió con desdén en cuanto ella le dijo que se había sentido indispuesta. Ese día Nikolái tenía todo el cuerpo lleno de llagas, purulentas y rojas, como cráteres activos.

—¿Cómo se siente? —le preguntó Kitty.

—Peor —respondió el enfermo no sin esfuerzo—. ¡Me duele!

—¿Qué le duele?

—Todo —respondió Nikolái señalando su cuerpo cubierto de úlceras y colgajos de piel.

—Morirá hoy, ya lo verán —dijo María Nikolaievna. Aunque lo dijo en voz baja, el enfermo, cuyo oído Levin había notado que tenía muy fino, debió de oírlo. Levin dijo a la mujer que se callara y miró a su hermano. Nikolái lo había oído; pero esas palabras no le produjeron el menor efecto. Sus ojos, rodeados de pequeñas llagas en las mejillas y los párpados, mostraban la misma expresión intensa y de reproche.

—¿Por qué cree eso? —preguntó Levin a la mujer cuando ésta salió con él al pasillo.

—Ha empezado a rascarse —contestó María Nikolaievna.

—¿Cómo?

—Así —respondió la mujer, rascándose con furia los brazos y las piernas, como tratando de arrancarse algo que tenía debajo de la piel.

El pronóstico de María Nikolaievna se cumplió. Por la noche el enfermo no podía alzar las manos y tenía la mirada fija al frente, con la misma expresión de intensa concentración. Incluso cuando su hermano o Kitty se inclinaban sobre él, para que pudiera verlos, su expresión no mudaba. La joven mandó llamar al sacerdote para que rezara por el moribundo.

De pronto, mientras el cura le impartía la bendición, Nikolái fue presa de unos violentos espasmos, agitando las manos y temblando como un puente sacudido por la pleamar. El sacerdote trató de seguir rezando mientras el agonizante se revolvía como un poseso en la cama; todas las llagas que le cubrían el cuerpo pulsaban con furia, y cuando arqueó la espalda y puso los ojos en blanco, las pupas empezaron a supurar una bilis de color cobalto semejante a diminutas y repugnantes bocas de dragones escupiendo gotas de fuego. El sacerdote se apresuró a tomar su Libro Sagrado y continuó orando, extendiendo una temblorosa mano para tratar de depositar la cruz sobre la gélida frente de Nikolái, pero el moribundo no cesaba de moverse con violencia de un lado a otro, golpeándose el vientre, que se había hinchado hasta extremos obscenos. No cesaba de gemir frenéticamente, y Karnak emitió un agudo y angustioso alarido de congoja.

—Está dentro —exclamó Nikolái—, dentro…

En ese momento la puerta se abrió bruscamente y dos hombres jóvenes y apuestos, empuñando sus pistolas reglamentarias, irrumpieron en la habitación del enfermo.

—Somos representantes del Ministerio de Robótica y Administración del Estado. Hemos venido hoy a… ¡Dios bendito!

Mientras el joven hablaba, Nikolái se incorporó en la cama al tiempo que su piel se desprendía de su cuerpo como cuando alguien arranca el envoltorio de un juguete de Categoría I, mientras fragmentos de su carne volaban en todas direcciones, diseminándose por el suelo de la habitación como pedacitos de papel y cenizas. Todos los presentes, inclusive los dos Soldados de Juguete, se quedaron helados cuando Nikolái Dmitrich lanzó un último grito gutural y su cabeza cayó hacia atrás en una postura anómala. Los restos de su cuerpo fueron arrancados como de un caparazón inservible: arrancados por un ser infrahumano, encorvado y babeante, de más de dos metros de altura, cuyo exoesqueleto verde grisáceo, que no cesaba de flexionar, estaba cubierto de bultos irregulares. El monstruo, que se había colocado a horcajadas sobre el lecho, tenía docenas de ojos situados en torno a un morro alargado de reptil, rematado por un pico torcido de color amarillo pardusco. Su cola gruesa y escamosa se agitaba de un lado a otro de la habitación, mientras sus cuatro brazos, cortos y rematados por una feroz garra de tres dedos, no cesaban de moverse en todas direcciones.

Levin gritó y se apresuró a colocarse delante de Kitty; el sacerdote rompió a llorar, musitando unas oraciones con la cabeza inclinada sobre el pecho. Tatiana saltó, ejecutando un ágil jeté desde donde se ocultaba, junto a Sócrates, detrás de la cortina al fondo de la habitación, y aterrizó sobre uno de los Soldados de Juguete.

—¡Ay! ¡Socorro! —gritó éste mientras el robot Categoría III, cuya habitual tonalidad rosada estaba teñida de un naranja furioso, trataba de arrancarle los ojos con sus largas y bien cuidadas uñas de groznio—. ¡Socorro!

Su colega no tuvo tiempo de reaccionar: pues mientras los otros observaban como hipnotizados, la criatura infrahumana lanzó un penetrante grito de guerra, saltó del lecho, flexionó sus gigantescas garras en el aire y aterrizó sobre el otro Soldado de Juguete, quien al fin había tenido la presencia de ánimo de alzar la pistola y apuntar contra el monstruo. Pero antes de que pudiera disparar, la bestia le aferró la cabeza con su pico, atrapándole entre sus fauces.

El monstruo se alzó sobre sus patas traseras, sosteniendo en la boca el cuerpo inerme del soldado, propinó un tremendo porrazo a la pared con su gruesa cola y salió a través de la puerta, que estaba hecha añicos.

Entretanto, Tatiana seguía inclinada sobre el otro Soldado de Juguete, golpeándolo con robótico celo, asestándole docenas de puñetazos por segundo, hasta que el hombre dejó de moverse. El ágil Categoría III se sentó entonces sobre su cuerpo durante unos momentos al tiempo que los insistentes destellos de sus ojos recobraban lentamente su pulso normal y regular.

Durante esta escena, Levin contemplaba con sensación de impotente confusión el lecho del enfermo, donde había yacido su hermano, convertido ahora en un amasijo de sábanas empapadas, cubiertas de fragmentos de cuero cabelludo, trozos de carne de color macilento y montoncitos de piel grisácea. Sócrates se apresuró a ayudar a Tatiana a levantarse, tras lo cual se inclinó para examinar el maltrecho cuerpo del Soldado de Juguete, tomando de entre los instrumentos metálicos que colgaban de su barba una lupa que aumentaba cien veces el tamaño de los objetos.

Kitty miró a su Categoría III con una mezcla de confusión, cariño y temor.

—No puedo expresarte mi gratitud por haberte arriesgado a defender nuestra integridad física, y la tuya. Pero, pero, Tati… —Se detuvo, y Levin tuvo que completar la frase:

—Tatiana, has violado las Leyes de Hierro. ¡Ningún robot puede golpear a un ser humano! ¿Cómo es posible que estuvieras programada para llevar a cabo semejante acción?

No estoy segura —respondió el androide lentamente, afanándose en alisarse el tutú con un trémulo accionador final.

Yo se lo explicaré —terció Sócrates, alzando la vista del cuerpo inerte del Soldado de Juguete—. Esto no es el cadáver de un ser humano. Es de groznio. Estos hombres eran robots.

Mientras Kitty y él se despedían llorando de sus valerosos y queridos compañeros, y emprendían el regreso en coche a Pokróvskoie, Dmitrich Levin debía enfrentarse a dos misterios: la espeluznante muerte de su hermano, al parecer convertido en un instrumento de incubación de una abominable y extraña criatura, y la revelación de que el nuevo cuadro de elite del Ministerio, el encargado de recoger a los robots Categoría III de la nación para practicarles los oportunos ajustes, no estaba compuesto por personas, sino por unos robots humanoides. Estos misterios reavivaron en Levin la sensación de horror frente al enigma irresoluble que se le había presentado esa noche de otoño cuando su hermano había dormido junto a él. Era una sensación aún más intensa que entonces; en esos momentos se sentía incluso más incapaz de comprender el sentido de la vida y la muerte, y su inevitable naturaleza se le antojaba más terrible que nunca.

Pero ahora, gracias a la presencia de su esposa, esa sensación no le llevaba a la desesperación. Pese a la muerte y el temor, sentía la necesidad de vivir y amar. Sentía que el amor le salvaba de la desesperación, y que este amor, bajo la amenaza de la desesperación, se había hecho más fuerte y puro. El misterio de la muerte, aún sin resolver, apenas había pasado ante sus ojos, cuando había surgido otro misterio, tan irresoluble o más, que le impulsaba hacia el amor y la vida.

Cuando llegaron a casa, el médico provinciano confirmó las sospechas de Levin con respecto a la salud de Kitty: su indisposición era síntoma de que se hallaba en estado de buena esperanza.

Nikolái Dmitrich emitió un último grito gutural antes de que su cabeza cayera hacia atrás en una postura anómala.

Androide Karenina
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