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Fue Alexéi Alexándrovich quien decidió posponer el juicio en el caso de Ana Arkadievna Karenina y Alexéi Kiríllovich Vronski, pero en realidad la decisión la tomó su Rostro. De nuevo la malévola y susurrante presencia craneal consideró oportuno dejar que el asunto hirviera a fuego lento, por decirlo así, a fin de mantenerlo vivo y atormentar a Karenin.
De modo que durante varios meses después de su llegada a Moscú, Vronski y Ana no supieron nada del Ministerio en respuesta a su solicitud de amnistía; tan sólo les cabía aguardar y sufrir debido al silencio que pendía sobre ellos.
Pero el enconado resentimiento de Alexéi Alexándrovich no sólo afectó a su esposa y al compañero de ésta.
Toda Rusia sufrió con ellos.
Cuando los robots Categoría II fueron confiscados como lo habían sido los de Categoría III, los Levin llevaban tres meses instalados en Moscú. Kitty habría preferido que al acercarse el alumbramiento hubieran seguido viviendo en la finca familiar, situada en las laderas de la vieja mina de groznio en Pokróvskoie, pero Levin estaba decidido a cumplir la promesa que había hecho a Federov cuando éste agonizaba, y había trasladado a su esposa y al servicio doméstico a la ciudad. No obstante, no había tratado de dictar a su esposa lo que consideraba más conveniente, sino que había compartido con ella su ferviente deseo de apoyar la creciente resistencia contra los cambios implantados en la vida rusa por el Ministerio, y su entusiasmo había convencido a su esposa.
La pareja denominaba, un tanto tímidamente, su visión del futuro de Rusia, un futuro en el que sus desdichados y queridos compañeros pudieran regresar a casa, su «Esperanza Dorada», y la determinación que compartían en hacer que esta visión se convirtiera en realidad inspiraba a ambos un sentimiento romántico y de orgullo.
La fecha en que, según los cálculos fidedignos de los expertos en tales materias, Kitty debía guardar cama, había pasado hacía mucho. Pero ésta seguía ocupándose de sus quehaceres, pues nada indicaba que el momento del parto fuera más inminente que dos meses atrás. Dolly, su madre, y sobre todo Levin, que no podía pensar en ese acontecimiento sin caer presa del terror, comenzaban a impacientarse y a preocuparse: el médico, cuyo eficiente Diagnóstico/M4/II había sido requisado por los Soldados de Juguete, se sentía tanto o más preocupado. Kitty era la única persona que se mostraba serena y feliz. Era consciente de que había nacido en ella un nuevo sentimiento de amor hacia el hijo que iba a nacer, que para ella en cierto modo ya existía, y se deleitaba con este sentimiento.
El niño, a la sazón, ya no era una parte de ella misma, sino un ser que vivía su vida con independencia. Con frecuencia ese ser independiente le producía dolor, pero al mismo tiempo deseaba reírse movida por una extraña y nueva alegría. Lo único que enturbiaba para ella el encanto de esta forma de vida era que su marido se mostraba aquí distinto a como ella quería que fuera, distinto a como se mostraba en el campo.
A Kitty le complacía su talante sereno, afable y hospitalario en el campo. En la ciudad, Levin parecía sentirse siempre inquieto y en guardia, convencido de que en cualquier momento se le acercaría un amigo o un extraño exhortándole a pasar a la acción con la misteriosa consigna que le había enseñado Federov. En casa, en el campo, sabiendo que se hallaba en el lugar que le correspondía, nunca tenía prisa por trasladarse a otro lugar. Nunca estaba ocioso. Aquí, en la ciudad, andaba siempre apresuradamente de un lado a otro, temiendo que le descubrieran, protegiendo sus pensamientos más recónditos, mirando a los extraños a los ojos como si escrutara sus pensamientos. Como si temiera que se le pasara algo por alto, aunque todavía no tenía nada que hacer. Kitty sentía lástima de él. No le veía desde fuera, sino desde dentro; veía que aquí su marido no era él mismo; era la única forma que se le ocurría de definirlo. A veces le reprochaba en su fuero interno su incapacidad de vivir en la ciudad; otras reconocía que para él era muy difícil organizar aquí su vida de un modo que le satisficiera.
Un ejemplo obvio para Kitty era que Levin siempre había detestado los clubes de caballeros que frecuentaban Stepan Arkadich y sus amigos, pero ahora juzgaba necesario pasar largos ratos en ellos. Si debía encontrarse con algún «compañero de viaje», estaba seguro de que lo hallaría en uno de estos clubes. Por tanto, Kitty no tuvo más remedio que resignarse. Pero mientras Levin pasaba horas en compañía de joviales caballeros como Oblonski, ella sabía lo que eso significaba: significaba beber, y después de haber bebido trasladarse a otro lugar. Pensaba con horror en los lugares a los que acudían esos caballeros en esas ocasiones. ¿Era preciso que su marido frecuentara la sociedad? Ella sabía que eso sólo podía satisfacerle si se hallaba en compañía de mujeres jóvenes, cosa que ella no deseaba en absoluto. Así pues, ¿debía quedarse en casa con ella, su madre y sus hermanas? Pero por más que a Kitty le agradaba y gozaba con las conversaciones que mantenía con ellas, las cuales giraban siempre en torno a los mismos temas, sabía que a Levin le aburrían. Por lo demás, ¿qué provecho podía sacar de esas horas pasadas en compañía de ella y sus hermanas? Desde luego no le servirían para promover su Esperanza Dorada. Así pues, ¿qué podía hacer Levin?
Una ventaja de vivir en la ciudad era que aquí apenas se peleaban. Ya fuera porque sus circunstancias eran distintas, o porque se habían vuelto más prudentes y sensatos a ese respecto, lo cierto es que en Moscú no discutían por motivo de celos, como habían temido al abandonar el campo.
No obstante, ocurrió un acontecimiento de gran importancia para ambos en ese sentido: el encuentro de Kitty con Vronski.
La anciana princesa María Borissovna, madrina de Kitty, que siempre le había profesado un gran cariño, insistió en que fuera a verla. Aunque la joven apenas salía debido a su estado, fue con su padre a visitar a la venerable anciana, y allí se encontró con Vronski. Lo único que pudo reprocharse sobre ese encuentro fue que, en cuanto lo reconoció —vestido de paisano, sin el látigo caliente enroscado alrededor del muslo, sin la compañía del agresivo lobo de color gris acero—, cuando vio ese rostro que antaño le había resultado tan familiar, se le cortó la respiración, toda la sangre afluyó a su corazón y notó que se ponía roja como la grana. Pero eso duró sólo unos segundos. Antes de que su padre, que se puso a hablar con el conde en voz alta intencionadamente, terminara de saludarlo, Kitty estaba preparada para mirar a Vronski, incluso hablarle si era necesario, tal como hablaba con la princesa María Borissovna, y hacerlo de tal forma que todo, desde la más leve entonación a su sonrisa, habría merecido la aprobación de su marido, cuya invisible presencia sentía a su lado en esos momentos.
Kitty cruzó unas palabras con él, hablando de naderías. Como es natural, Konstantín Dmitrich le había contado cada increíble detalle del encuentro en el pabellón de caza, pero ella no podía comentar en público ese asombroso hecho. Así pues, se volvió de inmediato hacia la princesa María Borissovna, sin mirar de nuevo a Vronski hasta que éste se levantó para marcharse; entonces no tuvo más remedio que mirarle, pues habría sido una descortesía no mirar a una persona cuando uno se despide.
Sólo entonces hizo Kitty acopio del suficiente valor para referirse, susurrando, al gran secreto que ambos compartían: la creciente resistencia a la llamada Nueva Rusia.
—¿Cómo es que Ana y usted han regresado a la sociedad? —Su tono apremiante traslucía la esperanza y el deseo de que la petición de amnistía fuera una argucia, una tapadera, y que Vronski se hallara en Moscú por la misma razón que Levin: esperando la oportunidad de actuar contra el Ministerio.
—A Ana Arkadievna y a mí tan sólo nos mueve el deseo de subsanar nuestras transgresiones, que tanto han ofendido a la sociedad —respondió Vronski lo bastante alto para que la princesa Borissovna lo oyera. La anciana movió la cabeza con gesto de aprobación—. Por ello, hemos entregado nuestros robots Categoría III, de acuerdo con la ley, y hemos solicitado una amnistía al ministro Karenin. Poseo numerosas aptitudes que estoy dispuesto a poner al servicio de la Nueva Rusia.
Kitty no sabía si Vronski la estaba engañando, para complacer a la anciana princesa, o si su arrepentimiento era sincero. Al igual que en el pasado, el conde seguía siendo un misterio.
Durante el camino de regreso a casa, la joven se alegró de que su padre no dijera nada sobre su encuentro con Vronski, pero por la especial dulzura con que la trató durante su acostumbrado paseo, después de la visita, comprendió que se sentía satisfecho de ella. Ella también se sentía satisfecha de sí misma. No había imaginado que tendría la capacidad, al tiempo que ocultaba en el fondo de su corazón los recuerdos de sus viejos sentimientos hacia Vronski, no sólo de mostrarse indiferente y dueña de sí en su presencia, sino de tratar de averiguar la profundidad de su lealtad a la causa.
Levin se puso aún más colorado que ella cuando Kitty le contó que se había encontrado con el conde en casa de la princesa María Borissovna. No le costó ningún esfuerzo contárselo, pero sí entrar en los detalles del encuentro, pues su marido no le hizo ninguna pregunta, sino que se limitó a mirarla con el ceño fruncido.
—Pero hay algo más —añadió Kitty—. Algo relacionado con nuestra Esperanza Dorada, sobre lo que es preciso que hablemos.
Ambos juntaron sus cabezas, más como unos conspiradores que como marido y mujer, y hablaron sobre los problemas que planteaba la novedad que había traído Kitty. Si el conde Vronski había abandonado su postura rebelde, existía el peligro de que informara al Ministerio de lo que sabía sobre los Levin y sus secretos.
—Buscaré la oportunidad de hablar con Vronski, tras lo cual tú y yo, juntos, decidiremos lo que debemos hacer —respondió él, recalcando la palabra «juntos», como para demostrar a Kitty su convencimiento de que se había comportado perfectamente en esta situación.
—Echo de menos a mi querida compañera —dijo Kitty suspirando.
—Y yo al mío, amor. Y yo al mío.