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Convencida de que la reconciliación era definitiva, Ana se afanó en organizar la partida de ambos, sin detenerse a reparar la maltrecha alcoba. Aunque no había decidido cuánto tiempo permanecerían en la Luna, o si se llevarían a algún criado, puesto que ambos habían cedido el uno ante el otro, se apresuró a hacer el equipaje. Estaba en su habitación, frente a una caja abierta, sacando de ella unas cosas, cuando él entró a verla más temprano de lo habitual, vestido para salir.
Piotr entró para pedir al conde que firmara el acuse de recibo de un telegrama de San Petersburgo. A Ana le intrigaba esta nueva tecnología destinada a sustituir la simple elegancia de las comunicaciones de un monitor a otro, pero Vronski guardó rápidamente el papel en el bolsillo, como deseoso de ocultarle algo.
—Mañana, sin falta, partiremos a la Luna.
—¿De quién es el telegrama? —preguntó ella, sin escucharle.
—De Stiva —respondió él de mala gana.
—¿Por qué no me lo has enseñado? ¿Qué secreto puede haber entre Stiva y yo?
—No quería enseñártelo porque tu hermano es un apasionado de la telegrafía; parece haber descubierto un motivo especial de deleite en este nuevo sistema de comunicación. Pero ¿por qué me lo ha enviado? Aún no hay nada decidido.
—¿Ha hablado con Karenin?
—Sí, pero dice que todavía no ha tomado una decisión. Ha prometido darnos una respuesta definitiva dentro de un par de días. Toma, léelo.
Ana tomó el telegrama con manos temblorosas y leyó algo muy distinto de lo que Vronski le había dicho. «Tiene el poder y la intención de destruiros a los dos STOP Aún no ha decidido cuándo o cómo os destruirá STOP Lo lamento STOP Lo lamento mucho FIN.».
—Ayer te dije que estaba segura de que nos denegaría nuestra petición de amnistía —dijo Ana enrojeciendo—. ¿Por qué supusiste que esta noticia me afectaría tanto que decidiste ocultármela? —preguntó con tono adusto.
—¿Por qué? ¡Porque tu marido, que se ha convertido en el hombre más poderoso de Rusia, ha jurado destruirnos!
—Ya habíamos iniciado los preparativos para viajar a la Luna. Partiremos enseguida, y una vez allí, decidiremos nuestro siguiente paso. Quizá regresemos a Vozdvizhenskoe, quizá…
Vronski la interrumpió con gesto hosco.
—¡Quiero algo definitivo!
—Lo definitivo no está en la forma sino en el amor —replicó ella, cada vez más irritada por el tono frío y sosegado con que hablaba, más que por sus palabras.
—Estoy convencido de que tu irritabilidad desde que hemos regresado a Moscú se debe en buena parte a nuestra situación.
Ahora que ha dejado de lado todo fingimiento, su frío odio hacia mí es evidente, pensó ella, sin escuchar sus palabras, pero mirando aterrorizada al juez frío y cruel que la observaba con desprecio a través de sus ojos.
—Bien, nuestra situación está ahora muy clara —dijo por fin Ana, sosteniendo el telegrama con dos dedos—. Nuestra sentencia es definitiva.
Al salir Vronski vio en el espejo el rostro de Ana, pálido, con los labios temblorosos. Quiso detenerse y decirle unas palabras de consuelo, pero antes de que se le ocurriera lo que debía decirle, sus piernas le condujeron fuera de la habitación. Pasó todo el día fuera de casa, y cuando regresó por la noche, le informaron de que Ana Arkadievna se sentía indispuesta debido a su lucha con el alienígena y no deseaba que entrara a verla.