6

Aunque Ana había contradicho a Vronski de forma obstinada y exasperada cuando éste le había hecho ver que se hallaban en una situación imposible, en su fuero interno consideraba su situación personal falsa y deshonrosa, y ansiaba de todo corazón cambiarla.

De regreso a casa después de la Matanza Selectiva, había revelado a su marido la verdad en un momento de alteración emocional, y pese al dolor de ese momento, se alegraba de haberlo hecho. Cuando su marido partió, se dijo que se alegraba de que todo hubiera quedado aclarado, pues al menos no habría más mentiras y engaños. Estaba convencida de haber esclarecido su postura de una vez para siempre. Quizás esta nueva situación fuera perjudicial, pero al menos era clara; ya no habría dudas ni falsedades con respecto a ella. Esa noche vio a Vronski, pero no le contó lo ocurrido entre su esposo y ella, aunque para que la situación quedara definitivamente aclarada era necesario que lo hiciera.

Cuando se despertó a la mañana siguiente, Androide Karenina estaba sentada plácidamente junto a su lecho, tras haber realizado sus quehaceres matutinos, contemplando con serena benevolencia a su ama. En cuanto Ana abrió los ojos, vio a su Categoría III junto a ella, su silueta recortándose contra las primeras luces del día. Ambas se miraron a los ojos, compartiendo ese breve e intenso momento antes de que Androide Karenina se levantara para ir en busca de la bata de su ama.

En la perfecta serenidad del nuevo día, lo que le había dicho a su marido le pareció tan terrible que no concebía cómo había sido capaz de pronunciar esas palabras extrañas y vulgares, ni imaginaba las consecuencias que tendrían. Pero las había pronunciado, y Alexéi Alexándrovich se había marchado sin decir nada.

—He visto a Vronski, pero no le he contado nada —dijo a Androide Karenina cuando el Categoría III le colocó la bata sobre sus hombros de porcelana—. Se disponía a partir y estuve a punto de detenerlo para decírselo, pero cambié de opinión, porque le chocaría que no se lo hubiera revelado enseguida. ¿Por qué deseaba decírselo y no se lo dije?

En respuesta a esta pregunta, Androide Karenina emitió un ligero silbido de empatía y se puso a arreglar la cama.

Su situación, que a Ana le había parecido tan simple la víspera, de pronto no sólo no le parecía simple, sino que se daba cuenta de que era desesperada. La aterrorizaba la deshonra en la que había caído, en la que no había recapacitado antes ni por un momento. Cuando pensó en cómo reaccionaría su marido, se le ocurrieron las conjeturas más nefastas. Imaginó que la echaría de casa, que pregonaría su vergüenza a los cuatro vientos. Se preguntó adónde podía ir cuando la arrojara fuera, pero no encontró la respuesta.

Cuando pensaba en Vronski, le parecía que no la amaba, que empezaba a cansarse de ella, que ella no podía ofrecerse a él, y sentía una intensa amargura. Tenía la sensación de que las palabras que había dicho a su esposo, y que había repetido constantemente en su imaginación, se las había dicho a todo el mundo, y que todo el mundo las había oído. No se atrevía a mirar a sus sirvientes a los ojos. No se atrevía a llamar a su Doncella/76/II, y menos aún bajar para reunirse con su hijo y la Institutriz/D145/II.

Mientras se paseaba por la habitación estrujándose las manos, su ansiedad se intensificó dando paso a una sensación de pánico, que le recordó con insistencia y crudeza la que había experimentado en la estación del Grav en Moscú, al ver cómo retiraban el cadáver del hombre de la vía. Androide Karenina emitió unos suaves pitidos, indicando que había recibido un comunicado, y Ana, temblando, le pidió que se lo mostrara. Unos momentos antes, se había arrepentido de habérselo contado todo a su esposo, y deseaba no haber pronunciado jamás esas palabras. El comunicado le anunciaba que para Aléxei era como si no las hubiera pronunciado nunca, y le concedía lo que ella había deseado. Pero eso le pareció más terrible que todo cuanto había podido concebir.

—¡Él lleva razón! —dijo a Androide Karenina cuando hubo leído el comunicado y éste desapareció del monitor—. Claro está que siempre lleva razón; ¡es cristiano, es generoso! ¡Sí, un hombre vil y despreciable! Nadie lo sabe, excepto yo, excepto nosotras, y nadie lo sabrá jamás; no puedo explicarlo. Dicen que es religioso, un hombre de principios, recto, inteligente; pero no ven lo que veo yo. No saben que ha destruido mi vida durante ocho años, destruyendo todo cuanto vivía en mí; no ha pensado en ningún momento que soy una mujer viva que necesita amor. No saben cómo me ha humillado constantemente, sin que ello le impidiera sentirse satisfecho de sí.

Androide Karenina adquirió un resplandor carmesí, que se oscureció hasta convertirse en un tono carmesí más intenso; su colorido encarnaba las violentas emociones de su ama.

—¿Acaso no he tratado, con todas mis fuerzas, de hallar algo que diera sentido a mi vida? ¿No me he esforzado en amarlo, en amar a mi hijo en vista de que no podía amar a mi marido? Pero llegó un momento en que comprendí que no podía seguir engañándome, que estaba viva, y que no tenía la culpa de que Dios me hubiera creado de forma que necesito amar y ser amada. ¿Y qué ha hecho ahora mi marido? Si me hubiera matado a mí, si le hubiera matado a él, yo lo habría soportado todo, lo habría perdonado todo; pero no, él… ¿Cómo es posible que yo no adivinara cómo reaccionaría? Ha reaccionado en consonancia con su carácter mezquino. Se ufana de su rectitud, mientras que a mí, sumida en mi desgracia, procurará hundirme aún más en ella…

Ana recordó las palabras del comunicado: Ya puedes imaginar lo que os aguarda a ti y a tu hijo

—Es una amenaza para arrebatarme a mi hijo o, peor aún, ¡y Dios sabe que, gracias al puesto que ocupa en las altas instancias, puede hacer lo que le venga en gana! Ha sido… ha sido…

Androide Karenina asintió, y Ana supo que su querida compañera lo comprendía: Karenin había sufrido un cambio, de una forma al mismo tiempo imposible de describir como de pasar por alto.

—Ni siquiera cree en mi amor por mi hijo —continuó Ana con amargura—. O lo desprecia; siempre lo ha ridiculizado. Desprecia ese sentimiento en mí, pero sabe que jamás abandonaré a mi hijo, que no puedo abandonarlo, que sin él mi vida no tendría sentido, ni siquiera junto al hombre que amo; si abandonara a mi hijo y me fugara con Vronski, sería la mujer más vil e infame. Él lo sabe, y sabe que soy incapaz de hacerlo.

Recordó otra frase del comunicado: Nuestra vida debe continuar como hasta ahora

—Esa vida era desdichada antes y últimamente ha sido atroz. ¿En qué se convertirá ahora? Él lo sabe; sabe que no puedo arrepentirme de estar viva, de amar; sabe que eso no me llevaría más que a la mentira y al engaño; pero quiere seguir torturándome. Lo conozco; sé que se siente feliz y a gusto en la falsedad, como pez en el agua. No, no le daré esa satisfacción. Conseguiré romper la telaraña de mentiras en la que pretende atraparme, cueste lo que cueste. Todo es preferible a vivir en la mentira y la falsedad.

—Pero ¿cómo? ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Ha existido alguna vez una mujer tan desdichada como yo…?

Ana rompió a llorar, y Androide Karenina la tomó entre sus brazos y la estrechó contra sí, mientras las lágrimas de Ana caían sobre el regazo de metal de su única amiga.

Androide Karenina
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