13

Konstantín Dmitrich Levin se detuvo en el umbral de la enmohecida y chirriante puerta del abandonado pabellón de caza, que aunque hacía tiempo que no era utilizado, seguía albergando los cuerpos para el desguace de tres gigantescos Osos Cazadores, con sus toscas e inertes patas en posición de ataque. Escudriñó de nuevo el largo sendero que conducía al pabellón de caza, y comprendió que era una temeridad haber acudido allí, tal como le había advertido Kitty. Pero al salir para regresar junto a su carruaje, oyó un ruido distante que procedía del bosque. Observó que los árboles temblaban, y de pronto salió a través de ellos un rudimentario traje de batalla Exterior, acompañado por un Categoría III de reglamento en forma de un enorme lobo gris. Ambas máquinas se detuvieron, la puerta del torso del Exterior se abrió con un sonoro crujido y apareció la elegante figura del conde Alexéi Kiríllovich Vronski.

—¡Konstantín Dmitrich! ¡Estoy encantado de verlo! —exclamó Vronski mientras salía de la máquina—. Creo que tuve el placer de conocerlo… en casa de la princesa Shcherbatskaia —dijo ofreciendo a Levin la mano.

—Sí, recuerdo nuestro encuentro —respondió éste, y sonrojándose, se volvió de inmediato y miró los cuerpos inmóviles de los Osos Cazadores. Parecía que había pasado una eternidad desde los tiempos en que ambos cortejaban a Kitty Shcherbatski, pero el dolor y el bochorno volvieron a hacer presa en él con la misma intensidad que entonces. Levin se centró en el asunto que le ocupaba—. ¿Por qué motivo ha solicitado un encuentro conmigo?

—¿Yo? Se equivoca, señor —contestó Vronski acariciándose el bigote con gesto receloso—. ¿Acaso no lo ha solicitado usted?

De pronto, Lupo soltó un gruñido, volvió bruscamente la cabeza y enseñó los dientes. Al cabo de unos instantes Vronski y Levin vieron lo que había alarmado al lobo dotado de un finísimo oído: un hombre bajo y grueso con una larga barba, sucia y enredada, cubierto con una bata de laboratorio no menos cochambrosa.

Mea culpa, mea culpa —se disculpó el atrabiliario personaje, hablando con excepcional rapidez—. Me llamo Federov, y me temo que soy el culpable de la ambigüedad que rodea nuestro encuentro. Pero no podía enviar un comunicado solicitando formalmente su presencia en una cita con un representante del Sindicato de Científicos Preocupados.

—¡Un agente del SinCienPados! —exclamó Vronski empuñando al instante su látigo caliente, que hizo restallar en el espacio entre Federov y él. Pero el hombre oprimió un pequeño dispositivo en su cinturón, y el látigo no le rozó siquiera.

—Vamos, vamos —dijo el hombrecillo vestido con la bata de laboratorio, como quien regaña a un niño—. No estoy en posición de pedirle que se desarme, pero nuestro encuentro discurrirá de forma más grata si se abstiene de esas bravuconadas. Llevo varias prendas exteriores e interiores defensivas, creadas gracias a una tecnología que le lleva varias generaciones de adelanto a cualquiera que usted pueda conocer. «Estar siempre preparado», ése es el lema de nuestra pequeña asociación.

Levin observó con cautela a Federov.

—¿Qué quiere?

—Cada uno de ustedes, a su modo, es ahora un enemigo del Ministerio, al igual que nosotros. Por fin han comprendido lo que hace tiempo que nosotros sabemos: que nuestros benévolos protectores en el fondo no son benévolos ni protectores. Dentro de poco toda Rusia lo sabrá también, y necesitarán a nuestros líderes.

El extraño hombrecillo se volvió hacia Konstantín Dmitrich y le miró a los ojos.

—Levin, le rogamos que se traslade con su familia a Moscú y espere allí el momento en que pueda sernos útil.

Vronski preguntó con tono despectivo:

—¿Nos pide que participemos en una conspiración con los mayores criminales en la historia de Rusia?

—Sí —apostilló Levin, mientras un sinfín de pensamientos se agolpaban en su mente—. ¿Cómo vamos a aceptar?

—Les revelaré algo: jamás hemos cometido ninguno de los actos violentos que el Ministerio nos atribuye. Sí, abandonamos en masa los laboratorios del Gobierno porque no estábamos de acuerdo con ciertas órdenes que nos habían dado, con el camino que nuestros gobernantes exigían que tomara la innovación tecnológica. Pero jamás hemos cometido un acto violento.

El curioso hombrecillo se inclinó hacia delante con los ojos llenos de lágrimas.

Ni uno solo. Las bombas de emotividad, las averías… Todo es obra del Ministerio. Recuerden, si quieren controlar a alguien, lo primero que deben hacer es protegerlo. Y si quieren proteger a alguien, tienen que tener algo contra lo que protegerlo.

Vronski dio un respingo y meneó la cabeza con desdén, pero Levin se echó a temblar al oír estas palabras. Se sintió profundamente conmovido al ver las lágrimas que rodaban por el rostro sucio y barbudo de Federov.

—Les pido perdón por haberme emocionado —dijo el hombrecillo—. Pero hemos pasado una generación fuera de toda posibilidad, y ahora, al verlos a ustedes, dos orgullosos caballeros rusos, no puedo evitarlo… Siento renovadas esperanzas.

¡PUM!

Un potente estallido sacudió el bosque.

—¡No! —exclamó Federov—. ¡Una bomba de emotividad! Debí suponerlo.

¡PUM! Una segunda bomba-esperanza hizo temblar de nuevo los árboles, y un imponente roble cayó ante ellos estrepitosamente con sus hojas en llamas. Los tres se tiraron al suelo, tapándose los oídos para protegerse de las potentes detonaciones.

—Yo tengo la culpa —gritó Federov—. ¡Es mi esperanza! Mi…

¡PUM! Una tercera explosión, más potente que las otras, derribó el gigantesco Exterior de Vronski al suelo y arrancó el tejado del pabellón de caza. Durante unos segundos Levin vio las cabezas de los Osos Cazadores, sus rostros crispados y dispuestos a atacar brillando en la penumbra iluminada por el fuego, antes de que una rama ardiendo se desprendiera y aterrizara en su espalda.

—¡Ay! —gimió de dolor. Vronski se abalanzó sobre él, causándole un mayor dolor, pero sofocando el fuego. Mientras Levin aullaba como un poseso, el conde gritó a Federov:

—¡Es una trampa! ¡Nos ha tendido una trampa! ¿Qué ha hecho? ¡Lo ha matado!

—¡No soy responsable de este ataque! —replicó el hombrecillo, levantándose—. ¡Pero puedo silenciar la esperanza que lo ha provocado! —Levin, sin dejar de gemir, palpándose el cuerpo con sus manos chamuscadas, se incorporó y miró pasmado a Federov mientras éste sacaba una daga y se la clavaba en su propio corazón.

Konstantín contuvo el aliento; el hombre del SinCienPados lanzó un grito y cayó hacia delante, hundiéndose el cuchillo hasta el mango. No se oyeron más bombas, sólo el escalofriante crepitar del bosque en llamas.

—Recuerden estas palabras, señores —dijo Federov apretando los dientes y cayendo de rodillas—. Resistir… Actuar.

—Resistir… —dijo Levin, como hipnotizado.

—Actuar —masculló Vronski.

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