17

Ana y Androide Karenina pasaron todo el día en casa de los Oblonski, sin recibir a nadie, aunque algunas amistades de Ana se habían enterado de su llegada y fueron a verla. Pasó toda la mañana con Dolly y los niños. Se limitó a enviar un breve recado a su hermano diciéndole que fuera a comer a casa sin falta. «Ven, Dios es misericordioso», escribió.

Oblonski fue a comer a casa. La conversación giró en torno a temas generales, y su esposa, al dirigirse a él, lo llamaba «Stiva», cosa que no había hecho hasta entonces. Las relaciones entre marido y mujer seguían siendo distantes, pero nadie hablaba ya de una separación, y Stepan Arkadich vio la posibilidad de una explicación y reconciliación. En cierto momento, el Pequeño Stiva, mientras atendía como de costumbre a su amo, se atrevió a emitir unos destellos a través de sus ojos instalados en su placa frontal, en un intento de coquetear con Dolichka, que se volvió de espaldas pero no le asestó un sopapo.

Enseguida después de cenar apareció Kitty. Conocía a Ana Arkadievna, pero sólo superficialmente, y acudió a casa de su hermana un tanto nerviosa ante la perspectiva de conocer a la elegante dama de San Petersburgo de la que todo el mundo hablaba en términos elogiosos. Pero la joven comprendió de inmediato que había impresionado de forma favorable a Ana Arkadievna. Ésta admiró sin reservas su belleza y juventud, y antes de que Kitty pudiera darse cuenta, había caído no sólo bajo su influjo, sino que se había prendado de ella, como las muchachas suelen prendarse de mujeres casadas mayores que ellas. Ana no respondía a la imagen de dama de la alta sociedad, ni de madre de un niño de ocho años. Por la elasticidad de sus movimientos, la espontaneidad y persistente animación que traslucía su rostro y se reflejaba en su sonrisa y su mirada, habría pasado por una muchacha de veinte años, de no ser por una expresión seria y triste que a veces asomaba a sus ojos, la cual impresionó y fascinó a Kitty. Su Categoría III, Androide Karenina, parecía poseer, pese a su absoluto mutismo, unas emociones profundas y delicadas; era una figura inaccesible, compleja y poética, distinta de cualquier compañero o compañera robot que Kitty había conocido.

Después de cenar, cuando Dolly se retiró a su habitación, Ana se levantó rápidamente y se acercó a su hermano, que se disponía a fumarse un puro tras abrir el torso del Pequeño Stiva para encenderlo en su horno de groznio.

—Ve, Stiva —le dijo guiñándole el ojo alegremente y dirigiendo la vista hacia la puerta—. Y que Dios te asista.

Stepan Arkadich arrojó el puro al interior del torso del Pequeño Stiva, donde se consumió, devolvió el guiño a su hermana y salió de la estancia.

—¿Cuándo se celebra tu próximo baile? —preguntó Ana a Kitty.

—La semana que viene. ¡Será un baile espléndido! ¡Al fin me consideran una mujer lo suficiente mayor como para recibir mi Categoría III!

—Enhorabuena —murmuró Ana Karenina, tratando de recordar los días de su vida, hacía muchos años, antes de que le regalaran su androide; apenas recordaba una época en que no gozara de la reconfortante presencia de su querida compañera a su lado.

—Sí —añadió Kitty alegremente—. Presiento que será uno de esos bailes en que una se divierte de lo lindo.

—Yo ya no voy a bailes que me diviertan —dijo Ana, y Kitty detectó en sus ojos ese misterioso mundo al que ella no tenía acceso—. Sólo algunos me resultan menos pesados y aburridos.

—¿Cómo puede usted aburrirse en un baile?

—¿Por qué no iba a aburrirme en un baile? —replicó Ana.

—Porque siempre debe de ser la más guapa.

Ana tenía la facultad de ruborizarse. Se sonrojó un poco y dijo:

—En primer lugar, no es así; y segundo, aunque lo fuera, ¿qué más da?

—¿Asistirá a ese baile? —preguntó Kitty—. Me alegraría que lo hiciera. Me gustaría verla bailar.

—Si voy, me consolaré pensando que ello te complace.

—Imagino a su androide en el baile envuelta en una tonalidad lila —dijo Kitty dirigiendo una rápida mirada a Androide Karenina, que había vuelto su placa facial hacia la ventana, contemplando al parecer el Ojo de la Torre, que efectuaba su lenta y eterna revolución.

—¿Por qué precisamente lila? —inquirió Ana sonriendo. Con frecuencia los Categoría III eran programados, cuando acudían a un evento social, para resplandecer «de la proa a la popa» mostrando unos colores vivos, a fin de prestar un je ne sais quoi al aspecto de sus amas—. Ya sé por qué deseas que asista al baile. ¡Tal vez esperas abandonarlo acompañada de su robot y de un acompañante humano! Y quieres hacer partícipes de ello a todos los presentes.

—¿Cómo lo ha adivinado? Es cierto.

—¡Estás en la época más feliz de tu vida! —prosiguió Ana—. Recuerdo esa sensación como si la gravedad estuviera ligeramente suspendida, no sólo en los bailes, sino en todas partes. Esa bruma que lo cubre todo durante esa maravillosa época en que la infancia llega a su fin, y de ese vasto círculo, alegre y feliz, parte un sendero que se va estrechando, y el mero hecho de entrar en un salón de baile, iluminado y espléndido, hace que una se sienta al mismo tiempo eufórica y nerviosa… ¿Quién no ha pasado por ello?

Kitty sonrió sin decir nada. Pero ¿cómo lo vivió ella? ¡Cuánto me gustaría conocer su historia de amor!, pensó la joven recordando el aspecto envarado y nada romántico de Alexéi Alexándrovich, su marido.

—Sé algunas cosas que Stiva me ha contado, y te felicito. Vronski me cayó muy bien —continuó Ana—. Le conocí en la estación del Grav.

—¿Estaba allí? —preguntó Kitty ruborizándose—. ¿Se lo ha dicho Stiva?

—Sí, me ha chismorreado algunas cosas. Ayer viajé con la madre de Vronski —continuó la Karenina—, la cual no hizo más que hablar de él; es su hijo favorito. Sé que una madre no puede ser objetiva, pero…

—¿Qué le contó su madre?

—¡Muchas cosas! Sé que es su hijo predilecto; es evidente que es todo un caballero… Por ejemplo, su madre me dijo que había servido en las Guerras Fronterizas, y que ahora está con un regimiento que se dedica a capturar a los agentes del SinCienPados. Ha destruido a muchos koschéi, salvando numerosas vidas. Es un héroe —dijo Ana.

Pero no contó a Kitty su encuentro con Vronski en la estación del Grav, ni cómo éste se había interpuesto gallardamente entre ella y el borde del andén para impedir que viera el cadáver postrado en la vía imantada. Cuando se disponía a hacerlo, miró a Androide Karenina, que inclinó la cabeza varios grados sobre su regazo, y Ana comprendió que por alguna misteriosa razón le desagradaba pensar en ello. Tenía la impresión de que en aquel episodio había algo relacionado con ella, algo que no habría debido ocurrir.

Androide Karenina
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